– ¿Estás loco? ¿Hemos conducido toda esta tarde con un polvorín debajo de nuestros culos?

– Algo más atrás, diría yo -respondió risueño Julián-, pero lo tenía todo controlado. Por eso he insistido en ser yo el que condujera -finalizó su respuesta riéndose con una estruendosa carcajada que hubiera desatado los reproches de cualquier especialista en buenos modales.

A pesar de mi enfado lo que decía Julián tenía bastante lógica así que encendí un cigarrillo, apagamos las luces y regresamos al vestíbulo de la vivienda, en la planta baja de la misma, dispuestos a esperar lo que hiciera falta, que al final no resultó ser demasiado tiempo. Supongo que la avanzada edad de los padres del ladrón de guante blanco influyó en ese hecho, ya que no estaban en condiciones de aguantar ajetreadas veladas nocturnas, así que tan sólo transcurrió poco más de una hora hasta el momento en que pudimos oír el leve ruido que hacía una llave girando dentro de la cerradura.

Julián y yo estábamos aposentado en dos cómodas butacas con orejeras que habíamos encontrado en el inmenso salón del chalet y que habíamos traslado al vestíbulo, justo enfrente de la puerta y desde allí, al encenderse la luz, dimos la bienvenida a los propietarios del mismo. La mujer se llevó un susto de muerte y se aferró fuertemente a su marido, incapaz de pronunciar palabra alguna. El hombre de la casa también presentaba inequívocos síntomas de temor, pero muy en su papel de macho protector procuró mantener el tipo y entablar con nosotros una insulsa conversación, ya se sabe, del tipo de qué hacen ustedes por aquí, más vale que se vayan o llamaré a la policía, ustedes no saben en casa de quién se han metido, conozco en persona al ministro de Gobernación y al almirante Carrero, si salen de aquí en seguida no les denunciaré, para acabar con un llévense lo que quieran, por favor, pero no nos hagan daño, mi mujer está muy delicada de salud.

Cuando Julián consideró que los dos viejos estaban por fin en su punto se levantó parsimoniosamente del asiento y empezó a hablarles, primero en un tono suave, tranquilizador, y luego más fuerte, envolviendo con sus palabras toda la estancia. A pesar de lo que estábamos haciendo no podía dejar de admirar a mi compañero. Dominaba aquella situación como un actor de renombre domina la escena. No parecía siquiera que hablara sino que declamara. Incluso su estatura, elevada de por sí, parecía realzarse ante la más baja de la mujer y el aspecto fatigado del marido, al que la edad le había encorvado ostensiblemente, pese a que daba la impresión de haber sido un hombre no ya alto, sino altivo. Poco a poco las explicaciones de mi compañero fueron calando en sus asustadas mentes. Tan sólo necesitábamos conocer la clave de la combinación de la caja fuerte de su hijo.

– Eso es todo -dijo-, ustedes nos proporcionan el número de la combinación y les dejamos en paz en muy poco tiempo, lo suficiente para que recobremos una documentación nuestra que su difunto hijo tenía en custodia. Quizá no lo sepan pero su hijo y nosotros teníamos negocios en común. En realidad sólo queremos recuperar lo que es nuestro.

El vejete reunió todo el valor que le quedaba y comentó que si se trataba de eso lo más normal hubiera sido pedirlo civilizadamente, sin necesidad de asaltarles y darles un susto de muerte.

– Tiene usted razón, estimado señor, pero desgraciadamente no tenemos ningún recibo que avale nuestra solicitud de acceder a los documentos que su hijo había guardado y dudo mucho que usted hubiera aceptado mostrárnoslos si llamamos respetuosamente a la puerta y pedimos, por favor, que nos los proporcione, así que nos vemos visto obligados a actuar del modo en que lo hemos hecho. Les pido mil perdones pero les ruego que nos den la clave, no podemos estar toda la noche de cháchara.

Afortunadamente, ya que no me seducía la idea de utilizar los explosivos, por controlados que los tuviera Julián, el difunto Loperena confiaba ciegamente en su padre y le había proporcionado la clave numérica de la cerradura de la caja. Mi compañero me cedió el honor de abrirla y cuando por fin, tras varias vueltas a la izquierda, pude observar su interior, me quedé totalmente maravillado. No era un especialista en el tema pero las diminutas piedras y los espléndidos collares que guardaba en su interior hacían que se asemejara a la cueva de Alí Baba, sólo que el botín no había que repartirlo entre cuarenta ladrones, sino entre dos, porque en eso nos habíamos transformado mi compañero y yo, en dos ladrones, aunque nos costara reconocerlo.

– ¿Qué es lo que están ustedes sacando? -preguntó, intrigado, el viejo Loperena.

– Véanlo ustedes mismos -dijo mi compañero mostrándoles algunas de las sortijas que habíamos retirado del interior de la caja-, ¿no les parecen extremadamente hermosas? ¿Desea probarse alguna de estas joyas? -añadió dirigiéndose a la señora.

– ¿Qué hacían esas joyas en la caja fuerte de mi hijo? -preguntó el marido.

– Me temo, señores-contestó sonriente Julián-, que su hijo era el famoso ladrón de joyas que buscaba toda la policía española. Esto es el producto de sus latrocinios y nosotros vamos a encargarnos, a partir de ahora, de su custodia.

– Están mintiendo -habló por primera vez la señora-, nuestro hijo no era ningún ladrón.

– Lamento decepcionarla pero sí que lo era -respondió de nuevo mi compañero-, aunque eso ya no tiene la menor importancia porque dentro de muy poco, si es verdad lo que los curas nos han enseñado, van a poder oírselo decir a él en persona.

