Hubo un silencio sepulcral y no se movió nadie. Mister Lewis se encogió de hombros, alzó su copa ante la concurrencia, bebió y volvió a sentarse. A los pocos segundos, lord Darlington se levantó.

– No es mi deseo iniciar una discusión -dijo mi señor- precisamente la última noche que estamos todos juntos, una noche alegre y gloriosa de la que debemos disfrutar. Sin embargo, mister Lewis, aunque sólo sea por el respeto debido a toda opinión, creo que sus consideraciones no merecen ser relegadas a un segundo plano como si fuesen palabras pronunciadas por uno de esos excéntricos oradores que vemos por las calles. Le diré, por tanto, una cosa. El comportamiento que usted considera propio de «aficionados», nosotros. lo consideramos atribuible a una cualidad llamada «honor».

Esta intervención provocó en la sala un fuerte murmullo de complacencia, palabras de aprobación y algunos aplausos.

– Y lo que es más -prosiguió mi señor-, creo de hecho comprender lo que usted entiende por «profesionales». Por lo visto, es un término que significa abrirse camino con trampas y engaños, así como dar preferencia en nuestra escala de valores a la ambición y la codicia en perjuicio del ansia de ver reinar en el mundo la justicia y la bondad. Y si ser «profesional» implica todo eso, es una virtud que no me interesa lo más mínimo ni tengo deseos de alcanzar.

Como respuesta se oyó un estallido mayor de entusiasmo, seguido de un aplauso cálido y continuado. Vi entonces que mister Lewis sonreía mirando su copa de vino y movía la cabeza con aire cansado. En aquel momento advertí que detrás de mí estaba el primer lacayo, que me susurró al oído:

– Señor, miss Kenton desea hablarle. Le espera fuera.

Salí lo más discretamente que pude, justo en el momento en que mi señor, aún en pie, comenzaba a tratar otro tema.

Miss Kenton parecía preocupada.

– Su padre se ha puesto muy grave, mister Stevens -dijo-. He llamado al doctor Meredith, pero supongo que aún tardará un poco en llegar.

Debí mostrarme confundido, ya que miss Kenton añadió:

– Mister Stevens, le aseguro que está muy mal. Será mejor que venga y le vea.

– Ahora no tengo tiempo. Los caballeros pasarán a la sala de fumar de un momento a otro.

– Lo sé, pero debe acompañarme, o es posible que más tarde lo lamente mucho.

Miss Kenton ya se había puesto en camino. Fuimos a paso de carga hasta la buhardilla de mi padre. Mistress Mortimer, la cocinera, estaba plantada a los pies de su cama, con el delantal todavía puesto.

– ¡Oh, mister Stevens! -exclamó al vernos entrar, su padre está muy mal… Efectivamente, la cara de mi padre había adquirido un color rojizo sombrío que nunca había visto antes en ningún ser vivo. Detrás de mí, oí que miss Kenton me susurraba:

– Tiene el pulso muy débil.

Me quedé observando a mi padre unos instantes, le palpé suavemente la frente y a continuación retiré la mano.

– Creo -dijo mistress Mortimer- que ha sufrido un ataque. He visto dos en mi vida, y juraría que es eso.

Y seguidamente empezó a llorar. Noté que despedía un fuerte y desagradable olor a grasa y carne asada. Me volví y le dije a miss Kenton: -Es una situación muy dolorosa, pero mi deber es ir abajo.

– Por supuesto, mister Stevens. Le avisaré cuando llegue el médico, o si hay algún cambio.

– Gracias.

Bajé corriendo la escalera y llegué justo cuando los caballeros se dirigían a la biblioteca. Los lacayos se sintieron aliviados al verme e, inmediatamente, les indiqué mediante señas sus respectivos puestos.

Ignoraba qué podía haber sucedido en el comedor de gala durante mi ausencia. Sólo sé que ahora el ambiente entre los invitados era realmente de júbilo. Por toda la sala de fumar se habían formado grupos de caballeros que reían y se daban palmaditas en la espalda. Según pude ver, mister Lewis ya se había retirado. Me abrí paso entre los invitados llevando una bandeja con una botella de oporto, y cuando estaba terminando de servir una copa a uno de los caballeros, oí una voz a mis espaldas que decía:

– Ah, Stevens, ¿le interesan los peces?

Y al volverme me encontré con el joven mister Cardinal, que me sonreía jovialmente.

Yo también sonreí y le dije:

– ¿Los peces, señor?

– Cuando era joven, tenia en un estanque toda clase de peces tropicales. Era una especie de acuario. ¿Se encuentra bien, Stevens?

Volví a sonreír.

– Perfectamente, señor. Gracias.

– Como muy bien dijo usted, debería volver por aquí en primavera. Supongo que Darlington Hall estará precioso durante esa época. Creo que la última vez que vine era invierno. Stevens, ¿de verdad se encuentra usted bien?

– Perfectamente. Gracias, señor.

– ¿No se siente mal?

– En absoluto, señor. Le ruego que me disculpe.

Seguí sirviendo el oporto a otros invitados. Detrás de mí, el sacerdote belga soltó una fuerte carcajada y exclamó:

– ¡Esto es una herejía! ¡Una auténtica herejía!

Y soltó una nueva carcajada. Noté que alguien me tocaba discretamente el codo y, al volverme, me encontré frente a lord Darlington.

– Stevens, ¿se encuentra bien?

– Perfectamente, señor.

– Parece que esté llorando.

Me reí y, sacando un pañuelo, me sequé rápidamente la cara.

– Lo lamento, señor. Ha sido un día muy duro.

