– Pero… ¿todo está en orden? -volvió a preguntar.
– Sí, y me atrevo a decir que puede usted estar tranquilo. Me alegro mucho de que se sienta mejor.
Lentamente sacó los brazos de debajo de las mantas y se observó cansado el envés de las manos durante unos instantes.
– Me alegro mucho de que se sienta mejor -repetí-. Ahora es preciso que vuelva al trabajo. Como le he dicho, la situación es bastante turbulenta.
Siguió observándose las manos y, al cabo de un rato, dijo pausadamente:
– Espero haber sido un buen padre.
Sonreí y le dije:
– Estoy muy contento de que se sienta mejor.
– Me siento orgulloso de ti. Eres un buen hijo. Hubiera deseado ser un buen padre, aunque temo que no lo he sido.
– Ahora tengo mucho trabajo, pero mañana por la mañana hablaremos de nuevo.
Mi padre aún seguía mirándose las manos como si, en cierto modo, le irritasen.
– Estoy muy contento de que se sienta mejor -repetí, y seguidamente me marché.
Al volver abajo, la cocina era un auténtico infierno. El ambiente era muy tenso entre todo el personal, sin excepciones. No obstante, me complace señalar que cuando se sirvió la cena; un ahora más tarde, mi equipo mostró gran serenidad, pericia y eficiencia.
Ver el magnífico comedor de gala en todo su esplendor siempre me ha parecido una escena memorable, y en este sentido aquella noche no constituyó ninguna excepción. Naturalmente, aquellas hileras de caballeros en traje de etiqueta, cuyo número era tan desproporcionado en relación con las representantes del bello sexo, le daban un aspecto muy severo. Sin embargo, como compensación, las dos lámparas de araña que pendían encima de la mesa -las cuales en aquella época aún funcionaban con gas- difundían una luz tenue y suave que bañaba el salón sin darle ese brillo deslumbrante que desprenden las actuales, que son eléctricas. En aquella segunda y última cena del encuentro -se esperaba que buen número de invitados partiesen al día siguiente, tras el almuerzo- los asistentes se mostraron mucho menos reservados que durante los días precedentes. No sólo la conversación fluía más libre y su tono era más franco, sino que sirvió el vino a un ritmo visiblemente acelerado. Al finalizar la cena, que había transcurrido, profesionalmente hablando, sin grandes dificultades, mi señor se puso en pie para dirigirse a sus invitados.
Empezó su discurso agradeciendo a los asistentes que las reuniones que habían celebrado durante los dos días anteriores, «aunque a veces alentadoramente sinceras», hubiesen transcurrido en un ambiente amistoso y que hubiese reinado el deseo de ver prevalecer el bien. La solidaridad que pudo observar durante aquellos dos días había sobrepasado todas sus expectativas, y confiaba en que la sesión que tendría lugar por la mañana, con la que se «remataría» el encuentro, fuese prolífica en acuerdos por parte de los participantes, que establecieran, para cada uno de ellos, modalidades de actuación previas al gran congreso internacional que se celebraría en Suiza. Fue más o menos en aquel momento, e ignoro completamente si lo tenía previsto con antelación, cuando lord Darlington empezó a recordar viejas historias de su difunto amigo, el señor Karl-Heinz Bremann. Sacar a colación un tema tan personal, en el que mi señor tiene tendencia a explayarse, no fue muy oportuno. También hay que decir que lord Darlington nunca fue lo que se dice un orador, de modo que la agitación que siempre se oye una vez se ha perdido la atención del público empezó a notarse inmediatamente y se extendió por todo el salón. De hecho, llegado por fin el momento en que lord Darlington pidió a sus invitados que se levantaran y brindaran por «la paz y la justicia en Europa», la algarabía había llegado a tal grado -como consecuencia, quizá, de las generosas cantidades de vino consumidas- que rayaba en la mala educación.
