– Toda la trayectoria profesional de Blomkvist indica que se trata de un reportero muy prudente. Todas las controvertidas revelaciones que ha publicado anteriormente han ido acompañadas de una sólida documentación. Un día asistí al juicio: no argumentó nada en contra, pareció rendirse sin luchar. No casa con su carácter. Según el tribunal, se ha inventado la historia de Wennerström sin la más mínima prueba y la ha publicado como si fuera un terrorista suicida del periodismo. Simplemente, no es el estilo de Blomkvist.
– Y según usted, ¿qué es lo que pasó?
– No tengo más que conjeturas. Blomkvist creía en su historia, pero algo debió de suceder mientras tanto y la información resultó ser falsa. Eso significa, además, que su informante era una persona en la que confiaba o que alguien le proporcionó información falsa conscientemente, lo cual me parece demasiado enrevesado para ser cierto. La otra alternativa es que sufriera amenazas tan serias que tirara la toalla; prefiere que lo consideren un idiota incompetente antes que plantarles cara y luchar. Pero al fin y al cabo sólo estoy especulando.
Cuando Salander hizo ademán de continuar la presentación, Dirch Frode levantó la mano. Permaneció callado un rato, tamborileando pensativamente con los dedos sobre el brazo de la silla, antes de volver a dirigirse a Salander con cierta vacilación.
– Si nosotros la contratáramos para hallar la verdad del caso Wennerström…, ¿qué probabilidades habría de que descubriera usted algo?
– No sé qué decir. Tal vez no haya nada.
– Pero ¿estaría dispuesta a intentarlo?
Ella se encogió de hombros.
– No depende de mí. Trabajo para Dragan Armanskij; es él quien decide los trabajos que debo hacer. También depende del tipo de información que quiera usted que encuentre.
– Entonces, permítame que se lo explique de la siguiente manera… Supongo que esta conversación es confidencial, ¿no? -Armanskij asintió con la cabeza-. No conozco nada de este asunto, pero sé, sin lugar a dudas, que Wennerström no ha sido honesto en otras ocasiones. El caso Wennerström ha tenido una enorme repercusión en la vida de Mikael Blomkvist y me gustaría averiguar si hay algo detrás de todo esto.
La conversación había tomado un rumbo inesperado y Armanskij se puso en guardia inmediatamente. Lo que Dirch Frode solicitaba era que Milton Security se encargara de remover un juicio penal ya concluido, en el que posiblemente existiera algún tipo de amenaza ilegal contra Mikael Blomkvist, y, por tanto, Milton corriera el riesgo de colisionar con el ejército de abogados de Wennerström. A Armanskij no le gustaba nada la idea de soltar a Lisbeth Salander en un enredo así, como un misil de crucero incontrolable.
No se trataba sólo de un gesto de consideración hacia la empresa. Salander había dejado muy claro que no quería que Armanskij ejerciera el papel de padrastro preocupado, y después de su acuerdo se había esforzado en no hacerlo, pero en su fuero interno nunca dejaría de preocuparse por ella. A veces se sorprendía a sí mismo comparando a Salander con sus propias hijas. Se consideraba un buen padre que no se metía en sus vidas privadas de manera innecesaria, pero sabía que nunca aceptaría que se comportaran como Lisbeth Salander, ni que llevaran ese tipo de vida.
En lo más profundo de su corazón croata -o tal vez bosnio o armenio- nunca había podido liberarse de la convicción de que la vida de Salander iba derecha a una desgracia. Ante sus ojos, ella constituía la víctima perfecta para todo aquel que le deseara el mal y temía la mañana en la que lo despertara la noticia de que alguien le había hecho daño.
– Una investigación así puede llegar a ser muy costosa -dijo Armanskij de modo prudentemente disuasorio con el fin de sondear la seriedad de la solicitud de Frode.
– Bueno, podemos poner un tope -replicó Frode sobriamente-. No pido lo imposible, pero resulta evidente que su colaboradora, tal y como me ha asegurado usted, es competente.
– ¿Salander? -preguntó Armanskij con una ceja levantada.
– De momento no tengo otra cosa.
