– Caballeros, estoy de acuerdo con ustedes en que la reacción de monsieur Dupont es imprevisible. Pero déjenme decirles que hay una cosa con la que pueden contar, algo de lo que pueden estar seguros. -Se echó hacia adelante y levantó el puro vehementemente-. Monsieur Dupont odia a los alemanes. Los odiaba antes de la guerra y los odia ahora, de un modo que ninguno de ustedes, caballeros, puede imaginarse. -Mister Lewis volvió a reclinarse, luciendo de nuevo una amplia sonrisa en la cara-. Pero díganme, señores -prosiguió-, ¿no es comprensible que un francés odie a los alemanes? No le faltan motivos, ¿no creen? Al recorrer la mesa con su mirada, la audiencia se sintió un tanto incómoda y, acto seguido, lord Darlington dijo:
– Evidentemente, es irremediable que sientan cierta amargura, pero hay que considerar que nosotros, los ingleses, también hemos luchado duramente contra los alemanes y durante mucho tiempo.
– La diferencia, sin embargo, es que, al parecer -dijo mister Lewis-, ustedes ya no los odian. Para los franceses, son los alemanes los que han destruido la civilización en Europa y cualquier castigo que se les inflija será poco. Evidentemente para nosotros, los norteamericanos, se trata de una postura muy poco práctica, aunque lo que más me desconcierta es ver que los ingleses parecen no compartir la opinión de los franceses. Después de todo, como dicen ustedes, Gran Bretaña también perdió mucho en esa guerra.
Hubo un tenso silencio antes de que sir David, bastante titubeante, dijera:
– Hay cosas que, a menudo, los franceses y nosotros hemos considerado de forma distinta.
– ¿Quiere decir que es cuestión de temperamento?
Y al pronunciar estas palabras la sonrisa de mister Lewis pareció aún más dilatada. Asintió para sí, como si de repente hubiese comprendido muchas cosas, y se llevó de nuevo el puro a la boca. Quizá confunda este recuerdo con hechos posteriores. No obstante, tengo la clara sensación de que fue en aquel momento cuando, por primera vez, noté algo extraño, un rasgo de hipocresía quizá, en aquel caballero norteamericano de aspecto tan encantador. Lord Darlington no compartió, sin embargo, las mismas sospechas que en aquel momento tuve yo, ya que tras unos molestos segundos de silencio mi señor tomó una decisión.
– Mister Lewis -dijo-, voy a hablar con franqueza. Somos muchos los ingleses que pensamos que la actitud que mantiene actualmente Francia es despreciable. Usted podrá atribuir nuestra postura a una diferencia de temperamento. No obstante, me atrevería a decir que se trata de algo más que eso. Es indecoroso seguir odiando al enemigo cuando ha finalizado el conflicto. Una vez que la presa ha caído en la red, la persecución se da por terminada y hay que dejar de acosarla. Para nosotros, la actitud francesa empieza a rayar en la irracionalidad.
El discurso de mi señor pareció reconfortar a mister Lewis. Murmuró algo en señal de aceptación y sonrió complacido al resto de los comensales, inmersos en las nubes de humo que el tabaco había condensado de un extremo a otro de la mesa.
Durante la mañana siguiente llegaron nuevos invitados, concretamente las dos damas procedentes de Alemania, que habían viajado juntas -a pesar de los supuestos contrastes en su pasado- y traían consigo un nutrido grupo de damas de honor y lacayos, así como un buen número de baúles. Por la tarde llegó un caballero italiano acompañado de un ayuda de cámara, un secretario, un «experto» y dos guardaespaldas. No sé dónde creía este caballero que se dirigía para traer consigo a dos guardaespaldas; el caso es que resultaba un tanto extraño ver a los dos silenciosos hombrones vigilando con mirada inquisitiva todos los pasos que daba el suspicaz invitado.
Además, según descubrí durante los días que siguieron, el plan de trabajo de aquellos guardaespaldas les obligaba a dormir por turnos a horas inusitadas a fin de garantizar la vigilancia durante toda la noche. Al enterarme de toda esta organización, intenté informar a miss Kenton. Sin embargo una vez más se negó a hablarme. Finalmente, dado que quería dejar todo dispuesto con la mayor brevedad posible, me vi obligado a escribir una nota y pasársela por debajo de la puerta de su habitación.
El día siguiente trajo a otros invitados y, aunque faltaban todavía dos días para el inicio del encuentro, Darlington Hall ya estaba lleno de gentes de todas las nacionalidades, gentes que conversaban en las habitaciones o se quedaban paradas, aparentemente de forma casual, en el vestíbulo, en los pasillos o en los rellanos, examinando las pinturas y otras obras de arte. El trato entre los invitados era cortés, aunque el aire que en general se respiró aquellos días era tenso e impregnado de una gran falta de confianza. Correspondiendo a este sentimiento de desasosiego, los ayudas de cámara y los lacayos que venían con los invitados se miraban unos a otros con manifiesta frialdad, y nuestra servidumbre estaba muy contenta de no tener apenas tiempo para tratar con ellos.
