Se alejó de mí por el pasillo, con paso enérgico. Decidí que era mejor no dar importancia a lo ocurrido y también yo seguí mi camino. Cuando casi había llegado a la puerta de la cocina, oí que sus pasos furibundos se acercaban.
– Otra cosa -me dijo-, de ahora en adelante no quiero que me dirija la palabra.
– Pero… ¿ sabe lo que está diciendo?
– Si tiene que transmitirme algún mensaje, le ruego que lo haga a través de otra persona. También puede hacerlo por escrito y darle la nota a alguien para que me la pase. Estoy segura de que así ambos podremos trabajar de forma mucho más agradable.
– Pero… miss Kenton…
– Ahora estoy muy ocupada, mister Stevens. Si el mensaje es muy complicado, puede escribirme una nota. De otro modo puede decírselo a Martha o a Dorothy, o a cualquiera de los hombres del servicio a los que usted considere de bastante confianza. Mi deber ahora es seguir trabajando y dejarle con sus paseos.
Aunque el comportamiento de miss Kenton me irritó sobremanera, no pude permitirme pensar demasiado en el asunto, pues para entonces los primeros invitados ya estaban entre nosotros. Los representantes extranjeros llegarían dos o tres días más tarde, pero los tres caballeros a los que mi señor llamaba su «equipo local», dos ministros adjuntos del Foreign Office que asistían de modo totalmente «extraoficial» y sir David Cardinal, habían llegado antes para preparar el terreno lo más concienzudamente posible. Como siempre, nada me impidió entrar y salir de las habitaciones donde se encontraban los invitados enzarzados en sus discusiones y, gracias a esta falta de cautela frente a mí, pude hacerme una idea de la disposición que en general predominaba en aquella fase del encuentro. Naturalmente, mi señor y sus colegas se pasaban la información más exacta posible sobre los participantes que se esperaban, aunque el mayor motivo de preocupación lo constituía monsieur Dupont, el caballero francés, y sus posibles amistades o enemistades. De hecho, creo que en una ocasión entré en el salón de fumar y oí decir a uno de los caballeros:
– En realidad, el futuro de Europa puede depender de la habilidad que tengamos para poner a Dupont de nuestro lado.
Fue en esta primera fase de las conversaciones cuando mi señor me confió una misión tan poco corriente que quedó grabada en mi memoria hasta el día de hoy, de igual modo que otros acontecimientos, por razones obvias mucho más inolvidables, que tendrían lugar a lo largo de aquella singular semana. Lord Darlington me pidió que entrara en su estudio y, nada más mirarle, vi que estaba intranquilo. Se sentó a su mesa y, como era costumbre en él, cogió un libro abierto, el Who's Who esta vez, Y empezó a pellizcar una hoja.
– Stevens -dijo fingiéndose indiferente, aunque sin saber cómo seguir. Yo permanecí en pie, dispuesto a aliviar su desazón en cuanto me fuese posible, pero mi señor siguió manoseando la hoja hasta que, pasados unos instantes, inclinándose para otear una de las puertas, me dijo-: Stevens, sé que lo que voy a pedirle no es algo habitual.
– ¿Sí?
– Verá, ahora mismo ocupan mi mente cosas muy importantes.
– Será un placer servirle, señor.
– Siento tener que pedirle algo semejante. Sé que está usted muy ocupado, pero no sé cómo demonios resolver este asunto.
Mi señor volvió a ocuparse del Who's Who mientras yo seguía esperando. Al cabo de un rato, me dijo sin mirarme:
– Supongo que está usted al tanto de los misterios de la naturaleza.
– ¿Cómo dice, señor?
– Sí, Stevens, los pájaros, las abejas… los misterios de la naturaleza, ya sabe.
– Creo que no sé a qué se refiere, señor. -Le hablaré más claro. Sir David es un gran amigo mío, y en la organización de esta conferencia ha desempeñado un papel inapreciable. Diría incluso que, sin su ayuda, no habríamos conseguido que monsieur Dupont aceptara venir.
– Ciertamente, señor.
– Con todo, Stevens, debo decir que sir David tiene sus rarezas. Como sabe, ha venido con su hijo Reginald, que le hará de secretario. El caso es que está a punto de casarse. Reginald, claro.
– Sí, señor.
– Durante estos últimos cinco años, sir David ha intentado contarle a su hijo cuáles son los misterios de la naturaleza. Piense que el joven tiene ahora veintitrés años.
– Así es, señor.
– En fin, iré al grano. Resulta que el padrino de este caballerete soy yo, y, por este motivo, sir David me ha pedido que le haga saber al muchacho qué son los misterios de la naturaleza.
– Sí, señor.
– Es que sir David considera que se trata de una tarea bastante penosa y teme que llegará el día de la boda y aún no habrá podido acometerla.
– Sí, señor.
– El caso es que ahora estoy enormemente ocupado. Sir David debería ser consciente de ello, sin embargo, me pide que haga esto, que no es ninguna tontería.
Mi señor se quedó en silencio durante un rato, y siguió examinando su hoja.
– Si no me equivoco -dije yo-, lo que desea es que sea yo quien dé a conocer al joven esa información.
– Si no le molesta… Cada dos por tres, sir David me pregunta si ya lo he hecho. Si me ayuda, me quitará un buen peso de encima.
– Lo entiendo, señor. En unas circunstancias tan difíciles como las actuales, no debe de ser una tarea agradable.
– Y además está muy por encima de mis responsabilidades.
– Haré todo lo que pueda, señor, aunque quizá me resulte difícil dar con el momento apropiado.
– Sólo con que lo intente le estaré eternamente agradecido. Es muy amable, Stevens. No hace falta que dé usted grandes explicaciones, con cuatro cosas basta. Si me permite un consejo, háblele claro.
