La portezuela trasera del coche se abrió, y advirtieron la figura de mi padre a unos pasos del vehículo, con la mirada clavada en su interior. Según el relato de mister Charles, los tres pasajeros se sintieron anonadados al advertir la imponente fuerza física que tenía mi padre. En efecto, era un hombre de casi metro noventa y cinco de estatura y su rostro, que en actitud servicial resultaba tranquilizante, en un contexto distinto podía parecer extremadamente severo. Según mister Charles, mi padre no manifestó enfado alguno. Por lo visto, se había limitado a abrir la portezuela, pero su aspecto, al mirarlos desde arriba, parecía tan acusador y al mismo tiempo tan inexorable, que los dos compañeros de mister Charles, totalmente ebrios, se encogieron como dos mocosos a los que un granjero sorprendiera robando manzanas. Mi padre permaneció unos instantes inmóvil, con la portezuela abierta y sin pronunciar palabra. Finalmente, mister Smith o mister Jones, no distinguió quién, inquirió:
– ¿No continuamos el viaje?
Pero mi padre no respondió, tan sólo permaneció de pie, en silencio. Tampoco les pidió que bajaran ni les dejó entrever lo más mínimo cuáles eran sus deseos o intenciones. Me imagino perfectamente el aspecto que debía de tener aquel día, entre las cuatro esquinas de la portezuela del vehículo, ensombreciendo con su oscura y adusta figura la dulzura del paisaje de Hertfordshire. Según recordaba mister Charles, fueron unos momentos singularmente incómodos durante los cuales también él, a pesar de no haber participado del comportamiento anterior, se sentía culpable. El silencio pareció interminable hasta que mister Smith o mister Jones decidieron susurrar:
– Creo que hemos estado un poco impertinentes, pero no volverá a repetirse.
Tras considerar sus palabras, mi padre cerró suavemente la portezuela, cogió de nuevo el volante y se dispuso a proseguir la excursión por los tres pueblos, excursión que, según me aseguró mister Charles, se llevó a cabo casi en silencio.
Ahora que he sacado a la luz este episodio, referiré otro hecho relativo a la vida profesional de mi padre que tuvo lugar más o menos en esa misma época, y que quizá refleje de forma más patente la particular «dignidad» que llegó a poseer. Quizá deba explicar que mi padre tuvo dos hijos y que el mayor, Leonard, fue muerto durante la guerra de Sudáfrica siendo yo todavía un muchacho. Como es natural, mi padre debió de sentir intensamente esta pérdida, pero además, como puntilla, el consuelo habitual de un padre en estas situaciones el pensamiento de que su hijo había entregado su vida honrosamente por su rey y su patria, se vio enturbiado por el hecho de que mi hermano falleció durante una acción que poco tuvo de honrosa. Además de saberse que la maniobra había constituido un ataque impropio de soldados británicos contra objetivos civiles bóers, hubo pruebas contundentes de que fue dirigido de modo irresponsable y sin haberse tomado precauciones elementales, de forma que muchos de los hombres que murieron, y entre ellos mi hermano, fueron sacrificados innecesariamente. Por lo que me dispongo a contarles, no sería apropiado entrar en más detalles referentes a dicha acción, aunque supongo que sabrán a cuál me refiero si les digo que en su momento fue motivo de escándalo, lo que aumentó la controversia que ya de por sí había suscitado el conflicto. Se pidió la destitución del general responsable e incluso que se le sometiera a consejo de guerra, pero el ejército le defendió y así pudo acabar la campaña. Algo no tan sabido es que al finalizar la contienda se obligó discretamente al susodicho general a pedir el retiro. Se introdujo entonces en el mundo de los negocios, sobre todo en el comercio con Sudáfrica. Les cuento esto porque diez años después del conflicto, cuando las cicatrices causadas por la pena apenas se habían cerrado, mi padre fue llamado al estudio de mister John Silver, quien le dijo que ese mismo personaje -al que simplemente llamaré el General- pasaría unos días con ellos para asistir a una tiesta que tendría lugar en la casa; además, en el transcurso de su estancia el patrón de mi padre esperaba sentar las bases de una operación comercial muy lucrativa. Mister Silvers había pensado, no obstante, en lo penosa que aquella visita resultaría para mi padre. Le había llamado, por tanto, para ofrecerle la posibilidad de tomarse un permiso durante los días que durase la visita del General.
Naturalmente, mi padre sentía un absoluto desprecio por el General, pero comprendía que las aspiraciones comerciales de su patrón dependían del buen desarrollo de la fiesta, que, con la veintena de personas que se esperaban, no iba a ser un asunto fácil. Mi padre respondió, por tanto, que se sentía enormemente agradecido por el hecho de que se hubiesen tenido en cuenta sus sentimientos, pero que mister Silvers podía estar seguro de que el servicio ofrecería el mismo nivel de siempre.