Los asistentes se habían vuelto a sentar y empezaba a reanudarse la conversación, cuando se oyó el vigoroso repiqueteo de unos nudillos sobre la madera y vimos que monsieur Dupont se ponía en pie. En la sala se hizo de pronto un gran silencio, y el distinguido caballero recorrió la mesa con mirada grave y dijo:
– Espero no usurpar un derecho que corresponda a alguna otra de las personas aquí presentes, pero el caso es que no he oído qué nadie haya propuesto un brindis de agradecimiento a nuestro anfitrión, nuestro amable y honorable lord Darlington. -La concurrencia asintió con un murmullo y monsieur Dupont prosiguió-: Durante estos últimos días se han dicho cosas muy interesantes en esta casa, cosas muy importantes.
Hizo una pausa, pero esta vez la sala permaneció callada.
– He observado -continuó- que, unas veces implícitamente y otras con mayor franqueza, se ha criticado , y no me parece exagerado emplear este término, la política exterior de mi país. Volvió a hacer una pausa, y adoptó una expresión severa: Se habría dicho incluso que estaba enfadado-. Estos dos días hemos escuchado profundos e inteligentes análisis sobre la compleja situación que presenta hoy día Europa, y puedo decir, sin embargo, que en ninguno de ellos se han recogido íntegramente las razones que explican la actitud de Francia ante su país vecino. En cualquier caso -siguió, con un dedo levantado-, éste no es el momento de abordar semejante tema. En realidad, si durante los últimos días me he resistido deliberadamente a tratar esta cuestión ha sido porque he venido ante todo a escuchar. Y permítanme que les diga que me ha impresionado la veracidad de algunos argumentos que aquí he oído, aunque probablemente se preguntarán cuánto lo han hecho. -Monsieur Dupont hizo otra pausa al tiempo que su mirada se desplazaba tranquilamente por todos los rostros que le rodeaban, rostros que, a su vez, tenían sus ojos clavados en él. Finalmente, dijo-: Señoras y señores, discúlpenme, he reflexionado mucho acerca de estos asuntos y deseo decirles con toda confianza que, a pesar de mis discrepancias con muchos de los presentes en la forma de interpretar lo que en realidad está ocurriendo actualmente en Europa, así como en muchas de las cuestiones que se han planteado en esta casa, estoy convencido, señoras y señores, y digo convencido , de que son cuestiones justas y viables. -Un murmullo que traducía un doble sentimiento de victoria y alivio recorrió la mesa, pero esta vez monsieur Dupont alzó ligeramente la voz y, superponiendo al murmullo sus palabras, dijo-: Me complace anunciar a todos ustedes que pondré en juego mi modesta influencia con el fin de promover determinados cambios profundos en la política francesa, siguiendo las directrices expuestas aquí, y procuraré por todos los medios que tales cambios se operen antes del congreso que habrá de celebrarse en Suiza.
Hubo un fuerte aplauso, y observé cómo mi señor cruzaba un mirada con sir David. Monsieur Dupont levantó una mano, pero nadie supo si con ello agradecía los aplausos o los rechazaba.
