Stieg Larsson

Los Hombres Que No Amaban A Las Mujeres

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Millennium – #1, 2005

Titulo de la edición original Män som hatar kvinnor

Traducción del sueco Martin Lexell y Juan Jose Ortega Roman,

PRÓLOGO. Viernes, 1 de Noviembre

Se había convertido en un acontecimiento anual. Hoy el destinatario de la flor cumplía ochenta y dos años. Al llegar el paquete, lo abrió y le quitó el papel de regalo. Acto seguido, cogió el teléfono y marcó el número de un ex comisario de la policía criminal que, tras jubilarse, se había ido a vivir a orillas del lago Siljan. Los dos hombres no sólo tenían la misma edad, sino que habían nacido el mismo día, lo cual, teniendo en cuenta las circunstancias, sólo podía considerarse una ironía. El comisario, que sabía que la llamada se produciría tras el reparto del correo, hacia las once de la mañana, esperaba tomándose un café. Ese año el teléfono sonó a las diez y media. Lo cogió y dijo «hola» sin más.

– Ya ha llegado.

– Y este año, ¿qué es?

– No sé de qué tipo de flor se trata. Haré que me la identifiquen. Es blanca.

– Sin ninguna carta, supongo.

– No. Nada más que la flor. El marco es igual que el del año pasado. Uno de esos marcos baratos que puede montar uno mismo.

– ¿Y el sello de correos?

– De Estocolmo.

– ¿Y la letra?

– Como siempre: letras mayúsculas. Rectas y pulcras.

Con esas palabras ya estaba todo dicho, así que permanecieron callados durante algo más de un minuto. El ex comisario se reclinó en la silla, junto a la mesa de la cocina, chupeteando su pipa. Sabía perfectamente que ya nadie esperaba de él que hiciera la pregunta del millón, esa que pondría de manifiesto su gran ingenio y arrojaría nueva luz sobre el caso. Eso ya pertenecía al pasado; ahora la conversación entre los dos viejos se había convertido más bien en un ritual en torno a un misterio que nadie en el mundo tenía el más mínimo interés por resolver.

El nombre latino era Leptospermum (Myrtaceae) rubinette. Se trataba de una planta bastante insignificante, con pequeñas hojas parecidas a las del brezo y una flor blanca, de dos centímetros, con cinco pétalos. En total tenía unos doce centímetros de alto.

La especie era originaria de los bosques y las zonas montañosas de Australia, donde crecía entre grandes matas de hierba. En Australia la llamaban Desert Snow. Más tarde, una especialista de un jardín botánico de Uppsala constataría que se trataba de una flor poco común, raramente cultivada en Suecia. En su informe, la botánica explicaba que la planta estaba emparentada con la Leptospermum flavescens y que a menudo se confundía con su prima, la Leptospermum scoparium, considerablemente más frecuente, que crecía por doquier en Nueva Zelanda. La diferencia, según la experta, consistía en que la Rubinette presentaba, en los extremos de los pétalos, un pequeño número de puntos microscópicos de color rosa, que le daban un tono ligeramente rosáceo.

En general, la Rubinette era una flor asombrosamente humilde. Carecía de valor comercial. No poseía ninguna propiedad medicinal conocida ni provocaba efectos alucinógenos. No era comestible, tampoco servía como condimento y resultaba inútil para fabricar tintes vegetales. En cambio, tenía cierta importancia para los aborígenes de Australia, quienes, por tradición, consideraban sagradas la región de Ayers Rock y su flora. Por lo tanto, el único objeto existencial de la flor parecía ser el de alegrar el paisaje con su caprichosa belleza.

En su informe, la botánica de Uppsala comentaba que si la Desert Snow era rara en Australia, en Escandinavia resultaba simplemente excepcional. No había visto jamás un ejemplar, pero, tras consultar a unos colegas, pudo saber que se habían realizado intentos de introducir la planta en unos jardines de Gotemburgo y que, quizá, a título individual, fuera cultivada en pequeños invernaderos por amantes de las flores y aficionados a la botánica. Las dificultades de su cultivo en Suecia se debían a que requería un clima suave y seco; además, debía estar en el interior durante la época invernal. El suelo calizo resultaba inapropiado y, por si fuera poco, necesitaba que el agua se le suministrara desde abajo, para que la absorbiera la raíz directamente. En fin, exigía muchas atenciones.

En teoría, el hecho de que se tratara de una flor poco común en Suecia tendría que haberle facilitado el rastreo de su procedencia, pero en la práctica resultaba una tarea imposible. No había registros en los que buscar ni licencias que examinar. Nadie sabía cuántos botánicos o jardineros anónimos habrían intentado cultivar una planta tan delicada; podía tratarse de una sola persona o de centenares de aficionados que tuvieran semillas o plantas. Éstas quizá habían sido compradas personalmente o por correo a algún floricultor o jardín botánico de cualquier lugar de Europa. Incluso cabía la posibilidad de que se hubieran recogido directamente durante algún viaje a Australia. En otras palabras, identificar a esos cultivadores entre los millones de suecos con un pequeño invernadero o una maceta en la ventana del salón era una misión imposible.

Aquella flor tan sólo era una más de la larga serie de misteriosas flores que siempre llegaban en un sobre acolchado el 1 de noviembre. La especie variaba todos los años, pero siempre se trataba de flores hermosas y, en general, relativamente raras. Como de costumbre, la flor estaba prensada, puesta meticulosamente sobre un papel de acuarela y enmarcada con un cristal y un marco sencillo de 29 x 16 centímetros.

El misterio de las flores nunca llegó a ser conocido por los medios de comunicación ni por el público, sino tan sólo por un reducido círculo de personas. Tres décadas antes, la llegada anual de la flor había sido objeto de análisis no sólo por parte de expertos en huellas dactilares y grafólogos del Laboratorio Nacional de Investigación Forense e investigadores de la policía criminal, sino también por parte de un grupo de familiares y amigos del destinatario. Ya sólo quedaban tres personajes en escena: el anciano que cumplía años, el ex comisario y, naturalmente, el desconocido que enviaba el regalo. Además, como los dos primeros tenían una edad muy avanzada, y ya iba siendo hora de que se fueran preparando para lo inevitable, pronto el círculo se vería aún más reducido.

El ex comisario era un perro viejo bastante curtido. Jamás se olvidaría de su primera intervención, que consistió en arrestar a un guardagujas ferroviario, completamente borracho, antes de que provocara una desgracia. Durante su carrera profesional había enchironado a cazadores furtivos, maltratadores de mujeres, estafadores, ladrones de coches y conductores ebrios. Había tratado con ladrones y atracadores, camellos, violadores y, por lo menos, con un dinamitero medio loco. Había participado en nueve investigaciones de asesinatos u homicidios. Cinco de ellos fueron el típico caso en el que el mismo homicida llama a la policía y, lleno de remordimientos, confiesa que ha matado a su mujer, a su hermano o a algún otro allegado. Tres casos llegaron a ser objeto de investigaciones más amplias; dos se resolvieron en el plazo de dos o tres días y uno, con la ayuda de la Brigada Nacional de Homicidios, al cabo de dos años.

El noveno caso había quedado resuelto desde un punto de vista policial; es decir, los investigadores sabían quién era el asesino pero las pruebas no eran determinantes, de modo que el fiscal decidió no presentar cargos. Al cabo de algún tiempo, para gran indignación del comisario, el caso prescribió. No obstante, al volver la vista atrás el comisario podía contemplar, en su conjunto, una impresionante carrera, razón por la cual debería sentirse satisfecho con lo que había conseguido.


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