– Vale. Pero quiero que nos pongamos de acuerdo en los procedimientos. Escuchemos primero el resto del informe.
– No son más que detalles de su vida privada. En 1986 se casó con una mujer llamada Monica Abrahamsson y ese mismo año tuvieron una hija. Se llama Pernilla y tiene dieciséis años. El matrimonio no duró mucho tiempo; se divorciaron en 1991. Abrahamsson se volvió a casar, pero, por lo visto, siguen siendo amigos. La hija vive con su madre y no ve a su padre muy a menudo.
Frode pidió más café y se dirigió de nuevo a Salander.
– Al principio usted dejó caer que todas las personas guardan secretos. ¿Ha descubierto alguno?
– Quería decir que todos tenemos cosas que consideramos privadas y que no nos gusta anunciar a bombo y platillo. Al parecer, a Blomkvist le va bastante bien con las mujeres. Ha tenido varias historias de amor y diversas relaciones esporádicas. En resumen: su vida sexual es muy intensa. Sin embargo, hay una persona constante en su vida con la que mantiene una relación algo extraña.
– ¿En qué sentido?
– Erika Berger, redactora jefe de Millennium, y él son amantes. Berger es una chica de clase alta, de madre sueca y padre belga residente en Suecia. Se conocen desde la facultad y desde entonces mantienen una relación más o menos estable, aunque intermitente.
– Quizá no sea tan raro -respondió Frode.
– No, puede que no. Pero da la casualidad de que Erika Berger está casada con el artista Greger Beckman, un tipo famosillo que ha hecho un montón de cosas horribles en locales públicos.
– Así que ella es infiel.
– No. Beckman conoce la relación. Se trata de un ménage à trois que, al parecer, es aceptado por todas las partes implicadas. A veces duerme con Blomkvist y a veces con su marido. No sé muy bien cómo funciona, pero sin duda fue un factor decisivo en la ruptura del matrimonio de Blomkvist con Abrahamsson.
Capítulo 3 Viernes, 20 de diciembre – Sábado, 21 de diciembre
Erika Berger arqueó las cejas al ver a Mikael Blomkvist, ya por la tarde, entrar en la redacción completamente helado. Las oficinas de Millennium se ubicaban en Götgatan, justo en lo alto de la cuesta, un piso por encima de la sede de Greenpeace. El alquiler, en realidad, resultaba demasiado caro para la revista, pero, aun así, Erika, Mikael y Christer estuvieron de acuerdo en quedarse con el local.
Ella miró su reloj de reojo. Eran las cinco y diez y hacía mucho que era de noche en Estocolmo. Erika lo había estado esperando para comer juntos.
– Perdón -dijo antes de que ella pronunciara una sola palabra-. Me quedé sentado leyendo la sentencia y no tenía ganas de hablar. Me fui a dar un largo paseo para pensar.
– He escuchado el veredicto por la radio. «La de TV4» me ha llamado para que se lo comente.
– ¿Y qué le has dicho?
– Más o menos lo que acordamos, que vamos a estudiar la sentencia detenidamente antes de pronunciarnos. O sea, nada. Y mi opinión sigue siendo la misma: creo que es una estrategia errónea. Ofrecemos una imagen de debilidad y estamos perdiendo el apoyo de los medios de comunicación. Lo más seguro es que esta noche digan algo en la tele.
Blomkvist asintió con cara lúgubre.
– ¿Cómo estás?
Mikael Blomkvist se encogió de hombros y se dejó caer en su sillón favorito, junto a la ventana del despacho de Erika. El despacho estaba decorado con austeridad; contaba con una mesa de trabajo, unas cuantas estanterías funcionales y mobiliario barato de oficina, todo adquirido en Ikea a excepción de dos cómodos y extravagantes sillones y una pequeña mesa. «Una concesión a mi educación», solía decir ella en broma. A veces, cuando no le apetecía estar en la mesa, se sentaba a leer en uno de ellos, con los pies sobre el asiento. Mikael dirigió la mirada a la calle, donde la gente andaba estresada de un lado para otro en la oscuridad. Las compras navideñas estaban llegando a su recta final.