– No diga estupideces, mi hijo está muerto -ladró el hombre.

Mi compañero no respondió sino que se limitó a sacar de uno de los bolsillos de su gabán un arma que, por lo que pude adivinar, no era la reglamentaria. Del otro bolsillo sacó un grueso pañuelo y cuidadosamente lo acercó al cañón de la pistola. Luego, sin que nos diera tiempo a reaccionar a ninguno de los presentes, apretó dos veces el gatillo y los cuerpos de los dos ancianos cayeron al suelo, desvencijados, como dos espantapájaros a los que se les hubiera arrancado la base de cuajo.

– Están muertos -afirmé más que pregunté.

– Sí que lo están -respondió-. Julián Sánchez es un profesional de los pies a la cabeza, tanto para lo bueno como para lo malo. ¿De verdad te crees, pipiólo, que si les dejamos vivitos y coleando no hubieran dado parte de lo sucedido? Si piensas eso es que eres tonto del culo.

– Supongo que tienes razón -contesté convencido de que la tenía-. Bueno, a lo hecho pecho, ¿qué hacemos ahora?

– Así me gusta -contestó Julián-, con los cojones bien puestos, porque ahora los vas a necesitar más que nunca. ¿Te atreves a quedarte con los cadáveres a solas un rato?

– Naturalmente -contesté, aunque en el ínterin no me hacía la menor gracia lo que estaba escuchando-, los muertos no hacen daño, es de los vivos de quienes uno debe cuidarse.

– Ése es mi chico -tronó Julián haciendo simultáneamente ostensibles gestos-, con un par de huevos, como debe ser. Bueno, pues te dejo a cargo de todo, no tardaré en venir.

Julián no mentía, la espera no fue demasiado larga pero allí quieto, mirando a los dos cadáveres, me pareció toda una eternidad. Además, aunque Julián había sido el asesino, me sentía tan responsable como él de ambos crímenes. Cierto que no era yo quien había disparado, ni siquiera sabía lo que iba a ocurrir ni conocía los designios de mi compañero, pero era también igualmente cierto que cuando accedí a recuperar en nuestro exclusivo beneficio el producto de los delitos de Loperena yo también me había colocado en el lado contrario de la ley. Y si admitía esto no me quedaba más remedio que admitir que lo hecho por mi compañero era lo más lógico. No podíamos dejar vivir a unos testigos molestos.

Mientras hacía esas elucubraciones el sonido de una bocina rompió mi ensimismamiento. Julián acababa de hacer la señal que habíamos convenido antes de que saliera y, feliz por abandonar el improvisado velatorio, acudí raudo a abrirle la puerta. Mi sorpresa fue mayúscula cuando junto a mi compañero vi a Pepe Enciso, un chorizo de poca monta que tiempo atrás se había reciclado y había pasado a ser uno de los más conocidos peristas de Madrid.

Antes de que yo pudiera mostrar sorpresa o malestar Julián me guiñó un ojo, en un claro intento de tranquilizarme, y empezó a hablar, quizá para evitar que fuera yo quien tomara la palabra.

– Como verás, Emilio, apenas he tardado prácticamente; nada y como te prometí traigo a nuestro buen amigo Pepe para que colabore cono nosotros en este negocio.

Yo no acababa muy bien de entender qué pintaba Pepe Enciso -don José Manuel Enciso y Costa, compraventa de antigüedades y joyería, según rezaba ampulosamente en las tarjetas de visita que había distribuido por todo Madrid- en lo que Julián había denominado negocio. Pepe era un conocido perista, pero no de los más solventes y, desde luego, si mi compañero le había elegido para proceder a la colocación de las joyas, su autoproclamada profesionalidad iba a quedar muy malparada. En mi opinión no tenía capacidad ni envergadura suficientes para hacerse cargo del asunto; no obstante decidí seguir el juego de mi compañero y me abstuve de pronunciar ningún comentario hostil.

– Bueno, Julián -dijo campechanamente Pepe-, ¿dónde está la mercancía que me quieres enseñar? Soy un hombre muy ocupado y no tengo todo el tiempo del mundo. He accedido a acompañarte hasta aquí como un favor personal, ya lo sabes, pero me gustaría acabar cuanto antes.

– Tranquilo, que en seguida la verás, y te vuelvo a asegurar que merece la pena. Está en la planta de arriba, así que no perdamos más tiempo y subamos a la escena del crimen -finalizó riéndose.

Al oír esas palabras hice un leve gesto con las cejas dirigido a Julián. ¿De verdad quería entrar con Pepe Enciso en la habitación del difunto Loperena? ¿Acaso se había olvidado de que, además del tesoro escondido, yacían allí los cadáveres de los dos ancianos? Pero Julián, sin hacer caso a mi silenciosa admonición, se encaminó hacia las escaleras, seguido a corta distancia por Pepe Enciso y, en último lugar, por un resignado y dubitativo Emilio Vázquez.

Cuando el chillido emitido por la garganta de Pepe llegó a mis oídos comprendí que acababa de descubrir los cuerpos ensangrentados de nuestras víctimas y, poco después, pude escuchar como un histérico perista decía a voz en grito que él se iba de allí, que no quería saber nada de aquel negocio.

– No seas pusilánime, hombre -oí decir a Julián-, ¿estás ante el negocio de tu vida y te vas a echar atrás? Tonto serías. Ten en cuenta que no se puede hacer una tortilla sin antes cascar los huevos. Y cuando veas la tortilla que nos vamos a comer seguro que tus escrúpulos desaparecen como por ensalmo. Emilio -añadió al verme entrar en la habitación-, muestra a nuestro buen amigo Pepe la mercancía.


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