– Miss Kenton tiene algo que decirle, señor -me informó.

Pedí disculpas a mister Cardinal y me dirigí a la puerta. Observé que monsieur Dupont permanecía alerta y, cuando estuve cerca de él, me dijo:

– Mayordomo, ¿ha llegado el médico?

– Ahora mismo voy a ver, señor. Enseguida vuelvo.

– Me duelen mucho los pies.

– Lo siento, señor. El médico no tardará.

Esta vez monsieur Dupont salió fuera conmigo. Miss Kenton se encontraba de nuevo en el vestíbulo.

– Mister Stevens -dijo-, el doctor Meredith ya ha llegado. Se encuentra arriba.

Había dirigido a mí estas palabras, pero monsieur Dupont, que estaba detrás de mí, exclamó:

– ¡Ah, perfecto!

Me volví hacia él y le dije:

– Si es usted tan amable de seguirme.

Le conduje a la sala de billar y avivé el fuego mientras se instalaba en una de las sillas de cuero y se quitaba los zapatos.

– Siento que la habitación esté un poco fría, señor. El médico no tardará.

– Gracias, mayordomo. Ha sido muy amable.

Miss Kenton seguía esperándome en el vestíbulo y subimos en silencio. El doctor Meredith se encontraba en el cuarto de mi padre tomando algunas notas, y mistress Mortimer lloraba amargamente. Seguía con el delantal puesto. Como es natural, lo había utilizado para secarse las lágrimas, y por con siguiente se había llenado la cara de manchas de grasa. Ahora tenía el aspecto de una artista de varietés embadurnada de negro. Temía que la habitación oliese a muerte, pero gracias a mistress Mortimer, o más bien a su delantal, estaba impregnada de olor a carne asada.

El doctor Meredith se puso en pie y dijo:

– Le acompaño en el sentimiento, Stevens. Ha sufrido un fuerte ataque, pero, por si le sirve de consuelo, le diré que casi no ha padecido. No había forma humana de salvarlo.

– Gracias, señor.

– Ahora debo marcharme. ¿Se encargará usted de los preparativos?

– Sí, señor. Aunque, si me permite, abajo hay un distinguido caballero que precisa de sus cuidados.

– ¿Es algo urgente?

– El caballero ha manifestado un gran deseo de verle, señor.

Conduje al doctor Meredith al piso de abajo, le llevé hasta la sala de billar y después volví rápidamente a la sala de fumar, donde el ambiente era más eufórico si cabe.

Evidentemente, no soy yo quien debería sugerir que merezco figurar junto a los «grandes» mayordomos de nuestra gene ración, como mister Marshall o mister Lane; sin embargo, debo decir que hay quien, quizá por una exagerada magnanimidad, sostiene esta idea. Permítanme aclararles que cuando digo que el encuentro de 1923, y aquella noche en concreto, fue un momento decisivo para mi carrera, hablo tomando como referencia mis propios juicios, más modestos. Aun así, si piensan por un momento en las tensiones a que me vi sometido aquella noche, quizá no les parezca que me vanaglorio en exceso si me atrevo a sugerir que posiblemente demostré poseer, en todos los aspectos, algo de aquella «dignidad» que caracterizó a profesionales como mister Marshall y, por qué no decirlo, mi padre. ¿Por qué habría de negarlo? A pesar de los tristes recuerdos que en mí evoca aquella noche, siempre que me viene a la memoria va acompañada de una gran sensación de triunfo.


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