Me puse de nuevo en marcha, conduciendo el coche Con la misma lentitud que antes, temiendo, quizá, que se cruzase en mi camino alguna otra criatura del campo. Debo decir que este breve encuentro me había puesto de muy buen humor. El hecho de agradecerme una deferencia tan simple y la sencillez con que se me había tratado me hicieron sentirme sumamente eufórico ante la empresa que me esperaba. Con tal estado de ánimo seguí, por tanto, hasta llegar a Salisbury.

Debería volver unos instantes, sin embargo, al tema de mi padre, ya que me parece que antes he podido dar la impresión de haber sido demasiado brusco con él al tratar el asunto de su pérdida de facultades. El caso es que no había otra forma posible de abordar el tema, y estarán ustedes de acuerdo conmigo cuando les haya explicado las circunstancias en que transcurrieron aquellos días. Para ser más exactos, el importante encuentro internacional que tendría como escenario Darlington Hall era un hecho que se cernía ante nosotros y no dejaba lugar a la tolerancia o, simplemente, a «andarnos por las ramas». Es importante señalar, además, que aunque Darlington Hall estaba destinado a albergar otros muchos acontecimientos de igual notoriedad durante aproximadamente los quince años siguientes, la conferencia de marzo de 1924 era la primera. Por mi, supongo, escasa experiencia, no era partidario de encomendarme al azar. De hecho, pienso a menudo en aquella conferencia y, por muchos motivos, considero que constituyó un momento clave de mi vida. En realidad, creo que para mi carrera significó justo el momento en que, como mayordomo, me convertí en adulto. No estoy diciendo que me convirtiese necesariamente en un «gran» mayordomo -no soy yo quien debe formular semejante juicio, pero si algún día alguien afirmara que en el transcurso de mi carrera he llegado a adquirir un mínimo de esta cualidad primordial que es la «dignidad», ese alguien tomaría como punto de referencia, y como momento en que por primera vez demostré estar capacitado para adquirir dicha virtud, el encuentro de marzo de 1924. Fue uno de esos acontecimientos que, al presentarse en un momento crucial de la vida de una persona, suponen la prueba de fuego y el desafío con que medir el límite de sus posibilidades, de modo que posteriormente esa persona ve en ellos un nuevo baremo a partir del cual puede juzgarse. Naturalmente, también fue un encuentro memorable por otros motivos que a continuación quisiera explicarles.

La conferencia de 1924 fue la culminación del proyecto que lord Darlington había planeado desde hacía tiempo. Considerando los hechos con la perspectiva que da el tiempo, es evidente que mi señor llevaba tres años o más programando aquel momento. Que yo recuerde, cuando se redactó el tratado de paz, al finalizar la Gran Guerra, no se mostró, en principio, muy inclinado a ello, y creo que es justo decir que no fue el tratado en sí lo que posteriormente despertó su interés, sino su amistad con el señor Karl-Heinz Bremann.

El señor Bremann visitó por primera vez Darlington Hall, vestido todavía con su uniforme de oficial, poco tiempo después de terminar la guerra, y para todos resultó evidente que entre lord Darlington y él había nacido una estrecha amistad.

Para mi no fue ninguna sorpresa, ya que, a primera vista, se veía que el señor Bremann era un perfecto caballero. Tras dejar el ejército alemán, durante los dos años siguientes volvió varias veces a Darlington Hall, a intervalos bastante regulares, y según se sucedían las visitas su aspecto físico iba decayendo.

Sus ropas eran cada vez más pobres y su talle más delgado, sus ojos transparentaban una sensación de acoso y, las últimas veces que estuvo de visita, pasaba largos intervalos de tiempo con la mirada perdida en el espacio, totalmente ausente y sin reparar en la presencia de mi señor o en las palabras que le dirigiesen. Llegué a pensar que el señor Bremann sufría una grave enfermedad, pero algunos comentarios de mi patrón al respecto me hicieron ver que estaba equivocado.

Debió de ser a finales de 1920 cuando lord Darlington emprendió el primero de sus viajes a Berlín, el cual le causó una penosa impresión. A su vuelta, pasó varios días invadido por un profundo pesar, y recuerdo que uno de esos días, como respuesta a mi interés por saber si cl viaje había sido agradable, me dijo:

– Me siento perturbado, Stevens, muy perturbado. No podemos seguir tratando de este modo a un enemigo que ha sido derrotado. Es deshonroso para nosotros y contrario a las costumbres de este país.

En relación con este mismo asunto, hay, sin embargo, otro recuerdo que me ha quedado profundamente grabado. Hoy día, el antiguo comedor de gala ya no tiene mesa, pues mister Farraday ha convertido el espacioso salón, con sus altos y magníficos techos, en una especie de galería. No obstante, en la época de lord Darlington la sala se destinaba, con su gran mesa, a banquetes que reunían a cincuenta o más invitados. En realidad, el comedor de gala es tan espacioso que, cuando era necesario, se añadían a la mesa principal otras más pequeñas hasta acomodar a un centenar de invitados. Evidentemente, los días normales, lord Darlington, como ahora mister Farraday, comía en el comedor, en un ambiente más íntimo, ideal para reunir, como máximo, a una docena de personas. Aquella noche de invierno a la que me estaba refiriendo, lord Darlington cenó en el gran comedor de gala con un solo invitado, creo que sir Richard Fox, un colega suyo de la época en que trabajó en el Ministerio de Asuntos Exteriores; el otro comedor estaba, no recuerdo por qué motivo, inhabilitado. Sin duda convendrán conmigo en que servir una cena sólo para dos constituye para un mayordomo una situación en extremo delicada. Personalmente, prefiero servir a un solo comensal, aunque se trate de un completo desconocido. Cuando hay únicamente dos comensales, no importa que uno de ellos sea el patrón, resulta más difícil lograr ese equilibrio esencial a la hora de servir que consiste en mostrarse atento y ausente al mismo tiempo. En esta clase de situaciones siempre nos asalta la sospecha de que nuestra presencia es un obstáculo que dificulta la conversación.

