– Me gusta -añadió.

– ¿De veras? -pregunté.

– Sí -contestó-. Me gusta dar clase, me gustan los compañeros del departamento, me gusta la universidad. -Debió de ver algo raro en mi cara, porque inquirió-: ¿Te sorprende?

– No -mentí.

Rodney me dio fuego con un Zippo y mientras encendía el cigarrillo me fijé en el mechero: era viejo y debía de haber sido plateado, pero ahora era de un amarillo herrumbroso; en la parte superior, en letras mayúsculas, figuraba la palabra Vietnam, y debajo unos números (68-69) y dos palabras: Chu Lai; en la parte inferior había un perro sentado y sonriente y debajo de él una frase: «Fuck it. I got my orders». Rodney notó que mi mirada se detenía en el mechero, porque dijo mientras se lo guardaba:

– Es todo lo bueno que me traje de esa guerra de mierda.

Iba a pedirle que me hablara de Vietnam cuando bruscamente me urgió a que le hablara de mí. Lo hice. Le hablé, creo, de Gerona, de Barcelona, de mis primeras impresiones de Urbana, y él me interrumpió para preguntarme cómo es que había ido a parar allí. Esta vez no le mentí, pero tampoco le dije la verdad; no, por lo menos, toda la verdad.

– Urbana es un buen lugar para vivir -sentenció Rodney cuando acabé de hablar; luego, misteriosamente, añadió-: Es como nada-

Le pregunté qué significaba eso.

– Significa que es un buen lugar para trabajar -dijo por toda respuesta.

Mientras yo pensaba en las razones que me había dado Marcelo Cuartero para que me marchase a Urbana, Rodney se puso a hablar de Mercé Rodoreda. Había leído dos de sus novelas (La piafa del Diamant y Mirall trencat); yo sólo había leído la segunda de ellas, pero le aseguré con aplomo de lector infalible que las dos que él había leído eran las mejores que Rodoreda había escrito. Entonces Rodney me hizo una propuesta: me dijo que cada martes y cada jueves, después de la clase de Rota (o después de la clase de Rota traducida por mí), podíamos acudir a Treno's para que yo le enseñara a hablar catalán; a cambio estaba dispuesto a pagarme lo que conviniéramos. Lo dijo en tono muy serio, pero extrañamente me sentí como si acabara de contarme un chiste un poco macabro que yo no había sabido descifrar o (más extrañamente aún) como si estuviera retándome en duelo. Yo aún no podía saber que ése era el tono habitual de Rodney, de modo que, aunque ni siquiera estaba seguro de poder enseñarle catalán a alguien, menos por orgullo que por curiosidad contesté:

– Me conformo con que me pagues las cervezas.

Fue así como Rodney y yo nos hicimos amigos. Aquel mismo jueves volvimos a Treno's, y a partir de la semana siguiente, tal y como habíamos acordado, nos reunimos allí cada martes y cada jueves, al terminar la clase oficial de catalán. Llegábamos poco después de las seis, nos sentábamos a la mesa junto a la chimenea, pedíamos cocacola (para él), cerveza (para mí) y palomitas (para los dos) y empezábamos a charlar hasta que a eso de las nueve se cerraba el local. Sobre todo durante los primeros días, tratábamos de dedicar el mayor tiempo posible a que Rodney se instruyera en los rudimentos del catalán, pero poco a poco la desidia o el aburrimiento nos fueron venciendo y el deber del aprendizaje cedió el paso al placer de la conversación. No es que no habláramos también en los ratos libres que teníamos en el despacho, pero lo hacíamos de forma discontinua o distraída, entre el trajín de otras ocupaciones, como si aquél fuese un lugar inadecuado para prolongar las conversaciones de Treno's; al menos puede que así lo entendiese Rodney; o puede que por algún motivo quisiera evitar que en el departamento supiesen de nuestra amistad. El caso es que apenas empecé a tratarlo fuera del despacho intuí que, pese a que los dos compartieran el mismo físico maltrecho y el mismo aire de extravío, como si acabaran de despertarse y aún les velara los ojos la telaraña del sueño, había una discrepancia fundamental, aunque para mí indefinible, entre el Rodney que yo conocía y el que conocían mis compañeros del departamento, pero lo que en aquel momento yo no podía intuir de ninguna manera es que esa discrepancia estaba vinculada a la esencia misma de la personalidad de Rodney, a un centro neurálgico que él mantenía oculto y al que por entonces nadie -en cierto sentido ni siquiera él mismo-tenía acceso.

