No habría ninguna agenda que seguir, nada sino horas ociosas, una virtud en sí misma. A Tiel McCoy no le daba vergüenza alguna aburrirse. Ya había retrasado tres veces sus vacaciones.

– O los gastas o los pierdes -le había dicho Gully en referencia a los días de vacaciones acumulados.

Le había soltado un sermón sobre lo mucho que mejoraría su rendimiento y su disposición si se tomaba un descanso. Y eso se lo decía un hombre que en los últimos cuarenta y pico años no había disfrutado más que de unos pocos días de vacaciones…, contando la semana obligatoria para la extirpación quirúrgica de la vesícula biliar.

Cuando ella se lo recordó, él la miró con el ceño fruncido.

– Precisamente. ¿Quieres acabar siendo una antigualla fea, arrugada y patética como yo? -Entonces sí que dio en el clavo-. Que te tomes unas vacaciones no significa poner en peligro tus oportunidades. Cuando regreses, tendrás todavía todo tu trabajo esperándote.

Al instante dedujo lo que había detrás de sus astutos comentarios. Ofendida porque había dado en el blanco del verdadero motivo de su negativa a abandonar el puesto de trabajo en cualquier momento, había consentido a regañadientes marcharse una semana. Había hecho las reservas, preparado el viaje. Pero todos los programas incluyen un pequeño punto de flexibilidad.

Si alguna cosa exigía flexibilidad, era el presunto secuestro de la hija de Russell Dendy.

Tiel sujetaba con cuidado entre el pulgar y el índice el pegajoso auricular del teléfono público, sin ganas de tocar la superficie más de lo necesario.

– Muy bien, Gully. Ya estoy aquí. Bueno, cerca, al menos. De hecho, me he perdido.

Gully soltó una sonora carcajada.

– ¿Demasiado excitada como para concentrarte en las indicaciones?

– Oye, ni que me hubiera pasado una próspera metrópoli. Tú mismo lo dijiste, ese lugar casi ni aparece en los mapas.

Su sentido del humor había ido desapareciendo a medida que perdía sensibilidad en el trasero. Hacía horas que se le habían dormido las posaderas de tanto estar sentada. Desde que había hablado con él se había detenido una única vez y sólo por extrema necesidad. Tenía hambre, sed, estaba cansada, malhumorada, dolorida y adormilada, pues había recorrido una buena parte del viaje con el sol de cara. El aire acondicionado del coche había empezado a concentrar vapor de agua de tanto utilizarlo. Una ducha sería como una bendición.

Gully no mejoró en absoluto su humor cuando le preguntó:

– ¿Cómo te las has arreglado para perderte?

– He perdido el sentido de la orientación después de que el sol empezara a ponerse. El paisaje es igual por donde quiera que mires. Y más incluso con el anochecer. Estoy llamándote desde un pequeño supermercado en una ciudad con ochocientos veintitrés habitantes, según reza un cartel en la entrada, y creo que la cámara de comercio falsificó la cifra en su favor. Es el único edificio con luz en kilómetros a la redonda. La ciudad se llama Rojo algo.

– Flats. Rojo Flats.

Naturalmente, Gully conocía el nombre completo de aquel oscuro villorrio. Seguramente sabía también el nombre del alcalde. Gully lo sabía todo. Era una enciclopedia andante. Recopilaba información igual que los responsables de las fraternidades recopilaban los números de teléfono de los alumnos.

La emisora de televisión donde trabajaba Tiel tenía un director de informativos, pero el tipo que ostentaba el cargo dirigía el negocio desde un despacho alfombrado y era más contable y administrador que un jefe con ejercicio práctico.

El hombre de las trincheras, el que trataba directamente con los reporteros, redactores, fotógrafos y editores, el que coordinaba agendas y escuchaba las historias lacrimógenas y pegaba broncas cuando tocaba pegar broncas, el que en realidad dirigía el departamento de informativos, era el jefe de redacción, Gully.

Llevaba en la emisora desde los inicios, a principios de la década de los cincuenta, y había dejado dicho que sólo lo sacarían de allí arrastrándolo con los pies por delante. Moriría antes que jubilarse. Trabajaba una jornada de dieciséis horas y cuando no lo hacía estaba de mal humor. Poseía un vocabulario de lo más pintoresco e innumerables analogías, un extenso repertorio de historias sobre los viejos tiempos en las ondas y, aparentemente, carecía de vida fuera de la sala de redacción. Su nombre de pila era Yarborough, algo que sólo sabían contadas personas. Todos los demás le conocían estrictamente como Gully.

– ¿Piensas darme este misterioso trabajo o no?

No tenía ninguna prisa.

– ¿Y qué ha pasado con tus planes de vacaciones?

– Nada. Sigo de vacaciones.

– Ya.

– ¡De verdad! No he cancelado mi semana libre. Simplemente estoy retrasando su inicio, eso es todo.

– ¿Y qué dirá ese nuevo novio?

– Ya te lo he dicho mil veces, no hay ningún novio.

Gully soltó una de aquellas risas imperturbables de fumador empedernido que servía para comunicar que sabía que mentía, y que ella sabía que lo sabía.

– ¿Llevas encima la libreta? -le preguntó de repente.

– Sí, claro.

Los gérmenes que pudiera haber pululando por el teléfono debían de haberla asaltado ya. Resignada, afianzó el auricular en el hombro y lo sostuvo allí con la mejilla mientras extraía del bolso un cuaderno y un bolígrafo y los instalaba en la estrecha repisa de metal situada bajo el teléfono de pared.

– Dispara.

– El chico se llama Ronald Davison -empezó Gully.

– Esa parte ya la he escuchado en la radio.

– Le conocen por Ronnie. Está en el último año, igual que la Dendy. No se graduará con matrícula, pero es un chico de notables. Hasta hoy nunca se había metido en problemas. Después de las clases de primera hora de la mañana, ha salido zumbando del aparcamiento de estudiantes a bordo de su furgoneta Toyota, llevándose a Sabra Dendy a punta de pistola.

– La hija de Russ Dendy.

– Su única hija.

– ¿Está el FBI en el tema?

– El FBI. Los Texas Rangers. Cualquier cosa. Todo sirve mientras lleven una placa. La repetición de lo de Waco. Todo el mundo reclama la jurisdicción y quiere entrar en acción.

Tiel necesitó un momento para captar todo el alcance de la historia. El pequeño pasillo donde estaba situado el teléfono público conducía a los servicios. En una de las puertas había un dibujo de color azul que representaba a una vaquera vestida con falda de flecos. En la otra, como cabía esperar, la silueta de un vaquero con zahones y su correspondiente sombrero, haciendo girar un lazo por encima de la cabeza.

Tiel miró por el pasillo y vio que entraba en la tienda un hombre de verdad. Alto, delgado, con el sombrero Stetson calado hasta las cejas. Saludó con un movimiento de cabeza a la cajera del establecimiento cuyo cabello, encrespado por un exceso de permanentes, llevaba teñido de un tono ocre muy poco favorecedor.

Más cerca de donde Tiel se encontraba había una pareja mayor mirando souvenirs, sin prisas por volver a subir a su furgoneta Winnebago. O, al menos, Tiel supuso que la Winnebago aparcada junto al surtidor de gasolina era suya. La mujer estaba leyendo los ingredientes de un bote de una de las estanterías a través de sus gafas bifocales. Tiel la oyó exclamar:

– ¿Mermelada de pimientos jalapeños? Por Dios.

La pareja se desplazó entonces hacia donde estaba Tiel, rumbo hacia sus respectivos lavabos.

– No te entretengas, Gladys -dijo el hombre. Apenas tenía vello en las piernas, blancas y ridículamente delgadas, con aquellos holgadísimos pantalones cortos color caqui y zapatillas deportivas de suela gruesa.

– Tú encárgate de tus asuntos y yo me encargaré de los míos -le replicó ella con elegancia. Al pasar junto a Tiel le lanzó un guiño como queriéndole decir «los hombres se creen muy listos, pero nosotras lo somos más». En otro momento, aquella anciana pareja le habría parecido a Tiel encantadora y simpática. Pero ahora estaba ocupada leyendo a conciencia las notas que había tomado de Gully, casi palabra por palabra.


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