–No era nada especial –dijo Dris Larbi–. Ni guapa ni fea. Ni muy viva ni muy tonta. Pero salió buena para los números... Me di cuenta en seguida, así que la puse a llevar la caja –recordó una pregunta que yo había formulado antes, e hizo un movimiento negativo con la cabeza antes de proseguir–... Y no, la verdad es que nunca fue puta. Por lo menos conmigo no lo fue. Venía recomendada por amigos, de modo que le di a elegir. A un lado o a otro de la barra, tú misma, dije... Eligió quedarse detrás, como camarera al principio. Ganaba menos, claro. Pero estaba a gusto así.

Paseábamos por el límite entre los barrios del Hipódromo y del Real, junto a las casas de corte colonial, en calles rectas que llevaban hacia el mar. La noche era suave y olían bien las macetas en las ventanas.

–Sólo alguna vez, a lo mejor. Un par, o más. No sé –Dris Larbi encogió los hombros–. Eso era ella quien lo decidía. ¿Me entienden?... Alguna vez se fue con quien quería irse, pero no por dinero.

–¿Y las fiestas? –preguntó Céspedes.

El rifeño apartó la vista, suspicaz. Después se volvió hacia mí antes de observar de nuevo a Céspedes, como quien deplora una inconveniencia ante extraños. Pero al otro le daba lo mismo.

–Las fiestas –insistió.

Dris Larbi volvió a mirarme, rascándose la barba. –Eso era diferente –concedió tras pensarlo un poco–. A veces yo organizaba reuniones al otro lado de la frontera...

Ahora Céspedes reía con mala intención. –Tus famosas fiestas –dijo.

–Sí, bueno. Ya sabe –el rifeño lo observaba como si intentase recordar cuánto sabía realmente, y luego desvió otra vez la vista, incómodo–. Gente de allí.

Allí es Marruecos –apuntó Céspedes en mi obsequio–. Se refiere a gente importante: políticos o jefes de policía –acentuó la sonrisa zorruna–. Mi amigo Dris siempre tuvo buenos socios.

El rifeño sonrió sin ganas mientras encendía un cigarrillo bajo en nicotina. Y yo me pregunté cuántas cosas sobre él y sus socios habrían figurado en los archivos secretos de Céspedes. Suficientes, supuse, para que nos concediese ahora el privilegio de su conversación.

–¿Ella iba a esas reuniones? –pregunté. Larbi hizo un gesto ambiguo.

–No sé. A lo mejor estuvo en alguna. Y, bueno... Ella sabrá –pareció reflexionar un poco, estudiando a Céspedes de reojo, y al fin asintió con desgana–. La verdad es que al final fue un par de veces. Yo ahí no me metía, porque eso no era para ganar dinero con las fulanas, sino para otro tipo de negocios. Las chicas venían como complemento. Un regalo. Pero nunca le dije a Teresa de venir... Lo hizo porque quiso. Lo pidió.

–¿Por qué?

–Ni idea. Le he dicho que ella sabrá.

–¿Ya salía entonces con el gallego? –preguntó Céspedes.

–Sí.

–Dicen que ella hizo gestiones para él.

Dris Larbi lo miró. Me miró a mí. Volvió a él. Por qué me hace esto, decían sus ojos.

–No sé de qué me habla, don Manuel.

El ex delegado del Gobierno reía malévolo, enarcadas las cejas. Con aire de estárselo pasando en grande.

Abdelkader Chaib –apuntó–. Coronel. Gendarmería Real... ¿Te suena de algo?

–Le juro que ahora no caigo.

–¿No caes?... No me jodas, Dris. Te he dicho que aquí el señor es un amigo.

Dimos unos pasos en silencio mientras yo ponía en limpio todo aquello. El rifeño fumaba callado, como si no estuviera satisfecho del modo en que había contado las cosas.

–Mientras estuvo conmigo no se metió en nada –dijo de pronto–. Y tampoco tuve que ver con ella. Quiero decir que no me la follé.

Luego indicó a Céspedes con el mentón, poniéndolo por testigo. Era público que nunca se liaba con sus empleadas. Y ya había dicho antes que Teresa era perfecta para llevar las cuentas. Las otras la respetaban. Mejicana, la llamaban. Mejicana esto y Mejicana lo otro. Se veía de buen carácter; y aunque no tuviera estudios, el acento la hacía parecer educada, con ese vocabulario abundante que tienen los hispanoamericanos, tan lleno de ustedes y de por favores, que los hace parecer a todos académicos de la lengua. Muy reservada para sus cosas. Dris Larbi sabía que tuvo problemas en su tierra, pero nunca le preguntó. ¿Para qué? Teresa tampoco hablaba de México; cuando alguien sacaba el tema, decía cualquier cosa y cambiaba de conversación. Era seria en el trabajo, vivía sola y nunca daba pie a que los clientes confundieran los papeles. Tampoco tenía amigas. Iba a su rollo.