No guardo una memoria fiel de aquellas tardes de Treno's, pero algunos recuerdos de ellas son sumamente vividos. Recuerdo, por ejemplo, la atmósfera cada vez más cargada del bar a medida que la noche avanzaba y el local se iba llenando de estudiantes que leían o escribían o conversaban. Recuerdo la cara joven, redonda y sonriente de una camarera que solía atendernos, y una mala copia de un retrato de Modigliani que pendía de una pared, justo a la derecha de la barra. Recuerdo a Rodney alisándose de vez en cuando el pelo en desorden y retrepándose con incomodidad en su silla y estirando hacia la chimenea las piernas que apenas le cabían bajo la mesa. Recuerdo!a música que sonaba por los altavoces, muy tenue, casi como un eco distorsionado de otra música, y recuerdo que esa música me hacía sentir como si no estuviese en un bar de una ciudad del Medio Oeste a finales de los años ochenta, sino a finales de los setenta en un bar de Gerona, porque era la música de los bares de mi adolescencia en Gerona (cosas como Led Zeppelin, como ZZ Top, como Frank Zappa). Recuerdo muy bien un detalle curioso: la última canción que ponían cada noche, como un discreto aviso a los habituales de que el bar iba a cerrar, era It's alright, ma (I'm only bleeding), una vieja canción de Bob Dylan que a Rodney le encantaba porque, igual que a mí ZZ Top me devolvía el desconsuelo sin horizonte de mi adolescencia, a él le devolvía el júbilo hippy de su juventud, se lo devolvía aunque fuera una canción tristísima que hablaba de palabras desilusionadas que ladran como balas y de cementerios abarrotados de dioses falsos y de gente solitaria que llora y tiene miedo y vive en un pozo sabiendo que todo es mentira y que ha entendido demasiado pronto que no merece la pena tratar de entender, le devolvía aquel júbilo quizá porque contiene un verso que yo tampoco he sabido olvidar: «Quien no está ocupado en vivir está ocupado en morir». Recuerdo también otras cosas. Recuerdo que Rodney hablaba con una extraña pasión helada, fumando sin tregua y gesticulando mucho y animado por una especie de euforia permanente, y que aunque nunca (o casi nunca) se reía, nunca daba la impresión de hablar del todo en seno. Recuerdo que nunca (o casi nunca) hablábamos de la universidad y que, pese a que Rodney nunca (o casi nunca) hablaba de cosas personales, nunca (o casi nunca) daba la impresión de hablar más que de sí mismo, y estoy seguro de que ni una sola vez le oí mencionar la palabra Vietnam. En más de una ocasión, en cambio, hablamos de política; o, más exactamente, fue Rodney quien habló de política. Pero no fue sino bien entrado el otoño cuando comprendí que, si no hablábamos más a menudo de política, no era porque ésta no le interesase a Rodney, sino porque yo no entendía absolutamente nada de política (y mucho menos de política norteamericana, que para Rodney era la única real, o por lo menos la única relevante), lo cual, dicho sea en honor a la verdad, tampoco parecía importarle demasiado a mi amigo, quien en todas las ocasiones en que abordó el asunto me dio la impresión de hablar más para sí mismo o para un interlocutor abstracto que para mí, diríase que urgido por una especie de impulso furioso de desahogo, por una vehemencia resentida y sin esperanza contra los políticos de su país -a los que consideraba sin excepciones un hatajo de mentirosos y filibusteros-, contra las grandes corporaciones económicas que detentaban el verdadero poder político y contra los medios de comunicación que según él propagaban con impunidad las mentiras de los políticos y las corporaciones. Pero lo que sobre todo recuerdo de aquellas tardes de Treno's es que casi sólo hablábamos de libros. Naturalmente, puede que