Capítulo veintiuno
Muy pronto, gracias a Julián, abandoné el barniz de novato que me había caído nada más ingresar en el Cuerpo de Policía y fui adquiriendo los conocimientos suficientes para desenvolverme en lo que, gracias al imperativo paterno, acabó por ser mi profesión. Poco a poco yo mismo veía cómo iba cogiendo soltura y confianza y, cada vez más, mis maneras y modos de actuar se parecían a los de mi compañero aunque yo lo hubiera negado tajantemente si alguien lo hubiera insinuado en mi presencia.
Durante los cinco primeros meses, de todos modos, el trabajo fue monótono y rutinario. Vigilancia de las calles, detenciones de pequeños rateros, intervenciones pacificadoras en peleas callejeras y riñas conyugales y visitas habituales a Clara cuando tenía algún momento libre. Además, en seguida vencí mis escrúpulos y empecé a redondear mi exiguo sueldo con las propinas recibidas de los dueños de locales de alterne, peristas y en general de los pequeños delincuentes a los que no merecía demasiado la pena encarcelar, cosa que agradecían del único modo que ellos conocían y nosotros aceptábamos, con dinero contante y sonante.
Era una buena vida pero demasiado limitada y yo no me veía, en el futuro, patrullando las calles y cobrando un aguinaldo procedente de los chorizos madrileños, pero mientras no llegara lo que yo en sueños denominaba mi gran oportunidad no me quedaba más remedio que esperar. Y la oportunidad, al final, llamó a mi puerta si bien de un modo totalmente inesperado.
Al cabo de cinco meses de empezar a patrullar las calles se dio orden a todos los policías de servicio de dejar lo que tuviéramos entre manos y dedicarnos a la búsqueda y captura de un misterioso ladrón de joyas que llevaba dos meses actuando en la zona de Madrid y alrededores. Según parecía, ya que las autoridades no dejaron traslucir en ningún momento la gravedad del caso, se trataba de un individuo que se había dedicado a robar en las viviendas y chalés de la gente más pudiente de Madrid. No desdeñaba el dinero pero, sobre todo, se dedicaba a las joyas. Se rumoreaba que la casa de algún ministro había recibido la visita de ese desconocido ladrón y la inquietud había empezado a ser cada vez mayor. La presión sobre el director general de la Seguridad del Estado debió de hacerse insoportable y éste la transmitió a sus subordinados, los cuales nos pusieron firmes a todos los policías de a pie.
Era muy poco lo que nosotros, simples policías motorizados, podíamos hacer donde habían fracasado los más brillantes investigadores del cuerpo pero órdenes son órdenes y nos dedicamos incansablemente a escudriñar todos los rincones donde pudiera esconderse un ladrón de joyas que más parecía salido de una película de Hollywood que de las callejuelas de Madrid por las que habitualmente transitábamos.
– Es una gilipollez -solía decirme Julián claramente cabreado-, porque no vamos a conseguir nada, lo único perder el tiempo. Y además perjudica nuestros negocios.
Esto último lo decía porque a causa de las órdenes recibidas habíamos considerado poco prudente seguir confraternizando con nuestros clientes habituales, con el consiguiente parón de los pagos a los que éstos nos tenían acostumbrados. Ni siquiera podíamos ir con la frecuencia acostumbrada a ver a nuestras amigas del burdel y tengo que admitir que echaba mucho de menos a Clara, tanto que a veces hasta me dolía físicamente el miembro viril y debía volver a la solitaria práctica que aprendí en el colegio, bajo la batuta de Fernandito.
Sin embargo, pese a nuestro escepticismo y malestar, nos dedicamos en cuerpo y alma a nuestra nueva labor sin obtener, como por otra parte era lo lógico y esperado, ningún resultado. Hasta que los hados decidieron aliarse con nosotros y ocurrió el accidente.
Fue una suerte que estuviéramos cerca del lugar donde todo ocurrió, ya que en caso contrario ni siquiera nos hubiéramos aproximado. Normalmente evitábamos acudir a ese tipo de sucesos. Sí, es cierto que también estábamos para socorrer a las personas que sufrían alguna desgracia en la carretera, pero si algún otro compañero llegaba antes que nosotros al lugar del accidente, mejor que mejor. No eran nada agradables los espectáculos que solían verse cuando los coches se estrellaban unos contra otros en las carreteras. Más de una vez nos había tocado sacar a rastras el cadáver mutilado de algún infeliz y, ciertamente, no es un plato de gusto para nadie. Pero aquella vez tuvimos la mala suerte de ser los más cercanos al lugar en el que se había estrellado un vehículo y no nos quedó más remedio que acudir a levantar el atestado y echar una mano en lo que se pudiera.
Nada más echar un vistazo al conductor vimos que no podíamos hacer nada por él excepto rezar un responso. Tenía el pecho hundido y la cara totalmente destrozada. Con toda seguridad el fallecimiento había sido instantáneo. Hurgamos en sus ropas buscando la documentación. Se trataba de un tal Ángel Loperena, soltero, nacido y residente en Madrid, de treinta y cuatro años de edad. Aunque para mí era un perfecto desconocido no lo era para Julián.
– Bueno, un señorito menos -dijo sin el menor asomo de piedad por su horrendo fin-. Dinero de papá y vicios propios. Juergas, mujeres, alcohol. En fin, lo normal en estos casos.
– ¿Le conocías?
– De referencias. Era muy popular en ciertos ambientes de la clase alta madrileña y aunque yo no me muevo en esos ambientes, ni puñetera falta que me hace, es mi obligación estar al tanto de lo que en ellos se cuece. Más de una vez me ha tocado acompañar a señoritos embriagados a las casas de sus padres. Y te aseguro que éstos nunca dan propina, todo lo contrario, te miran como si fueras tú el culpable del estado de sus hijos. Pero en el fondo son ellos los que nos pagan así que a ellos nos debemos -finalizó filosóficamente su perorata.