–Todo fue bien durante, no sé... Seis u ocho meses. Hasta la noche en que los dos gallegos aparecieron por aquí –se volvió a Céspedes, señalándome–. ¿Ya ha visto a Veiga?... Bueno, ése no tuvo mucha suerte. Pero menos tuvo el otro.

–Santiago Fisterra –dije.

–El mismo. Y parece que lo estoy viendo: un tío moreno, con un tatuaje grande aquí –movía la cabeza, desaprobador–. Algo atravesado, como todos los gallegos. De esos que nunca sabes por dónde van a salir... Iban y venían por el Estrecho con una Phantom, el señor Céspedes sabe de lo que hablo, ¿verdad?... Winston de Gibraltar y chocolate marroquí... Entonces no se trabajaba todavía la farlopa, aunque estaba al caer... Bueno –se rascó otra vez la barba y escupió recto al suelo, con rencor–. El caso es que una noche esos dos entraron en el Yamila, y yo empecé a quedarme sin la Mejicana.

Dos nuevos clientes. Teresa consultó el reloj junto a la caja. Faltaba menos de un cuarto de hora para cerrar. Supo que Áhmed la miraba inquisitivo, y sin levantar la cabeza asintió con, un gesto. Una copa rápida antes de encender las luces y ponerlos a todos en la calle. Siguió con sus números, terminando de cuadrar la noche. No creía que los recién llegados fuesen a cambiar mucho las cuentas. Un par de whiskys, pensó, valorándolos por su aspecto. Un poco de tonteo con las chavas, que ya ahogaban buenos bostezos, y tal vez una cita afuera, un rato más tarde. Pensión Agadir, a media manzana de allí. O quizá, si tenían coche, una visita relámpago a los pinares, junto a las tapias del cuartel del Tercio. En cualquier caso, no era asunto suyo. Ahmed llevaba el control de citas en un cuaderno.

Se acodaron en la barra, junto a las palancas de cerveza, y Fátima y Sheila, dos de las chicas que estaban de plática con Ahmed, fueron a reunirse con ellos mientras el camarero servía dos supuestos Chivas doce años con mucho hielo y sin agua. Ellas pidieron benjamines, sin que mediara objeción de los clientes. Al fondo, los de los vasos rotos seguían con sus brindis y sus risas, después de haber pagado la cuenta sin pestañear. Por su parte, el tipo del final de la barra no llegaba a un arreglo con sus acompañantes; se le oía discutir en voz baja, entre el sonido de la música. Ahora era Abigail la que cantaba para nadie en la pista desierta que sólo animaba la monótona luz giratoria del techo. Quiero lamer tus heridas, decía la letra. Quiero escuchar tus silencios. Teresa esperó el final de la última estrofa –se sabía de memoria todas las canciones de la reserva musical del Yamila– y miró de nuevo el reloj de la caja. Un día más a la espalda. Idéntico al lunes de ayer y al miércoles de mañana.

–Es hora de cerrar –dijo.

Cuando levantó el rostro encontró enfrente una sonrisa tranquila. También unos ojos claros verdes o azules, imaginó tras un instante– que la miraban divertidos. –¿Tan pronto? –preguntó el hombre. –Cerramos –repitió.

Volvió a sus cuentas. Nunca era simpática con los clientes, y menos a la hora de cerrar. En seis meses había aprendido que era buen método para mantener las cosas en su sitio y evitar equívocos. Ahmed encendía las luces, y el escaso encanto que la penumbra daba al local desapareció de golpe: falso terciopelo gastado en los asientos, manchas en las paredes, quemaduras de cigarrillos en el suelo. Hasta el olor a cerrado pareció más intenso. Los de los vasos rotos agarraron las chaquetas de los respaldos, y tras llegar a un rápido acuerdo con sus acompañantes salieron a esperarlas fuera. El otro cliente ya se había marchado, solo, renegando del precio que le exigían por un dúplex. Prefiero hacerme una paja, mascullaba al irse. Las chicas se recogían. Fátima y Sheila, sin tocar los benjamines, remoloneaban junto a los recién llegados; pero éstos no parecían interesados en estrechar la relación. Una mirada de Teresa las mandó a reunirse con las otras. Puso la cuenta en el mostrador, ante el moreno. Éste llevaba una camisa caqui, de faena, remangada hasta los codos; y cuando alargó el brazo para pagar, ella vio que tenía un tatuaje cubriéndole todo el antebrazo derecho: un Cristo crucificado entre motivos marineros. Su amigo era rubio y más delgado, de piel clara. Casi un plebito. Veintipocos años, tal vez. Unos treinta y algo, el moreno.


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