TERCER DIA POR LA MAÑANA

Taunton, Somerset

Anoche me alojé en una hostería llamada Coach and Horses, situada en las afueras de Taunton, en Somerset. Como es un caserón con el techo de bálago al pie de la carretera, cuando me aproximaba en el Ford al caer los últimos rayos del sol, me pareció un lugar sumamente sugestivo. El hostelero me condujo por una escalera de madera hasta una pequeña alcoba, sin ningún lujo, pero limpia. Al preguntarme si ya había cenado, le pedí que me subiera un bocadillo a la habitación que como cena resultó ser una alternativa totalmente satisfactoria. Sin embargo, conforme fueron avanzando las horas empecé a sentirme inquieto dentro de la habitación, y al fin decidí bajar al bar a probar la sidra del lugar.

En torno a la barra, había un grupo de cinco o seis clientes -gente dedicada a las faenas del campo, a juzgar por su aspecto- y el resto de la pieza estaba vacío. Tras recibir del hostelero una jarra de sidra, me instalé en un rincón, con el fin de reposar un poco y recopilar mis impresiones del día. Pronto me di cuenta, sin embargo, de que mi presencia había alterado los hábitos de los lugareños y, en cierto modo, les obligaba a mostrarse hospitalarios. Así, cada vez que interrumpían su conversación, siempre había alguno de ellos que lanzaba una mirada hacia mi mesa, como si deseara dirigirse a mí. Finalmente, uno de ellos alzó la voz y me dijo:

– Me han dicho que va a pasar aquí la noche.

Al responderle afirmativamente, mi interlocutor meneó la cabeza con aire dubitativo y me hizo la siguiente observación:

– Ahí arriba no dormirá usted mucho, señor. A menos que no le importe oír los ronquidos de Bob -y con un gesto me señaló al hostelero- toda la noche. Después, será su parienta la que le despierte cuando empiece a darle órdenes a gritos así que rompa el alba.

A pesar de las protestas del hostelero, los presentes soltaron una fuerte carcajada.

– ¿De verdad? -pregunté, y al hablar volvió a invadirme la sensación, la misma que me ha invadido en numerosas ocasiones delante de mister Farraday, de que deseaban escuchar una respuesta graciosa. De hecho, los lugareños guardaron educado silencio, a la espera de que redondeara mi respuesta. Avivé un poco mi ingenio y, finalmente, dije-: Será… como el canto del gallo, sólo que en versión humana.

Al principio siguieron en silencio, como si pensaran que faltaba algo, pero al reparar en la alegre expresión de mi rostro, soltaron una carcajada, desconcertados. A continuación, volvieron a sus conversaciones y ya no intercambié ninguna palabra con ellos hasta que les di las buenas noches algo más tarde.

Al ocurrírseme semejante chiste como respuesta me sentí bastante satisfecho; sin embargo, reconozco que el poco éxito con que fue recibido me dejó un tanto abatido. Y supongo que me sentí así porque durante estos últimos meses he dedicado mucho tiempo y esfuerzos a aumentar mis recursos en j este terreno. Quiero decir que he procurado sumar este mérito al acervo profesional que poseo con el fin de hacer frente, con toda confianza, a cualquier situación jocosa. Esperanza que también alberga mister Farraday.

Por ejemplo, últimamente he procurado escuchar la radio en mi habitación cada vez que he tenido un rato libre; en realidad, las tardes en que mister Farraday no está en casa. Uno de los programas que escucho es Dos o más veces a la semana . Se emite tres veces a la semana, de hecho, y en él intervienen básicamente dos personas que tratan de forma humorística diversos temas planteados en las cartas de los oyentes. Lo he seguido con atención porque los chistes que cuentan son siempre de muy buen gusto y, a mi juicio, se ajustan muy bien al tipo de humor que mister Farraday espera de mí. Siguiendo este programa como ejemplo, he ideado un tipo de ejercicio que intento practicar al menos una vez al día. Siempre que me encuentro ante una situación extraña, intento formular tres chistes sobre las circunstancias que me rodean en ese momento. Y otra variante de este ejercicio es intentar imaginar tres chistes a partir de los sucesos que hayan acaecido una hora antes.

Quizá comprendan ahora por qué anoche me sentí tan abatido al ver que mi agudeza caía en saco roto. En primer lugar, pensé que su poco éxito podía deberse a que no hubiese hablado con suficiente claridad, pero después, una vez que me hube retirado, se me ocurrió que quizá había ofendido a aquella gente. Al fin y al cabo, pudieron pensar perfectamente que con mis palabras había comparado a la esposa del hostelero con un gallo, propósito totalmente ajeno a mis intenciones.

Esta idea siguió torturándome todo el tiempo que tardé en dormirme, e incluso esta mañana he estado a punto de presentar mis disculpas al dueño, pero la cordialidad con que me ha servido el desayuno me ha impulsado, finalmente, a dejar estar todo ese asunto.

Aunque se trate de un episodio insignificante, sirve para ilustrar los riesgos que pueden llevar consigo estas gracias. Es propio de su naturaleza el que la persona de quien se espera un chiste no tenga tiempo de calibrar las repercusiones que éste pueda tener, por tanto, corre el riesgo de pronunciar algunas inconveniencias si no cuenta con la habilidad y la experiencia necesarias. No hay razón para pensar que con el tiempo y mucha práctica no pueda llegar a defenderme en este terreno, pero, dados los errores en que puedo incurrir, he decidido que lo mejor, al menos por el momento, es abstenerme de cumplir con esta obligación ante mister Farraday hasta que no tenga más maña.