– Pero antes de seguir dando las gracias a nuestro anfitrión, hay algo que quisiera confesarles, claro que algunos de ustedes pensarán que contar intimidades en la mesa no es de muy buena educación. -Estas palabras provocaron una risotada en el resto de los invitados-. Aun así, en este tipo de asuntos siempre he preferido ser sincero. Del mismo modo que es fundamental mostrarse agradecidos, formal y públicamente, a lord Darlington, artífice de que nos hallemos aquí y de que hayamos alcanzado este sentimiento presente de solidaridad y buena voluntad, también es fundamental, creo yo, condenar sin paliativos a los que han venido para servirse malintencionadamente de la hospitalidad de nuestro anfitrión, gastando sus energías tan sólo en intentar sembrar el descontento y suscitar todo tipo de equívocos. Esta clase de personas, además de resultar socialmente repugnantes, en la situación en que hoy nos encontramos son también muy peligrosas. -Volvió a hacer una pausa, y una vez más reinó un profundo silencio. Monsieur Dupont prosiguió con voz suave y pausada-. Mi única pregunta respecto a mister Lewis es la siguiente: ¿En qué medida refleja su execrable comportamiento la postura del actual gobierno norteamericano? Permítanme, señoras y señores, aventurar una respuesta, dado que un caballero capaz de mostrar la falsedad de que ha hecho gala estos días no merece ninguna confianza. Me atreveré pues, a formular mis propias conjeturas. Como es natural, los norteamericanos temen que no paguemos nuestra deuda si, llegado el caso, congelamos el cobro de las reparaciones de guerra procedentes de Alemania. No obstante durante estos últimos seis meses, he tenido ocasión de hablar de este mismo asunto con algunos norteamericanos situados en importantes cargos, y mi impresión es que en ese país hay gente con una visión más amplia de las cosas que el ciudadano que aquí lo representa. Para todos los que nos sentimos afectados por el futuro bienestar de Europa, es un alivio pensar que, actualmente, mister Lewis ya no tiene… ¿cómo les diría?, la influencia que tenía antaño. Quizá les parezca que estoy siendo excesivamente duro al exponer de un modo tan sincero lo que pienso, pero les aseguro, señoras y señores, que me muestro indulgente. Me abstendré, por ejemplo, de revelarles lo que este caballero ha estado diciéndome a propósito de cada uno de ustedes con una torpeza, un descaro y una ordinariez que apenas puedo creer. En fin, basta ya de acusaciones. Ha llegado el momento de que todos demos las gracias y les ruego, por tanto, señoras y señores, que brinden conmigo en honor de lord Darlington.
Durante su discurso, monsieur Dupont no había mirado ni una sola vez al lugar donde se encontraba mister Lewis.
Después de brindar por mi señor, se volvió a sentar y todos los asistentes parecieron evitar cuidadosamente mirar en dirección del caballero norteamericano. Durante unos instantes reinó un silencio embarazoso hasta que, por fin, mister Lewis se puso en pie, sonriendo afablemente como era su costumbre.
– Bien, puesto que todo el mundo ha pronunciado su discurso, ahora me toca a mí -dijo con una voz que dejó bien patente que ya había bebido lo suyo-. No tengo nada que objetar a las sandeces que nuestro amigo francés acaba de decir. Repudio esa forma de hablar y ha habido otras personas que han intentado tenderme la misma trampa otras veces. Pero les digo, señoras y señores, que muy pocos me han hecho caer en ella. Sí, muy pocos. -Mister Lewis se quedó callado y durante unos instantes pareció no saber cómo seguir. Finalmente, volvió a sonreír y dijo-: Como he dicho, aunque no voy a perder el tiempo con nuestro amigo francés, sí hay algo que tengo que decir. Ahora que somos todos tan sinceros, también lo seré yo. Me disculparán por lo que voy a decir, pero, a mi juicio, parecen ustedes una pandilla de ingenuos soñadores y serían unos caballeros encantadores si no se empeñasen en entrometerse en asuntos que afectan a todo el planeta. Pongamos como ejemplo a nuestro anfitrión, aquí presente. En el fondo, ¿qué es? Un caballero, y supongo que en eso están todos de acuerdo. Un típico caballero inglés, recto, bienintencionado, sí pero un mero aficionado . -Al pronunciar esta palabra, hizo una pausa y paseó la vista por la mesa-. Es un aficionado, pero hoy día los asuntos internacionales ya no pueden estar en manos de aficionados, y cuanto antes lo comprendan ustedes aquí, en Europa, mejor. Y ahora, amables y bienintencionados caballeros, permítanme que les pregunte algo. ¿Tienen idea de cómo evoluciona el mundo que los rodea? Ya forman parte del pasado los días en que se podía ser bondadoso. Sin embargo, parece que aquí, en Europa, todavía no se han dado cuenta. Hay caballeros como nuestro buen anfitrión que se creen con derecho a entrometerse en asuntos que no entienden. Se han dicho muchas tonterías estos días. Con muy buen corazón y muy buena intención, pero tonterías. Lo que necesitan en Europa son buenos profesionales que dirijan sus asuntos, y como no reaccionen pronto, están abocados al desastre. Ahora brindemos, caballeros, brindemos por los profesionales.