Antes de aquel momento habían sido pocas las veces que había tenido motivo para entrar en su habitación. Su sobriedad y sus pequeñas dimensiones volvieron, pues, a sorprenderme.
Recuerdo que tuve la impresión de entrar en una celda, no sólo por el tamaño del cuarto o la desnudez de las paredes, también influyó en ello la palidez de la luz que entraba a aquellas horas. Mi padre, además, había abierto las cortinas y se hallaba, recién afeitado y con el uniforme puesto, sentado al borde de la cama. Supuse, por tanto, que había estado con templando el amanecer. Era, al menos, la única deducción posible, dado que desde el ventanuco de su habitación sólo se alcanzaban a ver tejados y canalones. La lámpara de aceite que tenía junto a la cama estaba apagada, y al ver que mi padre miraba con reproche la lámpara que yo había llevado conmigo para alumbrarme el camino por la endeble escalera, bajé inmediatamente la llama. La palidez de la luz que entraba en la habitación me resultó, por lo tanto, más perceptible, así como el modo en que esta misma luz resaltaba los rasgos ajados y ásperos, aunque todavía imponentes, del rostro de mi padre.
– ¡Oh! -exclamé sonriendo-, debía de haber supuesto que ya estaría usted en pie dispuesto a empezar el día.
– Hace tres horas que estoy levantado -dijo mirándome fríamente de arriba abajo.
– Espero que la artritis no le haya impedido dormir.
– Duermo lo justo.
Mi padre se inclinó hacia la única silla que había en la habitación, una sillita de madera, y, apoyándose con las manos en el respaldo, se levantó. Al verle en pie frente a mí, no supe si el hecho de permanecer encorvado se debía a su enfermedad o a la costumbre de tener que adaptarse al pronunciado declive del techo de la habitación.
– Padre, he venido porque tengo algo que decirle.
– Dime lo que sea con rapidez y concisión. No tengo toda la mañana para oír tus discursos.
– Muy bien, entonces iré al grano.
– Ve al grano y punto, que algunos tenemos trabajo que hacer.
– Está bien. Si lo que quiere es que sea breve, acataré sus órdenes. Se trata de lo siguiente: sus problemas de salud han llegado a un punto en que incluso las tareas de un ayudante de mayordomo exceden sus capacidades. Nuestro señor estima, y yo también, que si continúa usted desempeñando las mismas funciones que hasta ahora, el buen funcionamiento de la casa puede verse en peligro, y, sobre todo, la importante reunión a nivel internacional que tendrá lugar la semana próxima.
El rostro de mi padre, a media luz, no dejó entrever emoción alguna.
– Hemos considerado, principalmente -proseguí-, que se le exima de servir la mesa, haya o no invitados.
– En los últimos cincuenta y cuatro años he servido diariamente la mesa -replicó mi padre con voz completamente serena.
– Hemos acordado, además, que no lleve usted bandejas cargadas, de la clase que sean, aunque se trate de distancias cortas. Ante tales limitaciones, y sabiendo que gusta usted de la brevedad, he elaborado una lista con las labores que, a partir de ahora, deberá llevar a cabo.
Fui incapaz de entregarle el pedazo de papel que tenía en la mano y decidí, por lo tanto, dejárselo a los pies de la cama.
Mi padre lanzó una mirada al papel y después se volvió hacia mí. Su rostro seguía impermeable a cualquier emoción y sus manos, que descansaban en el respaldo de la silla, estaban totalmente distendidas. Encorvado o no, era imposible no recordar la impresión que causaba su aspecto físico, el mismo aspecto que en otra época había logrado serenar la embriaguez de dos caballeros en el asiento trasero de un coche. Mi padre, finalmente, dijo:
– Si me caí el otro día fue culpa de los peldaños. Están gastados. Habría que decirle a Seamus que los arregle antes de que a alguien le ocurra el mismo percance.
– Por supuesto. De cualquier modo, ¿me da usted su palabra de que leerá atentamente esta hoja -Habría que decirle a Seamus que arreglase esos peldaños, sobre todo, antes de que empiecen a llegar de Europa esos caballeros.
– Por supuesto, padre. Ahora, le ruego que me disculpe.
Los acontecimientos de la tarde de verano a que se refería miss Kenton en su carta sucedieron poco tiempo después de este encuentro; es posible, incluso, que ocurrieran la tarde de aquel mismo día. No recuerdo por qué motivo subí al último piso de la casa, donde las habitaciones para los invitados se suceden a lo largo del pasillo. Sólo tengo un vivo recuerdo, como creo que ya he dicho anteriormente, de los haces color naranja que atravesaban los umbrales de las puertas, trayendo hasta el pasillo los últimos rayos del día. Y fue al pasar por delante de estas habitaciones, que nadie utilizaba, cuando oí que la silueta de miss Kenton, frente a la ventana de una de las habitaciones, me llamaba. Pensándolo bien, cuando me viene a la memoria el modo en que miss Kenton me hablaba de mi padre desde que llegó a Darlington Hall, no es de extrañar que durante todos estos años haya conservado el recuerdo de aquella tarde. Y no me cabe la menor duda de que, mientras contemplábamos la figura de mi padre desde la ventana, miss Kenton sintiese cierto sentimiento de culpa. La sombra de los chopos cubría gran parte del césped, aunque el rincón donde la hierba subía en pendiente hasta el cenador todavía recibía los rayos del sol. Mi padre estaba de pie junto a los peldaños de piedra, sumido en sus pensamientos. La brisa despeinaba ligeramente su cabello. De pronto, vimos que ascendía despacio por los peldaños. Arriba, se dio la vuelta y volvió a bajarlos, esta vez más deprisa. Volviéndose de nuevo, se quedó unos instantes quieto, sin dejar de observar los peldaños. A paso lento, volvió a subirlos, aunque esta vez siguió avanzando por la hierba hasta llegar casi al cenador, momento en que, sin apartar los ojos del suelo, hizo el mismo recorrido. En realidad, el mejor modo de describir el comportamiento de mi padre durante aquellos momentos sería citar la frase que miss Kenton escribió en su carta. Fue, efectivamente, «como si esperase encontrar alguna piedra preciosa que hubiese perdido».
