Me complace poder recordar varias ocasiones en que la plata de Darlington Hall impresionó gratamente a nuestras visitas. Recuerdo, por ejemplo, la vez que lady Astor comentó, no sin cierto resquemor, que nuestra plata «era probablemente incomparable». También recuerdo una cena en que mister George Bernard Shaw, el famoso escritor, se puso de pronto a examinar atentamente la cucharilla de postre que tenía enfrente, manteniéndola con la mano a contraluz y comparando su superficie con la de una bandeja que tenía cerca, sin preocuparse del resto de los comensales. Sin embargo, es posible que el caso que hoy recuerde con mayor satisfacción sea el ocurrido una noche en que un distinguido político, que posteriormente fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores, vino a hacernos una visita absolutamente «extraoficial». En realidad, ahora que los frutos de aquellas visitas ya han sido bien estudiados, no hay razón para ocultar que el personaje de quien hablo es lord Halifax.
Según evolucionaron las cosas, aquella visita fue la primera de toda una serie de encuentros «extraoficiales» entre lord Halifax y el embajador alemán en aquella época, el señor Ribbentrop. Aquella primera noche, sin embargo, lord Halifax se mostró cauto y desconfiado, como se desprende de las palabras con que se dirigió a lord Darlington nada más llegar:
– De verdad te digo que no sé para qué me has animado a venir. Sé que lo lamentaré.
Dado que al señor Ribbentrop no se le esperaba hasta aproximadamente una hora más tarde, mi señor propuso a su huésped dar un paseo por Darlington Hall, un buen modo de tranquilizar a muchos invitados que llegaban nerviosos. Sin embargo, mientras seguía con mis quehaceres sólo llegó a mis oídos, desde distintas partes del edificio, la voz de lord Halifax que no cesaba de manifestar sus dudas ante el encuentro que se avecinaba, con la réplica consiguiente de lord Darlington que intentaba tranquilizarle. En cierto momento me pare ció oír que lord Halifax exclamaba:
– ¡Dios mío!, Darlington, en esta casa la plata es una maravilla.
Fueron unas palabras que, por supuesto, me encantó oír aunque debo añadir que lo que realmente me causó mayor placer de todo ese episodio no acaecería hasta dos o tres días más tarde, cuando lord Darlington me hizo el siguiente comentario:
– Por cierto, Stevens, la otra noche lord Halifax quedó muy impresionado por la plata. De hecho, le hizo cambiar por completo de estado de ánimo.
Recuerdo perfectamente que éstas fueron sus palabras, así que no invento nada al decir que el asunto de la plata contribuyó aquella noche de forma mínima pero no desdeñable a facilitar las relaciones entre lord Halifax y el señor Ribbentrop.
A este respecto, quizá convenga decir un par de cosas sobre este último. Actualmente, todo el mundo sabe muy bien que el señor Ribbentrop era un farsante, que durante aquellos años Hitler se propuso ocultar sus verdaderas intenciones a Inglaterra todo el tiempo que fuese posible y que la única misión en nuestro país del señor Ribbentrop fue orquestar este engaño. Como he dicho, es la versión por todo el mundo aceptada y no pretendo sostener ahora lo contrario. Si resulta, sin embargo, bastante molesto oír hablar hoy día a la gente como si a ellos el señor Ribbentrop nunca les hubiera resultado simpático y como si el único embaucado y el único que colaboró con él hubiese sido lord Darlington. Lo cierto es que, en los años treinta, el señor Ribbentrop era un personaje bien considerado y en las mejores casas gozaba, incluso, de cierto prestigio. Recuerdo especialmente que, hacia 1936 o 1937, a los criados que venían con los invitados sólo se les oía hablar del «embajador alemán», y por lo que contaban, era evidente que suscitaba verdaderas pasiones entre las damas y los caballeros más distinguidos del país. Por eso, como he dicho, resulta desagradable escuchar hoy a esa misma gente cuando hablan de aquellos tiempos, y sobre todo las cosas que algunas de ellas comentan sobre mi señor. Su gran hipocresía quedaría rápidamente patente si pudieran ver ustedes algunas de las listas de invitados que estas personas elaboraban por aquella época. Verían no sólo la frecuencia con que el señor Ribbentrop comía en sus casas, sino también el número de veces que se sentó a ellas como invitado de honor.
Y sin embargo les oirán comentar escandalizados que, durante los viajes que lord Darlington realizó a Alemania en aquellos años, aceptó la hospitalidad de los nazis. Creo que se mostrarían más cautos si por ejemplo el Times publicase la lista de invitados de algunos de los banquetes que ofrecieron los nazis durante el Congreso de Nuremberg. Damas y caballeros que figuraban entre los más respetados y renombrados de Inglaterra gozaron de la hospitalidad de los dirigentes nazis, y de buena tinta sé que la gran mayoría de estas personas regresaron deshaciéndose en elogios y alabanzas para con sus anfitriones. Insinuar que lord Darlington mantenía contactos encubiertos con el enemigo significa ignorar por completo el verdadero ambiente de aquellos tiempos.