Finalmente, el padecimiento de mi padre resultó mayor de lo que había imaginado. Por un lado, la esperanza que albergaba de que, al encontrarse con el General en persona, el rechazo que sentía por él se viera transformado en un sentimiento de respeto o comprensión, resultó infundada. El General era un hombre grueso, feo y de maneras poco refinadas, con una conversación que introducía sin cesar imágenes militares en cualquier tema que se tratara. Aún peor fue saber que el caballero no había traído ayuda de cámara, dado que su criado habitual se había puesto enfermo. Este hecho creó una situación delicada, ya que otro de los invitados tampoco contaba con ayuda de cámara. El problema que se planteaba era, por tanto, a quién se debía asignar como ayuda de G cámara el mayordomo y a quién el lacayo. Mi padre, haciéndose cargo de la posición de su señor, se ofreció sin vacilar de voluntario para ocuparse del General, por lo que se vio obligado a soportar durante cuatro días la continua compañía del hombre al que odiaba. Al mismo tiempo, el General, que no tenía idea de los sentimientos de mi padre, aprovechaba -como es habitual entre los militares- la menor oportunidad para relatar sus hazañas guerreras a su ayuda de cámara cuando estaban solos en su habitación. No obstante, mi padre supo ocultar tan bien sus sentimientos y cumplir sus funciones con tal profesionalidad, que el General, al marchar se, felicitó a mister John Silvers por las cualidades de su mayordomo y dejó una cuantiosa gratificación, algo poco habitual, como muestra de agradecimiento. Mi padre solicitó de su patrón que esa gratificación fuese donada a una entidad benéfica.
Supongo que estarán de acuerdo en que estos dos episodios de la carrera de mi padre que he narrado, cuya veracidad no ofrece dudas, demuestran que mi padre, además de constituir un ejemplo de mayordomo, personificó lo que la Hayes Society entendía por una «dignidad propia de su condición».
Si nos paramos a pensar en el abismo que en circunstancias semejantes hubiera separado a mi padre de un individuo como Jack Neighbours, aunque éste realizara algunos de sus mejo res malabarismos, creo que no es difícil distinguir lo que separa a un «gran» mayordomo de otro sólo competente. Asimismo, también resulta fácil entender por qué a mi padre le gustaba tanto la historia del mayordomo que, al descubrir a un tigre debajo de la mesa del comedor, supo mantener la calma. Y el motivo es que, de un modo instintivo, sabía que esa historia encerraba la clave de lo que realmente significa la palabra «dignidad». Y ahora permítanme manifestar lo siguiente: la «dignidad» de un mayordomo está profundamente relacionada con su capacidad de ser fiel a la profesión que representa. El mayordomo mediocre, ante la menor provocación, antepondrá su persona a la profesión. Para estos individuos ser mayordomo es como interpretar un papel, y al menor tropiezo o a la más mínima provocación dejan caer la máscara para mostrar al actor que llevan dentro. Los grandes mayordomos adquieren esta grandeza en virtud de su talento para vivir su profesión con todas sus consecuencias, y nunca les veremos tambalearse por acontecimientos externos, por sorprendentes, alarmantes o denigrantes que sean. Lucirán su profesionalidad como luce un traje un caballero respetable, es decir, nunca permitirán que las circunstancias o la canalla se lo quiten en público. Y se despojarán de su atuendo sólo cuando ellos así lo decidan y, en cualquier caso, nunca en medio de la gente. Como digo, es una cuestión de «dignidad».
A veces se dice que, en realidad, sólo existen mayordomos en Inglaterra. En otros países no hay más que criados, sea cual sea el título que les pongan. Cada vez más, me inclino a pensar que es cierto. En el continente no puede haber mayordomos porque son una raza incapaz de reprimir sus emociones del modo que es propio del pueblo inglés. A los continentales convendrán conmigo en que, sobre todo, a los celtas- les cuesta, por regla general, controlarse en momentos de gran tensión. Por este mismo motivo, excepto en algunas situaciones que no suponen ningún reto, tampoco son capaces de guardar las maneras profesionalmente. Volviendo a la metáfora anterior, y me disculparán por expresarme de modo tan tosco, son como un hombre que ante la menor provocación reaccionara rasgándose las vestiduras y emprendiendo una veloz huida a la vez que profería estentóreos alaridos. En una palabra, la «dignidad» no está al alcance de esta clase de personas. Así pues, nosotros los ingleses tenemos una importante ventaja con respecto a los extranjeros, y ésta es la razón por la que, cuando alguien piensa en un gran mayordomo, casi por definición se ve obligado a pensar en un inglés.
Naturalmente, ustedes podrían responderme, como hacía mister Graham cada vez que, sentados junto a la chimenea, le exponía estas ideas en el transcurso de nuestras gratas conversaciones, que si es cierto lo que digo, sólo sería posible reconocer a un gran mayordomo viéndole actuar en una situación extrema. No obstante, es evidente que consideramos grandes mayordomos a personas como mister Marshall o mister Lane sin que la mayoría de nosotros les hayamos nunca visto en semejantes lances. Y en esto le doy la razón a mister Graham. Sólo puedo decir que, después de haber ejercido esta profesión tanto tiempo, intuitivamente puedo valorar el nivel de profesionalidad de una persona sin tener que verla sometida a una prueba. En realidad, cuando alguien tiene la suerte de encontrarse frente a un gran mayordomo, lejos de reclamar, por desconfianza, ansiosamente una «prueba», la sensación que se tiene es que cuesta imaginar una situación en la que tal autoridad se viese de pronto despojada de su talento profesional. Y tengo la certeza de que si los pasajeros que mi padre transportó aquel domingo por la tarde, hace ya muchos años, se quedaron callados y avergonzados, fue porque, a pesar de la turbia pesadez creada por el alcohol, llegaron a comprender esto. Al ver a mi padre, aquellos hombres tuvieron la misma sensación que la que yo he tenido esta mañana al contemplar el paisaje inglés en todo su esplendor: la sensación de saber que estaban ante algo lleno de grandeza.