Veo que estos recuerdos están haciendo que me preocupe, lo cual quizá sea un poco absurdo. Después de todo, pocas veces tengo la oportunidad de saborear las múltiples maravillas del paisaje inglés, y este viaje es una de ellas. Por lo tanto, si me distraigo demasiado sé que después lo lamentaré. Me acabo de dar cuenta de que todavía me quedan por relatar todos los detalles de mi viaje hasta esta ciudad. En realidad, sólo he mencionado brevemente mi parada en lo alto de la colina al iniciar el trayecto, y considerando lo mucho que ayer disfruté con el viaje, olvidarme de estos detalles ha sido un verdadero lapsus.
El viaje hasta Salisbury lo había planeado con mucho cuidado, evitando al máximo las carreteras principales. Era un recorrido que, a juicio de muchos, podría resultar innecesariamente tortuoso, pero que me permitía adentrarme en un buen número de paisajes recomendados por mistress Symons en su excelente obra. Debo añadir, por tanto, que el circuito me entusiasmaba. Gran parte del trayecto discurría a través de campos de cultivo, entre caminos impregnados del agradable aroma de los prados, y a ratos aminoraba al máximo la marcha del Ford para apreciar mejor el valle o el riachuelo que estuviese cruzando. No obstante, hasta cerca ya de Salisbury no volví a bajarme del coche.
Recuerdo que fue bajando por una carretera larga y recta, bordeada de extensos prados. Era un punto en que el paisaje se volvía llano, con una panorámica tan despejada que la vista abarcaba todas las direcciones hasta alcanzar la aguja de la catedral de Salisbury, que dominaba la línea del horizonte. Me sentí de pronto más tranquilo y, a partir de aquel momento, seguí conduciendo con gran lentitud, es posible que a una velocidad no superior a veinticinco kilómetros por hora, lo cual ya era ir despacio, puesto que una gallina vino a cruzarse con total parsimonia y la vi justo a tiempo. Detuve el coche a menos de medio metro del ave, que a su vez también se quedó parada, justo frente a mí, en medio de la carretera. Al ver que pasado un rato no se movía, recurrí a la bocina del coche, aunque el intento tuvo como único efecto que el animal empezase a picotear algo que había en el suelo. Exasperado, decidí bajar del coche y, con un pie todavía en el estribo, oí la voz de una mujer que decía:
– Disculpe, señor.
Miré mi alrededor y vi que acababa de pasar junto a una granja que lindaba con la carretera. Sin duda, al oír la bocina, la mujer con su delantal puesto había salido corriendo. Pasando por delante de mí, recogió la gallina del suelo y, acurrucándola en sus brazos, volvió a disculparse. Tras asegurarse de que no le había hecho ningún daño a la gallina, me dijo:
– Gracias por pararse y no atropellar a mi pobre Nellie. Es muy buena, y nos da unos huevos enormes. En su vida habrá visto usted nada igual. Ha sido muy amable. A lo mejor tenía prisa.
– Oh, no, en absoluto. No tengo ninguna prisa -dije yo con una sonrisa-. Desde hace muchos años, es la primera vez que dispongo del tiempo a mi gusto, y le aseguro que es una experiencia muy agradable. Voy en coche simplemente por el placer de conducir.
– Qué bien. Supongo que se dirige usted hacia Salisbury.
– Así es. De hecho, aquello que se ve al fondo es la catedral, ¿no? Me han dicho que es una construcción magnífica.
– Es cierto, señor. Es muy bonita. Bueno, para serle sincera, voy muy poco a Salisbury, o sea que realmente no puedo decirle cómo es de cerca. Pero le diré que hay días en que desde aquí se ve muy bien la torre, y otros en que, con la niebla, es como si desapareciese por completo. Pero ya ve usted, en días de sol como hoy, hay una vista muy bonita.
– Es magnífica.
– Le agradezco tanto que no haya atropellado a Nellie… Hace tres años nos atropellaron a una tortuga, justo en este sitio. Nos dolió de un modo terrible.
– Lo sentirían ustedes mucho -dije con desgana.
– Sí, señor. Hay gente que cree que los campesinos estamos acostumbrados a que se hiera o se mate a los animales, pero no es cierto. Mi hijo pequeño se pasó llorando varios días. Gracias por no haber atropellado a Nellie. Si le apetece tomar un té, ya que ha bajado y todo, está usted invitado. Le dará fuerzas para el camino.
– Es usted muy amable, pero tengo que seguir, de verdad. No quisiera llegar muy tarde a Salisbury, si no, no podré ver los múltiples encantos de la ciudad.
– Claro, señor. En fin, le doy otra vez las gracias.