exagere, puede que no sea verdad y que el futuro altere el pasado y que los hechos posteriores distorsionen mí memoria y que en Treno's Rodney y yo no hablásemos casi sólo de libros, pero lo que yo recuerdo es que casi sólo hablábamos de libros; de lo que en cualquier caso sí estoy seguro es de que muy pronto comprendí que Rodney era el amigo más culto que había tenido nunca. Aunque por algún motivo tardé todavía algún tiempo en confesarle que quería ser escritor y que allí en Urbana había empezado a escribir una novela, desde el principio le hablé de los narradores norteamericanos que por entonces leía: de Saúl Bellow, de Philip Roth, de Bemard Malamud, de John Updike, de Flannery O'Connor. Para mi sorpresa (para mi alegría también), Rodney los había leído a todos; aclaro que no es que él dijera que los había leído, sino que, por los comentarios con que frenaba o alimentaba mi entusiasmo kamikaze (con más frecuencia lo primero que lo segundo), yo notaba que los había leído. Sin duda fue a Rodney a quien por primera vez oí mencionar, en aquellas tardes de Treno's, a algunos de los escritores que luego he asociado siempre a Urbana: a Stanley Elkin, a Donald Barthelme, a Robert Coover, a John Hawkes, a William Gaddis, a Richard Brautigan, a Harry Mathews. También hablamos alguna vez de Rodoreda, que antes de las clases imposibles de Rota era el único autor catalán que mi amigo conocía, así como de ciertos escritores latinoamericanos que apreciaba; y creo que en más de una ocasión Rodney mostró o fingió algún interés por la literatura española, aunque enseguida me di cuenta de que, a diferencia de los discípulos de Borgheson, la conocía poco y le gustaba menos. Lo que de verdad le gustaba a Rodney, lo que le apasionaba, era la vieja literatura norteamericana. Mi ignorancia al respecto era absoluta, de modo que todavía tardé algún tiempo en comprender que, como los de cualquier buen lector, en esta materia los gustos y opiniones de Rodney estaban saturados de prejuicios; el hecho es que eran inequívocos: adoraba a Thoreau, a Emerson, a Hawthorne y a Twain, consideraba a Trollope una estafa, a Poe un autor menor, a Melville un moralista de una solemnidad insoportable y a James un narrador artificioso, esnob y sobrevalorado; respetaba a Faulkner y a Thomas Wolfe, y consideraba que no había en todo el siglo un autor con más talento que Scott Fitzgerald, pero sólo Hemingway, precisamente Hemingway, era objeto de su devoción incondicional. Incondicional, pero no acrítica: yo le oí muchas veces burlarse de los errores, banalidades, cursilerías y limitaciones que aquejaban a las novelas de Hemingway, pero, gracias a un quiebro inesperado de la argumentación que era como un pase de magia, esas torpezas siempre acababan convirtiéndose a ojos de Rodney en condimentos indispensables de su grandeza. «Mucha gente ha escrito mejores novelas que Hemingway», me dijo la primera vez que hablamos de él, como si hubiera olvidado la opinión analfabeta que emití el día en que nos conocimos. «Pero nadie ha escrito mejores cuentos que Hemingway y nadie es capaz de superar una página de Hemingway. Además», concluyó sin una sonrisa, antes de que yo acabara de ruborizarme, «si te fijas bien es muy útil como detector de idiotas: a los idiotas nunca les gusta Hemingway.» Aunque tal vez lo fuera, no me tomé esta última frase como una alusión personal; no me enfadé, aunque hubiera podido hacerlo. Pero, al margen de que tuviera razón o no la tuviera, con el tiempo he acabado pensando que, antes que un escritor admirado, Hemingway fue para Rodney un símbolo oscuro o radiante cuyo alcance ni siquiera él mismo podía precisar del todo.


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