Fue por aquel entonces, teniendo aún por atender muchas de las demandas que me habían hecho, cuando, al mirar por casualidad a través de una ventana, reparé en la figura de mister Cardinal, que daba un paseo por el jardín. Como de costumbre, nuestro joven caballero tenía bien sujeto su maletín. También observé que caminaba a paso lento, profundamente absorto en sus pensamientos, por el camino que circunda el césped. Recordé, evidentemente, que tenía algo que decirle, y se me ocurrió que un encuentro al aire libre, tan cerca de la naturaleza y, sobre todo, con el ejemplo de los gansos tan a mano, podía ser la situación más apropiada para transmitirle mi mensaje. Me percaté, además, de que si me apresuraba a salir y esconderme tras el gran rododendro que había junto al sendero, mister Cardinal pasaría por allí al poco tiempo. De este modo, tendría la oportunidad de abordarle y transmitirle el mensaje. Reconozco que no era una estrategia muy sutil, pero comprenderán que, aunque a su modo era un asunto importante, en unos momentos como aquellos no era algo que me quitara el sueño.
A pesar de la escarcha que cubría el suelo y gran parte del follaje, el día era templado para aquella época del año. Crucé raudo el césped, me situé detrás del arbusto y no tardé en oír los pasos de mister Cardinal que se aproximaban. Desgraciadamente, no calculé bien el momento de mi aparición. Mi intención era salir justo cuando mister Cardinal aún estuviese a una distancia razonable, de modo que, en el instante en que me viese, pensase que me dirigía al cenador, o quizá a la casita del jardinero. De esta forma podría fingir un encuentro fortuito y entablar con él una conversación improvisada. El caso es que aparecí un poco tarde y me temo que asusté al joven caballero. Alzó inmediatamente el maletín y lo sujetó contra su pecho entre los brazos.
– Discúlpeme, señor.
– ¡Dios mío, Stevens! ¡Qué susto me ha dado! Creía que ya habían empezado a calentarse los ánimos.
– Lo lamento mucho, señor, pero es que tengo algo que decirle.
– ¡Dios mío, vaya susto me ha dado!
– Si me lo permite, iré al grano. Habrá usted reparado en aquellos gansos…
– Gansos -Miró a su alrededor sorprendido-. ¡Ah, sí, es cierto, son gansos!
– Y habrá reparado usted en las flores y en los arbustos. En realidad, no es ésta la mejor estación del año para verlos en su pleno esplendor, pero ya observará que con la llegada de la primavera se producirá un muy especial cambio en todo este paisaje.
– Es cierto, ya sé que los jardines no están ahora en todo su esplendor, pero para serle sincero no prestaba atención a estas maravillas de la naturaleza. Ahora mismo me preocupan otras cosas, por ejemplo, que monsieur Dupont haya llegado con un auténtico humor de perros. Realmente, era lo último que podíamos desear.
– ¿Dice usted que monsieur Dupont ha llegado a esta casa?
– Hace media hora, más o menos. Y de un mal humor insoportable.
– Discúlpeme entonces, señor. Debo ocuparme de él inmediatamente.
– Por supuesto, Stevens. En fin, ha sido usted muy amable al darme un poco de conversación.
– Le ruego que me disculpe, señor, pero en realidad tenía un par de cosas que decirle a propósito de… como usted mismo ha señalado, las maravillas de la naturaleza. Si tiene usted a bien escucharme, le quedaré muy agradecido, aunque ahora me temo que habrá que esperar otra ocasión.
– Está bien, lo tendré en cuenta, Stevens, a pesar de que mi fuerte es más bien la pesca. Sé todo sobre la pesca, sea en agua dulce o salada.
– Nuestra próxima conversación tendrá que ver con todas las criaturas vivientes. No obstante, le ruego que ahora me disculpe. No sabía que monsieur Dupont ya estuviera aquí.
Regresé a la casa a toda velocidad, y casi tropecé con el primer lacayo, que me dijo:
– Le hemos estado buscando por todas partes, señor. El caballero francés ha llegado.
Monsieur Dupont era un caballero alto y elegante, con barba gris y monóculo. Iba vestido como acostumbran los caballeros del continente cuando están de vacaciones; durante toda su estancia conservó cuidadosamente la apariencia de haber venido a Darlington Hall únicamente por placer y en plan amistoso. Tal y como había dicho mister Cardinal, monsieur Dupont había llegado malhumorado. Ahora no recuerdo todas las molestias que le habían importunado desde que desembarcó en Inglaterra días antes; pero, concretamente, al visitar Londres se le habían formado unas dolorosas llagas en los pies que, como él temía, se infectaron, y, aunque envié a su ayuda de cámara a miss Kenton, esto no impidió que monsieur Dupont me llamara sin cesar, chasqueando los dedos, para pedirme nuevos vendajes.
Su mal humor pareció apaciguarse al ver a mister Lewis. Monsieur Dupont y el senador norteamericano se saludaron como antiguos compañeros, y durante el resto del día pudo vérseles juntos casi todo el tiempo, comentando divertidos muchos recuerdos. Era evidente que aquella relación casi constante entre mister Lewis y monsieur Dupont resultaba un grave inconveniente para lord Darlington, quien, naturalmente, tenía gran interés por estrechar sus contactos con este último antes de que empezaran las reuniones. En varias ocasiones pude observar que mi señor intentaba alejarse con monsieur Dupont para hablar con mayor intimidad, pero mister Lewis, sonriendo, se inmiscuía entre los dos haciendo observaciones como «Perdónenme, caballeros, pero hay algo que me tiene confundido», tras las cuales mi señor se veía en la obligación de escuchar alguna de las jocosas anécdotas de mister Lewis. Aparte del senador, los demás invitados, quizá por aprensión o quizá por un sentimiento de desafío, se mantenían cautelosamente distantes del caballero francés. Era un hecho patente, incluso en aquel ambiente en general discreto, que incrementaba la sensación de que en el resultado final de las reuniones monsieur Dupont desempeñaría, en cierto modo, un papel clave.