Fue entonces cuando se enteró de que su padre acababa de sufrir un ataque de gravedad, que iba camino al hospital y nadie sabía si viviría.
En las horas que siguieron, el día se había vuelto un caleidoscopio de vertiginosa actividad; de citas a cancelar, de solicitud de reservas, de cosas personales a poner en orden, de informar a Darlene y a Joe Hawkins y a Thad Crawford de lo que había sucedido, de innumerables telefonemas a Oak City, y de irse apresuradamente al Aeropuerto John F. Kennedy.
Y ahora se daba cuenta de que era de noche en Wisconsin, y él estaba en Oak City, y su hermana le había lanzado una mirada.
– ¿Venías durmiendo? -le preguntó ella.
– No -respondió Randall.
– Allí está el hospital -dijo Clare, señalándoselo-. No puedo decirte cuánto he estado rezando por papá.
Randall se incorporó para sentarse bien, mientras Clare introducía el auto al atestado estacionamiento que se estrechaba a lo largo del costado del «Hospital Good Samaritan» de Oak City.
Una vez que Clare hubo hallado lugar y acomodado el auto, Randall descendió e hizo movimientos para dar descanso a los tensos músculos de sus hombros. Aguardando tras el vehículo, Randall no se dio cuenta, hasta entonces, de que se trataba de un flamante sedán «Lincoln Continental» recién estrenado.
Cuando Clare se le reunió, Randall señaló el «Lincoln» con un gesto.
– Un señor coche, hermanita. ¿Cómo lo haces, con un sueldo de secretaria?
Un ceño ensombreció la cara amplia, brillante de Clare.
– Me lo dio Wayne, si te empeñas en saberlo.
– Un señor jefe. Espero que su esposa sea siquiera la mitad de generosa… con los amigos de su marido.
Clare le lanzó una mirada furibunda.
– Viniendo de ti, eso es para reírse.
Ella abrió la marcha a buen paso por la calzada circular que llevaba, entre hileras flanqueantes de robles, a la entrada del hospital; y Randall, lamentándose de haber arrojado una piedra hasta su casa de cristal, la siguió lentamente.
Había estado en el cuarto privado al que había sido trasladado su padre desde el pabellón de cuidados intensivos, haría casi una hora. Había permanecido sentado en una silla recta, bajo el entrepaño donde había un televisor desconectado y una enmarcada reproducción de Cristo en sepia, de cara a la cama de metal. Para entonces, casi vacío de emoción, con las piernas cruzadas, sintió que se le estaba durmiendo la derecha. Las descruzó. Estaba empezando a sentirse inquieto, y ya le urgía fumar.
Haciendo un esfuerzo, Randall trató de involucrarse en la actividad que había en torno al lecho de su padre. Pero, como si estuviera hipnotizado, su mirada estaba fija en la tienda de oxígeno y en el bulto que yacía envuelto en un cobertor, dentro de la tienda.
Lo peor de esa experiencia fue la primera ojeada a su padre. Había entrado al cuarto llevando consigo la imagen de cómo lo había visto la última vez. Su padre, el reverendo Nathan Randall, todavía a los setenta años, tenía una figura imponente. A los ojos de su hijo, evocaba nada menos que uno de esos patriarcas magníficos que pudieran haber sido tomados del Éxodo o del Deuteronomio. Igual que Moisés a su avanzada edad, «no era débil su vista, ni había menguado su fuerza natural». Su ralo cabello blanco cubría gran parte de la cúpula de su frente, y su alargada, franca faz, de perpetuo perdón, tenía apacibles ojos azules y rasgos regulares, exceptuando la nariz un tanto aguzada. Randall nunca había visto el rostro de su padre sin las profundas arrugas que ahora le marcaban, pero que sólo acrecentaba una apariencia autoritaria que no correspondía a la realidad. El reverendo doctor Randall había llevado siempre en torno suyo un aura difícil de definir; algo privado, secreto, místico, que sugería que era uno de los elegidos en constante comunicación con Nuestro Señor Jesucristo, y que era confidente de Su sabiduría y consejo. Sus feligreses metodistas (al menos algunos) pensaban esto de su reverendo Nathan Randall, y por ende creían en él y en su Dios.