Mientras hablaba conmigo no había dejado de registrar lo que quedaba del vehículo. De repente, totalmente excitado, empezó a llamarme dando grandes voces.
– Emilio, Emilio, ven aquí inmediatamente y mira esto.
Intrigado más por el aspecto de loco que de repente había adquirido que por sus voces, ya que era algo habitual en él dar vozarrones a troche y moche, me acerqué hasta donde se encontraba mi compañero y a indicaciones suyas miré en el interior del maletero. Lo que vi me heló la sangre en las venas. Del interior de un maletín de cuero que se había desgarrado a causa del impacto surgían varias piedras de diferentes tamaños artísticamente engarzadas en trabajados anillos que tenían todo el aspecto, incluso para alguien como yo que no sabía gran cosa del asunto, de ser piedras preciosas, joyas de alto valor.
– ¿Tú crees que son buenas? -pregunté a mi compañero.
– ¿Que si son buenas? -me dijo todavía excitado-, con estos pedruscos se podría pagar un Imperio.
– ¿Qué hacemos? -pregunté por decir algo ya que de un modo telepático en la mente de ambos anidaba la misma idea.
– Lo mejor es que guardemos el maletín en nuestro coche y luego ya veremos qué decidimos sobre el asunto.
Asentí en silencio y pasando de las palabras a la acción así fuertemente el maletín y lo introduje en el maletero del coche patrulla. Una vez que estuvo fuera de nuestra vista conseguimos tranquilizarnos y esperamos a que llegara la ambulancia que poco antes, a través de la radio del coche, habíamos solicitado. Aunque no había nada más que hacer completamos nuestro servicio escoltando la ambulancia hasta el hospital donde el médico de guardia certificó oficialmente la defunción del señor Loperena.
Quizá la más penosa de nuestras obligaciones, en estos casos, es la comunicación a los allegados del fallecimiento de un familiar o amigo, pero como entraba en nuestro sueldo lo hacíamos sin protestar. Aquella vez, sin embargo, ni siquiera nos pareció triste o desagradable. Obsesionados como estábamos por nuestro descubrimiento andábamos como sobre una nube, tan sólo atentos a alguna posible alusión acerca de las joyas desaparecidas pero sus padres, tal vez porque el dolor del momento les impidiera pensar en cosas más mundanas, no lo mencionaron para nada.
Esperamos unos días pero ningún familiar reclamó el maletín ni su contenido. Nos quedaba otra posibilidad, que Ángel Loperena fuera el ladrón más buscado de Madrid. Parecía algo absurdo pero cuanto más pensábamos en ello más visos de verosimilitud tenía la idea. Al fin y al cabo, si reparábamos en las circunstancias de los robos, lo más lógico era que el ladrón fuese alguien introducido en los ambientes de la alta sociedad, alguien que sabía lo que buscar y cuándo, cómo y dónde acceder a ello. Un ratero circunstancial podía dar un golpe con éxito pero la concatenación de robos que se habían sucedido no se debía a un golpe de suerte sino a una actuación cuidadosamente planificada.
Quizá por un absurdo exceso de prudencia, ya que el que dos policías asignados a un caso se interesaran por las últimas novedades sobre el mismo era algo completamente normal, tardamos varios días en solicitar que se nos facilitaran copias de todos los informes y atestados que había sobre el caso del ladrón misterioso y, nada más tenerlos en nuestras manos, confirmamos nuestras sospechas. El difunto Ángel Loperena estaba implicado en los robos. Había varios datos que avalaban esta tesis. El primero de ellos que el mismo día de la muerte de Loperena se había producido un robo de joyas en la mansión del presidente de un conocido banco. El segundo, que los robos habían cesado radicalmente desde el día en que nuestro sospechoso falleció. Por último conseguimos una descripción de las joyas robadas al banquero y coincidían plenamente con las que habíamos confiscado del maletín el día de autos.
Con el transcurso de los días lo que en un primer momento había sido una leve idea que rondaba nuestras cabezas fue tomando forma. No estábamos dispuestos a devolver las joyas. Nadie sabía que las teníamos en nuestro poder, así que por ese lado estábamos limpios. Por otra parte, los únicos que conocíamos la identidad del ladrón, salvo en el caso de que hubiera tenido cómplices, éramos nosotros y después de su fallecimiento y el escamoteo de las pruebas existentes era prácticamente imposible que ningún colega nuestro llegara a la misma conclusión. Si jugábamos bien nuestras bazas podíamos quedarnos con el santo y la limosna, así que decidimos jugarlas.
Con la mayor discreción posible investigamos entre los más conocidos y reputados peristas de Madrid pero ninguno conocía el destino del resto de las joyas robadas. Hasta donde ellos sabían, o admitían que sabían, las joyas no habían vuelto a salir al mercado. Eso podía significar dos cosas, o bien Loperena las había colocado prescindiendo de los canales habituales, presumiblemente en el extranjero, o bien había guardado el producto de sus latrocinios a la espera de que la situación se calmara y poder negociar su venta con más tranquilidad. Como la investigación de la primera posibilidad estaba fuera de nuestro alcance decidimos actuar basándonos en la segunda, es decir, partiendo de la hipótesis de que en algún lugar se hallaba escondido el resto del botín. Puesto que actuábamos en nuestro propio beneficio era la apuesta más lógica. Si salía bien, estupendo, y si no, pues bueno, siempre nos quedarían las últimas joyas robadas por Loperena.