– ¿A mí? -Las mejillas marmóreas de fray Alessandro adquirieron un tibio color melocotón. Le ruborizaba que un hombre ilustrado llegado de Roma le preguntara con un nada disimulado interés por su sincera opinión sobre algo-. La verdad, no sé qué pensar. Leonardo, ya os lo he dicho, es una criatura fuera de lo común. No me extraña que la Inquisición se haya fijado en él…

– ¿ La Inquisición?

Otra punzada me atravesó el estómago. En el poco tiempo que llevábamos tratándonos, fray Alessandro había desarrollado una habilidad innata para sobresaltarme. ¿O quizá me había vuelto más susceptible? Su mención al Santo Oficio me hizo sentir culpable. ¿Cómo no lo pensé antes? ¿Cómo no se me había ocurrido consultar los archivos generales de la Sacra Congregazione antes de viajar a Milán?

– Dejadme que os lo cuente -dijo entusiasta, como si le encantara rebuscar en su memoria esa clase de cosas-. Después de dejar inconclusa su Adoración de los Magos, Leonardo se mudó a Milán y fue contratado por la Confraternidad de la Inmaculada Concepción, ya sabéis, los franciscanos que regentan San Francesco II Grande y con los que tiene litigios permanentes nuestro prior. Y allí el toscano volvió a tener los mismos problemas que en Florencia.

– ¿Otra vez?

– Desde luego. Meser Leonardo tenía que elaborar un tríptico para la capilla de la Confraternidad con los hermanos Ambrogio y Evangelista de'Predis. Entre los tres cobraron doscientos escudos por adelantado a cuenta del trabajo, y cada uno se entregó a una parte del retablo. El toscano se hizo cargo de la tabla central. Su cometido era pintar una Virgen rodeada de profetas, mientras que los laterales mostrarían un coro de ángeles músicos.

– No continuéis: jamás terminó su trabajo…

– Pues no. Esta vez meser Leonardo concluyó su parte, pero no entregó lo que se le había pedido. En su madero no estaban los profetas por ninguna parte. En cambio, presentó un retrato de Nuestra Señora dentro de una cueva, junto al niño Jesús y a san Juan. (La Virgen de las Rocas, hoy en el Louvre) El muy osado aseguró a los frailes que su tabla representaba el encuentro que ambos niños tuvieron mientras Jesús y su familia huían a Egipto. ¡Pero eso tampoco lo recoge ningún Evangelio!

– Y, claro, le denunciaron al Santo Oficio.

– Sí. Pero no por lo que creéis. El Moro medió para que el proceso no prosperara y lo libraran de un juicio seguro.

Dudé si seguir preguntándole. Al fin y al cabo era él quien quería que le pusiera al corriente de mis acertijos. Pero no podía negar que sus explicaciones me tenían intrigado:

– Entonces, ¿cuál fue la denuncia que interpusieron a la Inquisición?

– Que Leonardo se había inspirado en el Apocalipsis Nova para pintar su obra.

– Nunca oí hablar de semejante libro.

– Se trata de un texto herético escrito por un viejo amigo suyo, un franciscano menorita llamado Joao Mendes da Silva, también conocido como Amadeo de Portugal, que murió en Milán el mismo año en que Leonardo terminó su tabla. El tal Amadeo publicó un libelo en el que insinuaba que la Virgen y san Juan eran los verdaderos protagonistas del Nuevo Testamento, no Cristo.

Apocalipsis Nova. Memoricé aquel dato para añadirlo al eventual sumario que podría abrir contra Leonardo por herejía.

– ¿Y cómo se dieron cuenta los frailes de esa relación entre el Apocalipsis Nova y la pintura de Leonardo?

El bibliotecario sonrió:

– Era muy evidente. El cuadro representaba a la Virgen junto al niño Jesús y al ángel Uriel al lado de Juan Bautista. En condiciones normales, Jesús debería aparecer bendiciendo a su primo Juan, pero en su cuadro ¡sucedía justo lo contrario! Además, la Virgen, en lugar de abrazar a su primogénito, extendía sus brazos protectores sobre el Bautista. ¿Lo entendéis ya? Leonardo había retratado a san Juan no sólo legitimado por Nuestra Señora, sino impartiendo su bendición al mismísimo Cristo, demostrando así su superioridad sobre el Mesías.

Felicité entusiasta a fray Alessandro.

– Sois un observador muy agudo -dije-. Habéis iluminado mucho la mente de este siervo de Dios. Estoy en deuda con vos, hermano.

– Si vos preguntáis, yo os responderé. Es un voto que siempre cumplo.

– ¿Como el ayuno?

– Sí. Como el ayuno.

– Os admiro, hermano. De veras.

El bibliotecario se hinchó como un pavo real y mientras la claridad iba despejando las sombras del claustro, desvelando los relieves y ornamentos que ocultaba, se atrevió por fin a romper la, supongo, provocadora espera que se había impuesto:

– Entonces, ¿me dejaréis que os ayude con vuestros acertijos?


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