Era este vítreo perfil de su padre el que Randall había traído al cuarto del hospital, y ésa la imagen que se había hecho trizas instantáneamente. Porque lo que Randall vio dentro de la transparente tienda de oxígeno era una ruina, el remedo de un ser humano, como las cabezas marchitas de las momias egipcias o los fantasmales sacos de huesos de Dachau. El brillante cabello blanco se veía opaco, sin vida, amarillento. Los venosos párpados se cerraban sobre unos ojos perdidos en la inconsciencia. El rostro estaba enflaquecido, demacrado, manchado. La respiración se hacía trabajosa y áspera. Parecía que en todos los miembros tuviera agujas ensartadas y sondas conectadas.
Para Randall había resultado aterrador ver a alguien tan íntimo, de la misma sangre y de la misma carne, alguien tan invulnerable, tan seguro, tan creyente, tan confiado, tan bondadoso y merecedor de bondad, postrado en esa condición vegetal y desvalida.
Al cabo de algunos minutos, Randall se había vuelto, conteniendo las lágrimas, en busca de una silla, y no se había movido desde entonces. Había estado allí una enfermera diminuta, de tipo eslavo, polaca tal vez, trabajando concienzudamente en el perímetro de la cama, afanándose en cambiar y recolgar frascos invertidos y tubos que pendían, y en revisar los gráficos que contenían la ficha de datos clínicos. Luego de un lapso indeterminado, treinta minutos quizás, el doctor Morris Oppenheimer había llegado para aunarse a la enfermera particular. Un hombre sólido, rechoncho, de más que mediana edad, que se movía con fácil eficiencia y confianza en sí mismo. Había saludado a Randall con un rápido apretón de manos, una frase de comprensión y simpatía y la promesa de darle en breve el más reciente informe sobre la condición de su paciente.
Durante un rato, Randall observó al médico examinar a su padre, y luego, exhausto, cerró los ojos y trató de evocar una oración apropiada. Sólo podía articular en su mente: Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea Tu nombre…, y el resto ya no venía a su memoria. Su mente, vagando a lo largo de los sucesos del día, inexplicablemente se detuvo en los senos fantásticos de Wanda, su secretaria, y de ahí regresó a la noche anterior, cuando había estado besando, en efecto, los senos de Darlene; y luego, avergonzado, retornó a la realidad de su padre. Recordó la última vez que había visitado a su padre y a su madre, hacía más de dos años, y la vez anterior a ésa, más de tres años atrás.
Aún le molestaba el aguijón que había sentido en aquellas dos visitas al percibir la decepción de su padre por causa suya. Al reverendo le habían disgustado de plano la ruptura del matrimonio de su hijo, su manera de vivir, su cinismo y su falta de fe.
Rememorando la decepción y desaprobación paternas, Randall todavía las desafiaba mentalmente: ¿quién era su padre para juzgarle cuando, conforme a los estándares de la sociedad, su padre encarnaba el fracaso y él el éxito? Pero luego lo meditó de nuevo: él sólo había triunfado en lo material, ¿o no? Su padre estaba midiéndolo con una medida diferente; con la medida con la que el buen reverendo se medía a sí mismo y a todos los hombres, y de acuerdo a la cual la vida de su hijo era deficiente. Entonces comprendió; su padre poseía ese componente humano que a él le faltaba: la fe. Su padre tenía fe en la Palabra encarnada, y por ende en la Humanidad y en el propósito de la vida. El hijo no tenía semejante fe ciega.
«Está bien, papá -pensó-. Nada de fe. Nada de creencias. Nada de confianza en nada.»
¿Cómo podía uno creer en un Dios del Bien? La sociedad era injusta, hipócrita; estaba podrida hasta el corazón. Los hombres, en su mayoría, eran bestias sueltas que se comportaban salvajemente para sobrevivir, o bien que se ocultaban para sobrevivir. Y nada de lo que el hombre pudiera fabricar, desde el mito de algún cielo de aleluyas allá arriba (el infierno no necesitaba crearlo, puesto que ya existía en la Tierra) hasta los dioses falsos que adoraba, podría cambiar la realidad del presente ni la nada que era la finalidad de todos los animales humanos. Como decía el viejo proverbio yiddish, que un cliente le había referido una vez: «Si Dios viviera en la Tierra, la gente rompería los cristales de Sus ventanas.»