– Sí, señor. Haré lo que pueda.
– No sabe cómo se lo agradezco, Stevens. Y, por favor, manténgame informado.
Como imaginarán ustedes, el ruego de mi señor me dejó algo desconcertado. Se trataba de un asunto sobre el que, normalmente, habría tenido que reflexionar durante algún tiempo, pero al planteárseme de aquel modo, en un momento en que estaba tan ocupado, no podía permitirme distraerme demasiado. Así que decidí despacharlo en cuanto se presentase la primera oportunidad. Según recuerdo, más o menos una hora después de que se me hubiese confiado semejante misión pude comprobar que el joven mister Cardinal se encontraba solo en la biblioteca, sentado en uno de los escritorios, absorto en unos documentos. Visto de cerca, era fácil comprender los reparos que sentía mi señor, así como los que sentía el padre del joven. El ahijado de mi señor era un caballerete serio y cultivado, con unas facciones muy finas. Dado el tema que iba a tratar, habría preferido tener ante mí a un joven más alegre, a un joven, digamos, más frívolo. En cualquier caso, decidido como estaba a dar por concluido el asunto lo antes posible, me adentré en la biblioteca y, a unos pasos de distancia del escritorio de mister Cardinal, tosí discretamente.
– Discúlpeme, señor, pero debo transmitirle un mensaje.
– ¿Sí? -dijo mister Cardinal en tono apremiante, apartando la mirada de sus papeles-. ¿Trae un mensaje de mi padre?
– Sí, señor. Exactamente.
– Un momento.
El joven se inclinó para abrir su maletín, que tenía junto a los pies, y sacó un cuaderno y un lápiz.
– Dispare.
Volví a toser e intenté dar a mi voz el tono más neutro posible.
– El deseo de sir David es que usted sepa, señor, que las damas y los caballeros difieren en varios aspectos que son fundamentales.
Supongo que, tras decir estas palabras, debí de hacer una pausa antes de proseguir, ya que mister Cardinal suspiró y dijo:
– De sobra lo sé, Stevens. Y ahora le ruego que vaya al grano.
– ¿Lo sabe usted, señor?
– Mi padre siempre me ha infravalorado. Le diré que es un tema que he investigado a fondo y sobre el cual he leído mucho.
– ¿De verdad?
– En realidad, durante estos últimos meses prácticamente no he pensado en otra cosa.
– En ese caso, mi mensaje puede resultar superfluo.
– Puede usted decirle a mi padre que es un tema sobre el que estoy muy bien documentado. Este maletín -dijo empujándolo ligeramente con el pie- está repleto de notas que abarcan todos los ángulos posibles e imaginables.
– ¿De veras, señor?
– Realmente, creo que me he planteado todas las variaciones de que es capaz la mente humana. Le ruego que, a este respecto, tranquilice usted a mi padre.
– Así lo haré, señor.
Mister Cardinal pareció tranquilizarse. Volvió a darle otro puntapié al maletín, aunque preferí no mirar demasiado, y dijo:
– Supongo que se habrá preguntado por qué nunca me separo de este maletín. Ahora ya lo sabe. Imagínese que lo abriese según quién…
– Sería una situación muy delicada, señor.
– Por supuesto -dijo, volviéndose a incorporar repentinamente-, a menos que mi padre tenga algún elemento totalmente nuevo sobre el que quiera que reflexione.
– No creo, señor.
– ¿No? ¿Hay noticias del tal Dupont?
– Parece que no, señor, lo siento.
Hice lo posible por disimular la exasperación que me producía el descubrir que una misión que daba por cumplida estaba aún por empezar, y creo que mientras ponía en orden mis ideas con el fin de reanudar mis esfuerzos, el joven se puso repentinamente en pie y, aferrándose al maletín, dijo:
– En fin, saldré a respirar un poco de aire fresco. Le agradezco su ayuda, Stevens.
Procuré hallar el momento de entablar de nuevo la conversación en el más breve plazo, pero me resultó imposible, sobre todo porque aquella misma tarde, dos días más o menos antes de lo esperado, llegó mister Lewis, el senador norteamericano. Me encontraba en la despensa calculando las provisiones de sábanas cuando oí el sonido inconfundible de unos coches que se detenían en el patio. Me apresuré a subir las escaleras y de pronto, en el pasillo trasero, me encontré con miss Kenton en el mismo sitio en que había tenido lugar nuestro desafortunado encuentro, hecho que la animó a mantener el comportamiento infantil que mostraba desde entonces. Así, cuando le pregunté por la identidad del recién llegado, miss Kenton pasó de largo frente a mí pronunciando simplemente estas palabras: «Por escrito, si es urgente». La respuesta me pareció de lo más inoportuna y, por supuesto, mi única alternativa fue subir las escaleras corriendo. Recuerdo a mister Lewis como a un caballero de gran corpulencia y con una amable sonrisa casi perenne en su cara. Su antelación resultó más bien molesta tanto para mi señor como para sus colegas, dado que hubieran deseado disponer de uno o dos días más de intimidad para poder prepararse. No obstante, la actitud simpática e informal de mister Lewis y sus comentarios durante la cena, en el sentido de que «los Estados Unidos siempre estarían a favor de la justicia y no tendrían inconveniente en admitir que en Versalles se habían cometido algunos errores», parecieron infundir confianza dentro del «equipo local» de mi señor. En el transcurso de la cena, de forma lenta pero decidida se fue pasando de temas como los méritos de la Pennsylvania natal de mister Lewis hasta el inminente congreso, y, llegado el momento de encender los puros, se oyeron comentarios tan sinceros como los que se habían formulado antes de la llegada del senador. En un momento dado, éste dijo a los presentes: