–Era el otro gallego –dijo Céspedes cuando nos alejamos–. El marinero de Santiago Fisterra... Nueve años en una cárcel marroquí lo dejaron así.
Anochecía cuando hicimos la segunda visita. Céspedes lo presentó como Dris Larbi –mi amigo Dris, dijo mientras le palmeaba la espalda–, y me vi ante un rifeño de nacionalidad española que hablaba un castellano perfecto. Lo encontramos en el barrio del Hipódromo delante del Yamila, uno de los tres locales nocturnos que regentaba en la ciudad –más tarde supe eso y algunas cosas más–, cuando salía de un lujoso Mercedes de dos plazas: mediana estatura, pelo muy rizado y negro, barba recortada con esmero. Manos de las que aprietan la tuya con precaución para comprobar qué traes en ella. Mi amigo Dris, repitió Céspedes; y por la forma en que el otro lo miraba, cauta y deferente a un tiempo, me pregunté qué detalles biográficos del rifeño justificaban aquel prudente respeto hacia el ex delegado gubernativo. Mi amigo Fulano –era mi turno–. Investiga la vida de Teresa Mendoza. Céspedes lo dijo así, a bocajarro, cuando el otro me daba la mano derecha y tenía la izquierda con las llaves electrónicas apuntando hacia el coche, y los intermitentes de éste, yiu, yiu, yiu, destellaban al activarse la alarma. Entonces el tal Dris Larbi me estudió con mucho detenimiento y mucho silencio, hasta el punto de que Céspedes se echó a reír. –Tranquilo –dijo–. No es un policía.
El ruido de cristal roto hizo que Teresa Mendoza frunciera el ceño. Era el segundo vaso que los de la mesa cuatro rompían aquella noche. Cambió una mirada con Ahmed, el camarero, y éste se encaminó allí con un recogedor y una escoba, taciturno como siempre, la pajarita negra bailándole holgada bajo la nuez. Las luces que giraban sobre la pequeña pista vacía deslizaban rombos luminosos por su chaleco rayado. Teresa revisó la cuenta de un cliente que estaba al extremo de la barra, muy animado con dos de las chicas. El individuo llevaba allí un par de horas y la cifra era respetable: cinco White Label con hielo y agua para él, ocho benjamines para las chicas –la mayor parte de los benjamines había sido hecha desaparecer discretamente por Ahmed con el pretexto de cambiar las copas–. Faltaban veinte minutos para cerrar, y Teresa escuchaba, sin proponérselo, el diálogo habitual. Os espero fuera. Una o las dos. Mejor las dos. Etcétera. Dris Larbi, el jefe, era inflexible en cuanto a la moral oficial del asunto. Aquello era un bar de copas, y punto. Fuera de horas laborales, las chicas eran libres. O lo eran en principio, pues el control resultaba estricto: cincuenta por ciento para la empresa, cincuenta por ciento para la interesada. Viajes y fiestas organizadas aparte, donde las normas se modificaban según con quién, cómo y dónde. Yo soy un empresario, solía decir Dris. No un simple chulo de putas.
Martes de mayo, casi a fin de mes. No era una noche animada. En la pista vacía, Julio Iglesias cantaba para nadie en particular. Caballero de fina estampa, decía la letra. Teresa movía los labios en silencio, siguiendo la canción, atenta a su papel y su bolígrafo a la luz de la lámpara que iluminaba la caja. Una noche chuequita, comprobó. Casi mala. Muy diferente de los viernes y sábados, cuando había que traer chicas de otros locales porque el Yamila se llenaba: funcionarios, comerciantes, marroquíes adinerados del otro lado de la frontera, militares de la guarnición. Nivel medio razonable, poca raza pesada salvo la inevitable. Chavas limpias y jóvenes, de buen aspecto, renovadas cada seis meses, reclutadas por Dris en Marruecos, en los barrios marginales melillenses, alguna europea de la Península. Pago puntual –la delicadeza del detalle– a leyes y autoridades competentes para que vivieran y dejaran vivir. Copas gratis al subcomisario de policía y a los inspectores de paisano. Local ejemplar, permisos gubernativos en regla. Pocos problemas. Nada que Teresa no conociera de sobra, multiplicado hasta el infinito, en su todavía reciente memoria mejicana. La diferencia era que aquí la gente, aunque más ruda de modales y menos cortés, no se fajaba a plomazos y todo se hacía con mucha mano izquierda. Incluso –a eso tardó en acostumbrarse– había gente que no se dejaba sobornar en absoluto. Usted se equivoca, señorita. O en versión áspera, tan española: hágame el favor de meterse eso por el culo. Lo cierto es que aquello hacía la vida difícil, a veces. Pero a menudo la facilitaba. Relajaba mucho no tenerle miedo a un policía. O no tenerle todo el tiempo miedo.