En cualquier caso, lamento informarles de que el comentario que los lugareños me hicieron anoche a modo de chiste -asegurarme que pasaría una mala noche por el alboroto que me llegaría del piso de abajo- resultó ser más que cierto. La esposa del hostelero gritó y además habló incesantemente con su marido, y no sólo anoche mientras realizaba sus tareas, pues esta mañana también la he oído gritar. A pesar de todo, estaba dispuesto a perdonar a esta pareja tan diligente en su trabajo, seguro de que todos los ruidos se debían a este hecho. Por otra parte, tenía en cuenta mi desafortunado comentario. Por este motivo, no he querido comentar que había pasado una noche de perros al darle las gracias al dueño y marcharme a explorar el mercadillo de Taunton.

Ahora estoy disfrutando de una buena taza de té, a media mañana, y quizá habría hecho mejor en alojarme en este establecimiento, ya que en el letrero que tienen fuera anuncian no sólo «té, bocadillos y pasteles», sino también «habitaciones tranquilas, limpias y confortables». El establecimiento está situado en la calle mayor de Taunton, muy cerca del mercadillo. Es un edificio algo hundido, con una fachada muy característica por las vigas de madera oscura que la cruzan. Me encuentro en el salón de té, una pieza muy espaciosa, con paredes de madera de roble y mesas suficientes para acomodar, imagino, a una veintena de personas sin que se sientan agobiadas. En la barra, detrás de una exquisita selección de pastas y pasteles, sirven dos joviales señoritas. En general, me parece un sitio excelente para tomar el té a media mañana, pero lo sorprendente es que, al parecer, muy pocos vecinos de Taunton frecuentan este lugar. En estos momentos sólo me acompañan dos señoras mayores sentadas cara a cara en la mesa que hay junto a la pared de enfrente, y un hombre, probablemente un campesino jubilado, sentado a una mesa que hay junto a otra que está al lado del gran ventanal. Al hombre no alcanzo a verle claramente porque el sol brilla tanto que sólo deja distinguir su contorno. Sin embargo, veo que está leyendo con atención el periódico y que, de vez en cuando levanta la mirada para observar a los viandantes que pasan por la acera. Al principio, por su modo de mirar he pensado que esperaba a alguien; sin embargo, parece que su intención es únicamente saludar a los conocidos que pasan.

Me he instalado cómodamente en la pared del fondo, pero incluso a esta distancia percibo con toda claridad la calle, inundada de sol. En la acera de enfrente distingo asimismo una señal en la que se indican varias localidades cercanas. Una de ellas es Mursden. Mursden es un nombre que quizá les diga algo. Es lo que me ocurrió a mí ayer, al descubrirlo en el mapa. De hecho, debo decir que me sentí incluso tentado de desviarme ligeramente del recorrido previsto con el único fin de ver este pueblo. En Mursden, situado en el condado de Somerset, se hallaba la empresa Giffen amp; Co. Era a Mursden adonde había que dirigirse antiguamente para hacer los pedidos de barras Giffen's que se utilizaban para sacar brillo a la plata, unas barras de color negro que había que «raspar, mezclar con cera y aplicar con la mano». Durante una época, Giffen's fue sin duda el mejor producto para limpiar la plata que había en el mercado, hasta que con la aparición, poco antes de la guerra, de nuevas sustancias químicas, la demanda de este magnífico producto decayó.

Si bien recuerdo, Giffen's apareció a principios de los años veinte; y no soy la única persona para la que el auge de este producto y el cambio de tendencia que experimentó nuestra profesión estuvieron estrechamente relacionados. Un cambio que hizo de la limpieza de la plata la tarea trascendental que, en general, sigue siendo hoy. Supongo que, como otros muchos cambios relevantes de aquel período, éste fue una cuestión generacional. Durante aquellos años nuestra gene ración de mayordomos «alcanzó su mayoría de edad», Y personajes como mister Marshall, sobre todo, fueron los principales causantes de que la limpieza de la plata llegara a alcanzar una trascendencia semejante. No quiero decir con ello que sacar brillo a la plata, concretamente a los objetos empleados en la mesa, no se considerara desde siempre una tarea seria. Sin embargo, es justo decir que muchos mayordomos de, digamos, la generación de mi padre, no pensaban que se tratase de un asunto fundamental. Prueba de ello es el hecho de que en aquellos días el mayordomo de una casa no supervisaba personalmente la limpieza de la plata. En realidad, se contentaba con dejar esta tarea a la propia iniciativa del segundo mayordomo, limitándose a echar una ojeada de vez en cuando. Se dice que mister Marshall fue el primero en hacer ver la gran importancia de la plata, al subrayar que no había otro objeto en la casa que un invitado examinase tan a fondo como la plata durante las comidas. Se trataba, por lo tanto, de un indicador público del nivel de una casa. Y fue mister Marshall el primero que dejó estupefactos a las damas y caballeros que visitaban Charleville House con una plata limpia y brillante como nunca se había visto antes. Naturalmente, todos los mayordomos dcl país, acuciados por sus patronos, empezaron a obsesionarse con el tema de la plata, y enseguida hubo varios mayordomos, lo recuerdo muy bien, que presumían de haber descubierto métodos de limpieza que superaban los empleados por mister Marshall, métodos que mantenían celosamente secretos, como hacen los chefs franceses con sus recetas. No obstante, tengo la certeza, la misma certeza que tenía entonces, de que, por misteriosos y complejos que fuesen los métodos aplicados por alguien como mister Jack Neighbours, el resultado final era nulo o, en cualquier caso, apenas perceptible. Por lo que a mí respectaba, el problema no tenía mayores complicaciones: bastaba con emplear un buen producto y supervisar la tarea muy de cerca. Giffen's era el producto que aconsejaban los más expertos mayordomos de la época, y si se empleaba correctamente, no había por qué temer que la plata ajena fuese mejor que la propia.


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