En aquella ocasión, gran parte de la sala permanecía a oscuras, y los dos caballeros estaban sentados uno al lado del otro, en mitad de la mesa, dado que era demasiado ancha para que se hubiesen sentado frente a frente, dentro del círculo que formaba la luz de las velas y delante de la chimenea. Decidí reducir al máximo mi presencia retirándome hacia el lado de las sombras, a una distancia de la mesa mayor que la que normalmente habría sido correcta. Evidentemente, el gran inconveniente de esta estrategia era que, cada vez que me dirigía hacia la luz para servir a ambos caballeros, mis pasos resonaban con fuerza antes de llegar a la mesa, anunciando mi inminente llegada de un modo extremadamente aparatoso. El gran mérito de esta estrategia era, sin embargo, que me permitía mantenerme medio escondido durante los momentos en que permanecía inmóvil. Y fue en uno de esos momentos en que me encontraba escondido en las sombras, a cierta distancia de los dos caballeros aposentados en medio de las sillas vacías, cuando entre las grandes paredes de la sala resonó intensamente la voz de lord Darlington que, con su tono cálido y tranquilo de siempre, habló del señor Bremann.

– Fue mi enemigo -dijo-, pero siempre se comportó como un caballero. Durante los seis meses que combatimos el uno contra el otro nuestro trato fue siempre cordial. Era un caballero que cumplía con su deber y, por este motivo, nunca le guardé ningún rencor. Un día le dije: «Escúchame bien, ahora somos enemigos y combatiré contra ti con todas mis fuerzas. Pero cuando este lamentable asunto haya terminado, ya no estaremos obligados a seguir luchando y podremos brindar juntos». Lo lamentable es que con este tratado quedo como un embustero. Le dije que una vez acabara todo ya no seríamos enemigos, ¿cómo le voy a decir ahora, cara a cara, que nada ha cambiado?

Y aquella misma noche, un poco más tarde, mi señor dijo mientras movía negativamente la cabeza con gesto un tanto duro:

– Luché en aquella guerra para que siguiera reinando la justicia en el mundo y no para fomentar ningún tipo de venganza contra el pueblo alemán, al menos que yo supiera.

Y aún hoy, cuando oigo hablar a alguien de mi señor, o cuando escucho los razonamientos ridículos con que la gente pretende explicar su comportamiento -dos cosas que hoy día me ocurren con demasiada frecuencia-, me gusta rememorar aquel momento en que, en el comedor de gala casi vacío, pronunció tan sentidas palabras, y, a pesar de las complicaciones que posteriormente fueron brotando en el transcurso de su vida, siempre tendré la certeza de que el móvil de todas sus acciones fue ver triunfar «la justicia en el mundo». Poco tiempo después de aquella noche, conocimos la triste noticia de que el señor Bremann se había pegado un tiro en un tren, entre Hamburgo y Berlín. Como es natural, mi señor se sintió muy compungido e inmediatamente hizo planes para enviar a la señora Bremann algún dinero y un mensaje de pésame. No obstante, tras varios días de esfuerzos, durante los cuales también contó con mi ayuda, mi señor no logró averiguar el paradero de ninguno de los miembros de la familia Bremann. Al parecer, el señor Bremann se había quedado durante un tiempo sin casa y su familia se había dispersado.

Aunque lord Darlington hubiese desconocido la gravedad de estos hechos, a mi juicio habría actuado con la misma celeridad. Era el comportamiento que le dictaban su naturaleza y su profundo deseo de acabar con tanta injusticia y sufrimiento. Así, durante las semanas que siguieron a la muerte del señor Bremann, la crisis de Alemania fue un tema que iba absorbiendo cada día más horas del tiempo de mi señor. Caballeros muy conocidos y poderosos empezaron a venir a casa de forma regular. Entre ellos recuerdo a celebridades como lord Daniels, el profesor Maynard Keynes y H. G. Wells, el famoso escritor, así como a otros personajes que no puedo citar, ya que nos visitaban de forma «extraoficial» celebridades que, en compañía de mi señor, se encerraban con frecuencia a conversar durante horas.

La visita de algunos invitados era tan «extraoficial» que en ocasiones se me daban órdenes de mantener en secreto, ante el resto del personal, su identidad. En algunos casos, incluso se me daban órdenes para que no les vieran. Debo añadir no obstante, con gran agradecimiento y orgullo, que lord Darlington nunca hizo esfuerzo alguno por privarme de ver u oír nada. Recuerdo que en numerosas ocasiones alguno de estos personajes solía quedarse de pronto callado en mitad de una frase, volviendo cautelosamente su mirada hacia mí. Y ante esta actitud mi señor comentaba:


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