Le dije mi nombre. Rodney me preguntó si era español. Le dije que sí.
– Nunca he estado en España -declaró-, Pero algún día me gustaría conocerla. ¿Has leído a Hemmgway?
Yo apenas había leído a Hemingway, o lo había leído de cualquier manera, y mi concepto del escritor norteamericano cabía en una instantánea lamentable protagonizada por un viejo acabado, chulesco y alcohólico, amigo de bailaoras y de toreros, que divulgaba en sus obras pasadas de moda una imagen de postal turística amasada con los estereotipos más rancios e insoportables de España.
– Sí -contesté, aliviado por aquel atisbo de conversación literaria y, como debí de ver otra magnífica oportunidad de dejar bien clara entre mis compañeros de facultad mi insobornable vocación cosmopolita, que ya había creído pregonar con mi comentario homófobo sobre el cine de Almodóvar, añadí-: Francamente, me parece una mierda.
La reacción de mi flamante compañero de despacho fue más expeditiva que la que noches atrás habían tenido Vieri y Solaún: sin un gesto de desaprobación o aquiescencia, como si yo hubiera desaparecido de pronto de su vista, Rodney dio media vuelta y me dejó con la palabra en la boca; luego volvió a sentarse, volvió a coger su libro, volvió a enfrascarse en él.
Aquella mañana no hubo más y, si descontamos la sorpresa o el pánico inicial y a Ernest Hemingway, el ritual de los días que siguieron vino a ser más o menos idéntico. A pesar de que yo siempre llegaba al despacho apenas abrían el Foreign Languages Building, Rodney siempre se me adelantaba y, después de un saludo de compromiso que en el caso de mi compañero era más bien un mugido, se nos iba la mañana yendo y viniendo de las aulas, y también sentado cada uno ante su escritorio, leyendo o preparando clases (Rodney sobre todo leyendo y yo sobre todo preparando clases), pero siempre encerrados a cal y canto en un mutismo que sólo traté tímidamente de romper en un par de ocasiones, hasta que comprendí que Rodney no tenía el mínimo interés en hablar conmigo. Fue en esos días cuando, espiándolo a hurtadillas desde mi escritorio o por los pasillos del departamento, empecé a familiarizarme con su presencia. A primera vista Rodney tenía el aspecto cándido, pasota y anacrónico de esos hippíes de los años sesenta que no habían querido o podido o sabido adaptarse al alegre cinismo de los ochenta, como si de grado o por fuerza hubiesen sido arrinconados en una cuneta para no perturbar el tráfico triunfante de la historia. Sin embargo, su indumentaria no desentonaba con el igualitarismo informal que reinaba en la universidad: siempre vestía zapatillas de deporte, téjanos gastados y holgadas camisas a cuadros, aunque en invierno -en el invierno polar de Urbana-cambiaba las zapatillas por unas botas militares y se abrigaba con gruesos jerséis de lana, un chaquetón de cuero y un gorro de piel. Era alto, corpulento, ligeramente desgarbado; caminaba con la vista siempre fija en el suelo y como a trompicones, escorado a la derecha, con un hombro más elevado que el otro, cosa que dotaba a su paso de una inestabilidad bamboleante de paquidermo a punto de desmoronarse. Tenía el pelo largo, espeso y rubicundo, y una cara recia y ancha, de piel levemente rojiza y facciones como esculpidas en el cráneo: la barbilla dura, los pómulos prominentes, la nariz escarpada y la boca burlona o despectiva, que al abrirse mostraba una doble hilera de dientes desiguales, de color casi ocre, bastante deteriorados. Padecía de fotofobia en uno de sus ojos, lo que le obligaba a protegerlo del contacto con el sol cegándolo con un parche de tela negra sujeto con una cinta a la cabeza, un pegote que le infundía un aire de ex combatiente no desmentido por su andar trompicado ni por su averiada figura. Sin duda a causa de esa lesión ocular sus ojos no parecían a simple vista del mismo color, aunque si uno se fijaba advertía que simplemente uno era de un marrón más claro, casi meloso, y el otro de un marrón más oscuro, casi negro. Por lo demás, también advertí enseguida que Rodney no tenía amigos en el departamento y que, salvo con Dan Gleylock -un viejo profesor de literatura germánica en cuyo despacho le vi alguna vez conversando con un café en la mano-, con el resto de los miembros de la facultad mantenía una relación que ni siquiera alcanzaba el rango de esa cordialidad superficial que la educación impone.
Nada permitía presagiar que mi caso iba a ser distinto. De hecho, es casi seguro que la relación entre Rodney y yo nunca hubiera superado el estadio de autismo en que mutuamente nos confinamos durante los días iniciales del curso sin la involuntaria colaboración de John Borgheson. El primer viernes tras el inicio de las clases Borgheson me invitó a comer con un profesor italiano, joven y con un aire lánguido de dandi, llamado Giuseppe Rota, quien durante aquel semestre se hallaba de visita en la universidad. La comida tuvo dos partes. Durante la primera Rota habló sin cesar, mientras que Borgheson permaneció sumido en un silencio meditativo o embarazado; durante la segunda cambiaron las tornas -Borgheson habló y Rota permaneció en silencio, como si lo que allí se ventilaba no le concerniese del todo-, y sólo entonces comprendí el propósito de la invitación. Borgheson explicó que Rota había sido contratado por la universidad para impartir un curso de iniciación a la literatura catalana; hasta aquel momento, sin embargo, sólo se habían matriculado en él tres personas, lo que suponía un grave contratiempo ya que las normas de la universidad obligaban al departamento a cancelar aquellos cursos en los que no se hubiese inscrito un mínimo de cuatro alumnos. Llegado a este punto, el tono del discurso de Borgheson dejó de ser expositivo para volverse vehemente, como s¡ tratara de enmascarar con el énfasis que invertía en él la vergüenza que le daba pronunciarlo. Porque lo que Borgheson me rogó con la anuencia silenciosa de Rota -y después de curarse en salud y tratar de halagar de paso mi vanidad con el argumento de que, dado mi conocimiento de la materia y el obligado nivel elemental del curso, éste no podía resultarme demasiado provechoso- fue que me matriculara en él, con el sobreentendido de que consideraría este pequeño sacrificio mío como un favor personal y también de que el curso no me supondría otro esfuerzo que el de asistir a las clases. Por supuesto, accedí de inmediato a la petición de Borgheson, encantado de devolverle parte de los favores que él me había hecho a mí, pero lo que en modo alguno podía prever -ni Borgheson podía adelantarme- era lo que iba a depararme aquella decisión trivial.
Empecé a sospecharlo el martes de la semana siguiente, cuando a última hora de la tarde entré en el aula donde iba a celebrarse la primera clase de literatura catalana y vi sentados en torno a una mesa a mis tres inminentes compañeros de curso. Uno era un tipo de aire patibulario, vestido de negro riguroso, con el pelo teñido de rojo y peinado a lo punk; el otro era un chino pequeño, enjuto y movedizo; el tercero era Rodney. Los tres me miraban sonrientes y en silencio y, después de asegurarme de que no me había equivocado de clase, los saludé y me senté; un momento después apareció Rota y empezó la clase. Lo de empezar es un decir. En realidad, aquella clase no acabó de empezar nunca, sencillamente porque era una clase impracticable. La razón es que, según comprobamos de inmediato con asombro, no había una lengua común a todos los que asistíamos a ella: Rota, que hablaba bien el castellano y el catalán, no hablaba, en cambio, ni una sola palabra de inglés, y el americano patibulario, que se apresuró a informarnos-de que quería aprender catalán porque estudiaba filología románica, sólo chapurreaba el francés, igual que Rodney, que además conocía el castellano; en cuanto al chino, que se llamaba Wong y estudiaba dirección en la escuela de arte dramático, además de chino sólo sabía inglés (mucho más tarde supe que su deseo de aprender catalán obedecía al hecho de que tenía un novio catalán). No nos costó mucho tiempo comprender que, dadas las circunstancias, yo era el único instrumento posible de comunicación entre los miembros de aquella improvisada asamblea ecuménica, así que, después de que Rota, sudando y descompuesto, tratara en vano de hacerse entender por todos los medios a su alcance, incluidas las señas, me ofrecí a traducir sus palabras del catalán al inglés, que era la única lengua que todos los interesados entendían, excepto el propio Rota. Además de ridículo, el procedimiento era de una morosidad exasperante, aunque, mal que mal, nos permitió capear no sólo aquella clase introductoria, sino, por increíble que parezca, el semestre entero, es verdad que no sin grandes dosis de generosa hipocresía y de sonrisas por parte de todo el mundo. Pero, como es natural, aquel primer día salimos todos deprimidos y atónitos, de forma que al principio sólo pude interpretar como un sarcasmo el comentario que formuló Rodney cuando, después de abandonar juntos el aula y de recorrer en silencio el hall del Foreígn Languages Building, estábamos a punto de separarnos a la puerta del edificio.
– Nunca había aprendido tantas cosas en una sola clase -fue el comentario de Rodney. Ya digo: primero pensé que bromeaba; luego pensé que no se refería a lo que yo creía que se refería y le miré a los ojos y pensé que no bromeaba; luego volví a pensar que bromeaba y luego ya no supe qué pensar. Rodney añadió-: No sabía que hablabas catalán.
– Vivo en Cataluña.
– ¿Todo el mundo que vive en Cataluña habla catalán?
– Todo el mundo no.
Rodney se detuvo, me miró con una mezcla de interés y recelo, preguntó:
– ¿Has leído a Mercé Rodoreda?
Dije que sí.
– ¿Te gusta?
Como ya había aprendido la lección y quería llevarme bien con mi compañero de despacho, dije que sí. Rodney hizo un gesto extraño, que no supe cómo interpretar, y por un momento pensé en Almodóvar y en Hemingway y pensé que había vuelto a equivocarme, que quizá los admiradores de Hemingway sólo podían detestar a Rodoreda igual que los admiradores de Rodoreda sólo podían detestar a Hemingway. Antes de que yo matizara o retirara la mentira que acababa de infligirle Rodney me tranquilizó.
– A mí me encanta -dijo-. La he leído en traducción castellana, claro, pero quiero aprender catalán para leerla en el original.
– Pues has ido a parar al lugar adecuado -se me escapó.
– ¿Cómo dices?
– Nada.
Ya iba a despedirme cuando inesperadamente Rodney dijo:
– ¿Te apetece una cocacola?
Fuimos a Treno's, una taberna situada en la esquina de Goodwin y West Oregon, a medio camino entre mi casa y la facultad. Era un local atendido por estudiantes, de mesas de madera y paredes forradas también de madera, con una gran chimenea apagada y un gran ventanal que daba a Goodwin. Nos sentamos junto a la chimenea y pedimos una cocacola para Rodney, una cerveza para mí y un cuenco de palomitas para los dos. Conversamos. Rodney me contó que vivía en Rantoul, una pequeña ciudad próxima a Urbana, y que aquél era el tercer año que daba clase de español en la universidad.