También faltan a la verdad quienes afirman que lord Darlington era antisemita o que mantenía estrechos contactos con organizaciones como la Unión Británica de Fascistas. Sólo la más absoluta ignorancia de la clase de caballero que era mi señor puede explicar que se hagan tales afirmaciones. Lord Darlington aborrecía el antisemitismo. En varias ocasiones en que mi señor se vio confrontado con esta clase de actitudes, manifestó ante mí su rechazo. Y tampoco tienen fundamento las afirmaciones de que mi señor nunca permitió que entrasen judíos en su casa o que se contratase a sirvientes judíos, exceptuando quizá un caso sin importancia que ha sido exagerado hasta llegar a extremos inauditos. Por lo que respecta a la Unión Británica de Fascistas, sólo puedo decir que asociar a mi señor con esa clase de gente es simplemente ridículo. Sir Oswald Mosley, el caballero que dirigía a los camisas negras, vino de visita a Darlington Hall tres veces como máximo, creo recordar, y todas ellas recién creada esa organización y antes de manifestar su auténtico carácter. Pero una vez resultó evidente la peligrosa naturaleza de aquel movimiento -y permítaseme añadir que mi señor no fue de los últimos en reparar en ello- lord Darlington rompió todos sus vínculos con él.
En cualquier caso, éstas eran organizaciones sin trascendencia alguna en la vida política del país. Comprenderán ustedes que a un caballero como lord Darlington apenas le preocupaba todo aquello que no fuese el auténtico meollo de las cosas, y las figuras que se esforzó en reunir a su alrededor durante aquellos años eran personas totalmente al margen de estos molestos grupúsculos. Su ambiente lo constituían personas altamente respetables, con gran influencia en la vida británica: políticos, diplomáticos, militares, clérigos. Y añadiré además que algunos de estos personajes eran judíos, un hecho que prueba lo absurdo de gran parte de las acusaciones que se han formulado contra mi señor.
En fin, me estoy desviando del tema. Lo cierto es que estaba hablando de la plata y de la favorable impresión que causó su aspecto en lord Halifax la noche de su encuentro con el señor Ribbentrop en Darlington Hall. Permítanme que les haga observar que en ningún momento he sugerido que la plata fuese el factor determinante que convirtió una noche que a juicio de mi patrón se avecinaba bastante desalentadora, en una velada triunfante. No obstante, tal y como he señalado, el propio lord Darlington sugirió que aquella noche la plata había, en cierto modo, influido en el cambio de ánimo de su invitado. Quizá sea lógico, pues, rememorar estos hechos con gran satisfacción.
Algunos miembros de nuestra profesión consideran que, en última instancia, servir a un patrón, sea quien sea, es un hecho que apenas reviste importancia. Son los que piensan que ese noble idealismo que caracteriza mayoritariamente a nuestra generación -y sobre todo la idea de que la mayor aspiración de un mayordomo debe ser estar al servicio de importantes caballeros que tengan como objetivo servir a su vez a la humanidad- es mera palabrería altisonante sin base alguna en la realidad. Y es curioso que los individuos que invariablemente muestran este escepticismo sean por regla general los más mediocres dentro de nuestra profesión. Son, por lo común, los menos capacitados para desempeñar cualquier puesto de responsabilidad y sólo aspiran a arrastrar consigo y a degradar hasta su propio nivel al mayor número posible de compañeros. Por este motivo, es difícil tomar en serio sus opiniones. A pesar de todo, siempre es un halago para mí recordar los momentos de mi carrera que demuestran sin lugar a dudas lo equivocados que están tales individuos. Naturalmente, hay que intentar ofrecer en todo momento un buen servicio, pero su nivel no puede nunca evaluarse sobre la base de un número determinado de casos específicos como, por ejemplo, el que acabo de citar referente a lord Halifax. Sin embargo, son estos casos concretos los que, con el tiempo, dan cuerpo a un hecho irrefutable, a saber: gozar del privilegio de haber impulsado grandes acontecimientos mediante el ejercicio de nuestra profesión. Y los que se contentan con servir a patronos mediocres no experimentarán nunca la satisfacción de poder decir, en cierto modo justificadamente, que sus esfuerzos han contribuido, aunque sea de forma modesta, a encauzar la historia, una satisfacción a la que quizá nosotros sí tengamos derecho.
Tal vez haría mejor en no mirar tanto al pasado, ya que después de todo tengo ante mí muchos años durante los cuales aún debo prestar mis servicios. Y mister Farraday, además de ser un excelente patrón, es un caballero norteamericano al que me considero obligado a mostrar el incomparable nivel de nuestra profesión en Inglaterra. Por este motivo, es primordial que me mantenga bien centrado en el presente y que esté alerta ante cualquier indicio de suficiencia que pueda rezumar de mis logros pasados; porque debo admitir que, durante estos últimos meses, en Darlington Hall las cosas no han funcionado como habría sido deseable y ha habido unos cuantos errores, entre los cuales cabe incluir el incidente ocurrido el pasado abril en relación con la plata. Afortunadamente, no tuvo lugar en un momento en que mister Farraday tuviese invitados: sin embargo, ello no es óbice para que fuera un fallo imperdonable.
Ocurrió una mañana durante el desayuno, y mister Farraday, quizá por su natural indulgente o porque, como norteamericano, no llegase a captar el alcance de tal deficiencia, no formuló ninguna queja. Tras sentarse a la mesa cogió el tenedor, lo examinó unos instantes tocando las puntas con las yemas de los dedos, y volvió a concentrarse en el periódico matutino. Fue un gesto que había realizado maquinalmente, pero como es natural yo, que me había percatado del detalle, me acerqué a la mesa y retiré el cuerpo del delito. Es posible que tanta celeridad turbara a mister Farraday, puesto que se sobresaltó y dijo en voz baja: