Mistress Wakefield se volvió de nuevo hacia el arco y pasando la mano por la superficie, dijo:

– O sea, que no podemos saber el siglo. En fin, como le dije, me parece una imitación. Muy lograda, pero imitación.

No di más importancia a esta conversación; sin embargo, cuando los Wakefield se hubieron marchado le llevé a mister Farraday una taza de té al salón y le noté bastante preocupado. Tras unos momentos de silencio, me dijo:

– ¿Sabe una cosa, Stevens? Mistress Wakefield no se ha ido tan impresionada como pensaba.

– ¿En serio?

– Sí, Stevens, le ha parecido que exageraba la antigüedad de la casa, que le ponía siglos a todo.

– ¿De verdad, señor?

– No ha dejado de decir que si esto era «una imitación», que si lo otro era «una imitación». Hasta de usted lo ha dicho Stevens.

– ¿En serio, señor?

– En serio. Le he dicho que usted era un auténtico mayordomo inglés, de los de antes. Que durante más de treinta años había servido en esta casa a un auténtico lord inglés. Sin embargo, mistress Wakefield me ha rebatido este último dato, y me lo ha rebatido además muy segura de sí misma.

– ¿De verdad?

– Mistress Wakefield estaba convencida de que, antes de contratarle Yo, no había trabajado en esta casa. Y es más, me ha asegurado que usted mismo se lo había dicho. Como podrá suponer, me ha hecho sentirme bastante ridículo.

– Lo lamento, señor.

– Lo que quiero decirle, Stevens, es que esta casa es una antigua casa inglesa, una genuina mansión. ¿No es así? Eso es lo que compré. Y usted es un mayordomo inglés a la antigua, también genuino. No un simple criado pretencioso. ¿No es así? Eso es lo que buscaba y eso es lo que tengo. ¿No es así?

– Personalmente, me atrevería a decir que sí, señor.

– Y si es así, ¿puede explicarme por qué mistress Wakefield dice esas cosas? Le aseguro que me intriga bastante.

– Posiblemente le expuse mi carrera de forma errónea. Discúlpeme si le he puesto en una situación embarazosa.

– Sí, ha sido una situación muy embarazosa. Ahora, estos señores pensarán que soy un fanfarrón y un mentiroso. Y dígame, ¿qué quiere usted decir con eso de que «posiblemente le expuso su carrera de forma errónea»?

– Discúlpeme. No pensaba que esto pudiese dar lugar a una situación tan embarazosa.

– ¡Pero Stevens, maldita sea! ¿Por qué ha tenido que contarle a esta señora semejante historia?

Me quedé pensativo durante un instante y después le dije:

– Lo lamento mucho, señor. Pero se trata de un asunto relacionado con las costumbres de este país.

– ¿Puede explicarse de una vez?

– Quiero decir que en Inglaterra los sirvientes tienen por norma no hablar de sus anteriores señores.

– Muy bien, Stevens, admito que no quiera usted revelar los secretos de otras personas, pero de ahí a negar que ha trabajado usted para ellas, ¡vamos, hombre!

– Planteado así, parece realmente un absurdo, pero en muchos casos se ha considerado que era preferible que un sirviente diera á entender eso. Si me permite usted la comparación, es lo mismo que se hace con los matrimonios. Cuando una dama divorciada está en compañía de su segundo marido, a menudo se considera preferible no hacer ninguna referencia al primero. En nuestra profesión se sigue un comportamiento parecido, señor.

– Ojalá lo hubiese sabido antes, Stevens -dijo mi patrón echándose hacia atrás en su silla-; ya se lo he dicho, he que dado como un auténtico imbécil.

Incluso en aquel momento comprendí que la explicación que le había dado a mister Farraday, aunque naturalmente tenía algo de cierta, por desgracia no era del todo correcta. No obstante, cuando uno tiene tantas cosas en que pensar, es fácil restar importancia a esta clase de problemas. Y eso fue exactamente lo que hice; durante algún tiempo, borré de mi mente este suceso. Sin embargo, ahora que he vuelto a recordarlo, delante de este estanque e inmerso en la calma que lo rodea, no hay duda de que mi reacción ante mistress Wakefield tiene cierta relación con lo ocurrido esta misma tarde.

Como es natural, actualmente hay mucha gente que se cree con derecho a hacer toda clase de comentarios absurdos sobre lord Darlington. Pensarán ustedes que, en cierto modo, puedo sentirme violento y avergonzado de que me asocien con mi señor, y que éste es el motivo que me induce a adoptar tan extraña actitud. Permítanme, por lo tanto, decirles que no hay nada más lejos de la verdad. Gran parte de las cosas que oigo decir sobre mi señor son sandeces basadas tan sólo en una ignorancia supina de los hechos. R mi juicio, mi extraño comportamiento puede ser muy plausible si la razón que lo explica es que trato de evitar toda posibilidad de oír más tonterías sobre mi señor. Quiero decir que, en los dos casos que he expuesto, decidí contar mentiras piadosas por ser el modo más sencillo de evitarme disgustos. Y pensándolo bien, me parece una explicación muy razonable, ya que, francamente, no hay nada que me moleste más que oír una y otra vez todas esas tonterías. Permítanme decirles que lord Darlington fue un caballero de gran talla moral, una talla muy superior a la de la mayoría de las personas que dicen todas esas tonterías sobre él, y les aseguro que mantuvo esa cualidad hasta el último de sus días. Nada podría ser menos cierto que sugerir que lamento que me asocien con semejante caballero. Y comprenderán que los años que pasé sirviendo a mi señor en Dartington Hall constituyeron el período de mi carrera en que más cerca me sentí de ese eje que mueve la rueda del mundo. Más cerca de lo que nunca había imaginado. Consagré treinta y cinco años de mi carrera a lord Darlington, y por este motivo tengo razones de sobra para alegar que, durante ese tiempo, «pertenecí a una casa distinguida», con todo lo que estas palabras significan. La satisfacción que me produce pensar en mi carrera tiene como causa principal aquella época, y en todo momento me siento muy orgulloso y agradecido por haber tenido ese gran privilegio.


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