– No espere noticias mías ni de mis colaboradores durante algún tiempo -le había advertido el joven McLoughlin-. Nuestro paradero siempre será confidencial. Tenemos que trabajar en secreto. Eso lo aprendí hace mucho. De otra manera, las grandes camarillas de negocios, y sus títeres en diversas ramas del gobierno, tendrían a sus gorilas encima de nosotros, anticipándosenos y desbaratando nuestros planes. Yo solía creer que tal actividad de Estado policíaco era imposible en un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Pensaba que lo que se hablaba de vejámenes semejantes era pura paranoia juvenil e insensatez melodramática. Pero no es así. Cuando al lucro se le convierte en sinónimo de patriotismo, cualquier medio parece justificado para preservar ese lucro. Maldito sea el público… en nombre del público. Así que, para proteger al público, para exponer las mentiras y los fraudes, tenemos que operar como las guerrillas. Cuando menos por ahora. Una vez que, a través de usted, podamos salir a lo abierto, los métodos honestos y la gente prevalecerán, y tendremos todo el apoyo y la seguridad que necesitamos. Estaré en contacto con usted, señor Randall… o lo intentaré. Pero de todos modos, esté preparado para nuestra marcha avante; con su ayuda, se hará en seis o siete meses, como por noviembre o diciembre. Eso es definitivo.
– De acuerdo -respondió Randall, de verdad emocionado-. En seis o siete meses vuelva conmigo. Estaré listo y esperando, y nos lanzaremos.
– Estaremos dependiendo de usted, señor Randall -había dicho McLoughlin desde la puerta.
El período de espera para la cuenta del Instituto Raker recién se había iniciado, cuando un prospecto de cambio mucho más radical le vino a caer del cielo a Randall. Cosmos Enterprises, el consorcio internacional multimillonario, presidido por Ogden Towery III, había irrumpido en su vida. Como un imán colosal, Cosmos Enterprises peinaba los Estados Unidos y el mundo entero, atrayendo y absorbiendo negociaciones exitosas y relativamente pequeñas para incrementar su programa de diversificación. Buscando puntos de invasión en el ramo de las comunicaciones, el equipo de Towery había visto en Randall y Asociados a una prometedora firma de relaciones públicas. Se habían entablado pláticas preliminares entre los abogados de ambas partes. Las negociaciones marchaban sin tropiezos. Todo lo que faltaba, antes de redactar los papeles para revisión y firma, era una entrevista entre Towery y Randall.
Esa misma mañana, temprano, Towery se había presentado en Randall y Asociados y había inspeccionado las instalaciones junto con sus ayudantes. Finalmente, tuvo una junta con Randall, a puerta cerrada, a solas, frente a frente, en su oficina con mobiliario Hepplewhite del siglo xviii.
El inaccesible Towery, una leyenda en los círculos financieros, tenía el aspecto espigado de un ranchero próspero. El hombre, oriundo de Oklahoma, puso su sombrero Stetson sobre su regazo al tiempo que tomaba asiento en la silla tapizada de cuero. Habló con voz vigorosa, como quien está acostumbrado a ser escuchado.
Randall había escuchado, porque veía en su visitante al ángel de la libertad. Por la gracia de este multimillonario, Randall podría realizar en pocos años su largamente acariciada fantasía; aquel paraíso, aquella felicidad con árboles verdes, sin teléfono, con una máquina de escribir manual y con seguridad para el resto de su vida.
Fue hacia el final del monólogo de Towery cuando sucedió lo único malo… algo verdaderamente horrendo.
Towery le había estado recordando a Randall que, aunque Cosmos Enterprises sería la propietaria de su firma, él estaría aún completamente a cargo de la compañía bajo un contrato de administración por cinco años. A la expiración del convenio, Randall tendría el derecho a optar por quedarse o irse con el suficiente dinero extra en efectivo y con acciones de la empresa, lo que le haría rico e independiente.
– Éste seguirá siendo su negocio mientras permanezca usted con nosotros, señor Randall -estaba diciéndole Towery-. Así que continuará manejándolo como lo ha hecho hasta ahora. No tendría sentido que nosotros interfiriésemos en una operación exitosa. Mi política, en cualquier firma que incorporo a mi grupo, es la de mantener siempre las manos fuera.