Ahmed volvió con su recogedor y su escoba, pasó a este lado de la barra y se puso a charlar con las tres chicas que estaban libres. Cling. De la mesa de los vasos rotos llegaban risas y brindis, chocar de copas. Ahmed tranquilizó a Teresa con un guiño. Todo en regla por allí. Aquella cuenta iba a ser pesada, comprobó echando un vistazo a las notas que tenía junto a la caja registradora. Hombres de negocios españoles y marroquíes, celebrando algún acuerdo: chaquetas en los respaldos de los asientos, cuellos de camisa abiertos, corbatas en los bolsillos. Cuatro hombres maduros y cuatro chicas. El presunto Moét Chandon desaparecía rápido en las cubetas de hielo: cinco botellas, y caería otra antes de cerrar. Las chicas –dos moras, una hebrea, una española– eran jóvenes y profesionales. Dris nunca se acostaba con las empleadas –donde tienes la olla, decía, no metas la polla–, pero a veces mandaba a amigos suyos a modo de inspectores laborales. Primera calidad, alardeaba luego. En mis locales, sólo primera calidad. Si el informe resultaba negativo, nunca las maltrataba. Se limitaba a echarlas, y punto. Rescisión. No eran chicas lo que faltaba en Melilla, con la inmigración ilegal, y la crisis, y todo aquello. Alguna soñaba con viajar a la Península, ser modelo y triunfar en la tele; pero la mayoría se conformaba con un permiso de trabajo y una residencia legal.
Habían transcurrido poco más de seis meses desde la conversación que Teresa Mendoza mantuvo con don Epifanio Vargas en la capilla del santo Malverde, en Culiacán, Sinaloa, la noche del día en que sonó el teléfono y ella echó a correr, y no dejó de hacerlo hasta que llegó a una extraña ciudad cuyo nombre nunca oyó antes. Pero de eso se daba cuenta sólo cuando consultaba el calendario. Al mirar atrás, la mayor parte del tiempo que llevaba en Melilla parecía estancado. Lo mismo podía tratarse de seis meses que de seis años. Aquél fue su destino igual que pudo serlo cualquier otro, cuando, recién llegada a Madrid, alojada en una pensión de la plaza de Atocha con sólo una bolsa de mano como equipaje, se entrevistó con el contacto que le había facilitado don Epifanio Vargas. Para su decepción, nada podían ofrecerle allí. Si deseaba un lugar discreto, lejos de tropiezos desagradables, y también un trabajo para justificar la residencia hasta que arreglase los papeles de su doble nacionalidad –el padre español al que apenas conoció iba a servirle por primera vez para algo–, Teresa tenía que viajar de nuevo. El contacto, un hombre joven, apresurado y de pocas palabras, con quien se reunió en la cafetería Nebraska de la Gran Vía, no planteaba más que dos opciones: Galicia o el sur de España. Cara o cruz, lo tomas o lo dejas. Teresa preguntó si en Galicia llovía mucho y el otro sonrió un poco, lo justo –fue la primera vez que lo hizo en toda la conversación– y respondió que sí. Llueve de cojones, dijo. Entonces Teresa decidió que iría al sur; y el hombre sacó un teléfono móvil y se fue a otra mesa a hablar un rato. Al poco estaba de vuelta para apuntar en una servilleta de papel un nombre, un número de teléfono y una ciudad. Tienes vuelos directos desde Madrid, explicó dándole el papel. O desde Málaga. Hasta allí, trenes y autobuses. De Málaga y Almería también salen barcos. Y al darse cuenta de que ella lo miraba desconcertada por lo de los barcos y los aviones, sonrió por segunda y última vez antes de explicarle que el lugar al que iba era España pero estaba en el norte de África, a sesenta o setenta kilómetros del litoral andaluz, cerca del Estrecho de Gibraltar. Ceuta y Melilla, explicó, son ciudades españolas en la costa marroquí. Después le dejó encima de la mesa un sobre con dinero, pagó la cuenta, se puso en pie y le deseó buena suerte. Dijo eso, buena suerte, y ya se iba cuando Teresa quiso, agradecida, decirle cómo se llamaba, y el hombre la interrumpió diciéndole que no quería saber cómo se llamaba, ni le importaba en absoluto. Que él sólo cumplía con amigos mejicanos al facilitarle aquello. Que aprovechara bien el dinero que acababa de darle. Y que cuando se le acabase y necesitara más, añadió en tono objetivo y sin aparente intención de ofender, siempre podría utilizar el coño. Ésa, dijo a modo de despedida –parecía que lamentase no disponer él de uno propio–, es la ventaja que tenéis las mujeres.