– Sí, hemos tenido mucho trabajo.

Alguien se dirigió a mi señor y éste se volvió para responder. Cuando me dispuse a seguir recorriendo el salón, vi que miss Kenton me hacía señas desde la puerta. Avancé hacia ella, pero antes de llegar a la puerta, monsieur Dupont me cogió del brazo.

– Mayordomo -dijo-, ¿podría traerme más vendas? Me duelen de nuevo los pies.

– Sí, señor.

Y mientras me dirigía a la puerta, observé que monsieur Dupont me seguía. Me volví y le dije:

– Volveré enseguida a traerle lo que me ha pedido.

– Dése prisa, por favor. Me duelen mucho.

– Sí, señor. Discúlpeme, señor.

Miss Kenton seguía esperándome en el vestíbulo, en el mismo lugar desde donde me había llamado. Al verme salir, se encaminó en silencio hacia la escalera con una expresión extrañamente serena. Acto seguido se volvió y me dijo:

– Lo lamento mucho, mister Stevens. Su padre falleció hará aproximadamente unos cuatro minutos.

– Ya.

Se miró las manos y después, levantando de nuevo la mirada, añadió: -Lo siento mucho, mister Stevens. Quisiera poder decirle algo que le sirviera de consuelo.

– No es necesario, miss Kenton.

– El doctor Meredith todavía no ha llegado. -Durante un momento mantuvo la cabeza gacha, y de pronto soltó un sollozo. Casi al instante recobró la calma y preguntó con voz templada-: ¿Quiere subir a verle?

– Ahora estoy muy ocupado, miss Kenton. Quizá suba dentro de un rato.

– En ese caso, permítame que sea yo quien le cierre los ojos.

– Se lo agradecería mucho, miss Kenton.

Empezó a subir la escalera, pero la detuve y le dije:

– Miss Kenton, no me juzgue mal si no subo a ver a mi padre en el estado en que se encuentra, se lo ruego. Estoy seguro de que a él le gustaría que siguiera con mi trabajo.

– Claro, mister Stevens.

– Si obrara de otro modo, creo que le decepcionaría.

– Claro, mister Stevens.

Me volví con la botella de oporto aún en mi bandeja y entré de nuevo en la sala de fumar. Ésta, relativamente pequeña, parecía una selva de trajes de etiqueta, cabellos grises puros humeantes. Busqué copas vacías para volverlas a llenar, sorteando a numerosos caballeros. Monsieur Dupont me dio un golpecito en el hombro y me preguntó:

– Mayordomo, ¿ha buscado lo que le he pedido?

– Lo siento, señor, pero no se puede hacer nada hasta dentro de un rato.

– ¿Qué quiere decir? ¿No tienen vendas en el botiquín?

– Señor, un médico está en camino.

– ¿Ha llamado a un médico? Muy bien, muy bien.

– Sí, señor.

– Muy bien.

Monsieur Dupont prosiguió su conversación y yo seguí recorriendo la sala durante unos instantes. En un momento dado, la condesa surgió de entre dos caballeros y, antes de que pudiera llenarle la copa, se sirvió ella misma cogiendo el oporto de la bandeja.

– Felicite de mi parte a los cocineros, Stevens -dijo.

– Por supuesto, señora. Gracias, señora.

– Usted y su equipo han trabajado formidablemente.

– Es muy amable, señora.

– Ha habido un momento durante la cena en que habría jurado que era usted tres personas a la vez -dijo riéndose.

Sonreí y respondí:

– Es un placer poder servirla, señora.

Más tarde localicé a mister Cardinal, que no andaba muy lejos. Seguía solo, y temí que la compañía de gentes como aquéllas hubiera intimidado a nuestro joven caballero. En cualquier caso, tenía la copa vacía y rápidamente me acerqué a él. Pareció más animado al verme llegar y alargó su copa.

– Stevens, creo que es admirable que sea usted un amante de la naturaleza -dijo mientras le servía-. Y me atrevería a decir que para lord Darlington es una gran ventaja tener a alguien que vigile con interés las tareas que realiza el jardinero.

– ¿Cómo dice, señor?

– Le estor hablando de la naturaleza, Stevens. El otro día charlamos acerca de sus maravillas. Y estoy de acuerdo con usted en que debemos estar agradecidos por las cosas maravillosas que nos rodean.

– Sí, señor.

– Piense en todo lo que se ha estado diciendo aquí, por ejemplo. Se ha hablado de tratados, fronteras, reparaciones de guerra, ocupaciones, y sin embargo fíjese en la madre naturaleza que nos mira impasible. ¿No le parece divertido?

– Sí, señor. Lo es.

– Me pregunto si no habría sido mejor que Dios todopoderoso nos hubiese creado a todos…, no sé…, como plantas. Para empezar, nadie hablaría de guerras y fronteras.

Al joven caballero le pareció haber hecho una reflexión muy graciosa. Se rió y, tras pensar de nuevo en lo que había dicho, volvió a reírse. Yo también solté una carcajada y entonces, dándome un codazo, me dijo.

– ¿Se lo imagina, Stevens?

Y volvió a reírse.

– Sí, señor -dije riéndome a mi vez-, sería una situación muy divertida.

– Aunque seguiríamos necesitando a personas como usted para hacer llegar mensajes, traer el té y todas esas cosas. De otro modo, ¿quién iba a hacerlas? ¿Se lo imagina, Stevens? ¿Todo el mundo pegado al suelo? ¡Imagíneselo por un instante!

Justo en ese momento, se me acercó un lacayo por la espalda.


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