En ese instante, Randall cesó de escuchar. Una sospecha le había asaltado, y decidió poner a prueba al ángel de la libertad.
– Aprecio su actitud, señor Towery -Je dijo-. Lo que entiendo que está diciéndome es que mi oficina puede tomar sus propias decisiones acerca de las cuentas que aceptará y los clientes que manejará, sin supervisión alguna de Cosmos.
– Absolutamente. Hemos visto sus contratos, su lista de clientes. Si no los aprobáramos, no estaría yo aquí.
– Bueno, no todos los clientes están en los archivos que usted ha visto, señor Towery. Hay algunos nuevos que no han sido formalizados todavía. Tan sólo quiero estar seguro de que usted va a dejarnos promover a quienquiera que deseemos.
– Desde luego. ¿Por qué no? -replicó Towery. En eso, una de sus cejas bronceadas se arqueó lentamente-. ¿Por qué se imagina usted que nos atañería?
– Es que algunas veces nos encargamos de clientes que pudieran considerarse como contenciosos. Y me preguntaba yo…
– ¿Como cuál? -interrumpió con presteza-. ¿Qué clase de cuentas?
– Hace unas dos semanas hice un convenio verbal con Jim McLoughlin, para encargarme del primer informe del Instituto Raker.
Towery se enderezó, recto como una vara. Era muy alto, aun sentado. Su rostro pareció de repente estar esculpido en piedra y bronce.
– ¿Jim McLoughlin? -exclamó Towery como si estuviera soltando una obscenidad.
– Y su… y el Instituto Raker.
Towery se puso en pie.
– Ese montón de anarquistas comunistas -dijo bruscamente-. Ese McLoughlin. A él se la está pasando Moscú, usted ya lo sabe. O tal vez no lo sabía…
– No fue ésa mi impresión.
– Escúcheme, Randall, yo sí sé. Esos radicales… ni para mearme encima de ellos. No merecen estar en un país como éste. En el momento mismo en que empiecen a fomentar problemas, los vamos a botar de aquí. Se lo prometo a usted. -Miró de soslayo a Randall y, al momento, una fina, apenas esbozada sonrisa cruzó su rostro-. Es que usted no tiene la información que nosotros tenemos, Randall; por eso comprendo que le estén tomando el pelo. Ahora que lo he puesto al tanto de los hechos, ya no tendrá que ensuciarse levantando semejante escoria.
Towery, haciendo una pausa para examinar a Randall, observó su afligida reacción. Al instante, abandonando su actitud de ataque, Towery se tornó aplacador.
– No se preocupe. Sigo en lo prometido. Nada de interferencias en su negocio…, salvo cuando descubramos a alguien tratando de subvertirlo a usted, y a Cosmos de paso. Estoy seguro de que el problema no volverá a presentarse. -Le extendió su enorme mano. -¿De acuerdo, señor Randall? Por lo que a mí concierne, usted ya es parte de la familia. A partir de aquí nuestros abogados pueden encargarse del asunto. Deberemos tener todo firmado y sellado en ocho semanas. Para esa fecha quiero que cene conmigo. -Le guiñó un ojo-. Usted va a ser un hombre rico, señor Randall; rico e independiente. Yo creo en la diseminación del dinero. Lo felicito.
Así había sido, y al volver a sentarse, ya a solas, en su silla giratoria de alto respaldo, Steven Randall comprendió que nunca hubo alternativa. Adiós, Jim McLoughlin y Raker. Hola, Ogden Towery y Cosmos. Ni la más remota alternativa. Cuando uno tiene treinta y ocho años, y se siente de setenta y ocho, ya no juega en la «liga de la honestidad», al precio de dejar pasar la única ocasión de la gran oportunidad. Y sólo hay una gran oportunidad: libertad con dinero.
Había sido un mal momento, uno de los peores de su vida, y le había quedado un nauseabundo sabor en su garganta. Fue a su baño privado y vomitó, y luego se dijo a sí mismo que había sido algo que había desayunado. Estaba de vuelta en su escritorio sin sentirse mejor, cuando Wanda le llamó por el interfono para informarle que Clare le llamaba de larga distancia desde Oak City.