–Esos hijos de la gran puta llegan con una hora de retraso.

Teresa oía los susurros con la cara otra vez pegada al cono de goma del radar. Todo limpio afuera, dijo igual de bajo. Ni rastro de la mora. La embarcación se balanceó cuando Santiago se puso en pie, yendo a popa con un cabo.

–Salam Aleikum.

La carga venía bien empacada, con fundas herméticas de plástico dotadas de asas para manejarlas con facilidad. Pastillas de aceite de hachís, siete veces más concentrado y valioso que la resina convencional. Veinte kilos por paquete, calculó Teresa a medida que Santiago iba pasándoselos y ella los estibaba repartiendo la carga en las bandas. Santiago le había enseñado a encajar un fardo con otro para que no se movieran en alta mar, subrayando la importancia que tenía una buena estiba en la velocidad de la Phantom; tanta como el paso de la hélice o la altura de la cola del motor. Un paquete bien o mal colocado podía significar un par de nudos de más o de menos. Y en aquel trabajo, dos millas era un trecho nada despreciable. A menudo suponía la distancia entre la cárcel y la libertad.

–¿Qué dice el radar? –Todo limpio.

Teresa podía distinguir dos siluetas oscuras en el botecito de remos. A veces llegaba hasta ella un comentario en lengua árabe, hecho en voz baja, o una expresión impaciente de Santiago, que seguía metiendo fardos a bordo. Miró la línea sombría de la costa, al acecho de alguna luz. Todo estaba a oscuras salvo algunos puntos distantes en la mole negra del monte Musa y en el perfil escarpado que a intervalos se recortaba hacia poniente, bajo el resplandor del faro de Punta Cires, donde alcanzaban a verse iluminadas algunas casitas de pescadores y contrabandistas. Comprobó de nuevo los barridos de la pantalla pasando de la escala de cuatro millas a la de dos, y ampliándola luego a la de ocho. Había un eco casi en el límite. Observó con los prismáticos de 7x50 sin ver nada, así que recurrió a los binoculares rusos: una luz muy lejana, moviéndose despacio hacia el oeste, seguramente un buque grande camino del Atlántico. Sin dejar de mirar por los binoculares se volvió hacia la costa. Ahora cualquier punto luminoso se apreciaba nítido en la visión verde del paisaje, definiendo las piedras y los arbustos, y hasta las levísimas ondulaciones del agua. Enfocó de cerca para ver a los dos marroquíes de la patera: uno joven, con cazadora de cuero, y otro de más edad, con gorro de lana y chaquetón oscuro. Santiago estaba de rodillas junto a la gran carcasa del motor, estibando a popa los últimos fardos: tejanos –así llamaban allí a los pantalones de mezclilla–, zapatillas, camiseta negra, el perfil obstinado vuelto de vez en cuando a uno y otro lado para echar un cauto vistazo alrededor. A través del dispositivo de visión nocturna, Teresa podía distinguir sus brazos fuertes, los músculos tensos al subir la carga. Hasta en ésas estaba bien chilo el cabrón.

El problema de trabajar como transportista independiente, fuera de las grandes mafias organizadas, era que alguien podía molestarse y deslizar palabras peligrosas en oídos inoportunos. Como en el mero México. Tal vez eso explicaba la captura de Lalo Veiga –Teresa tenía ideas al respecto, a las que no era ajeno Dris Larbi–, aunque después Santiago. procuró limitar imprevistos, con más dinero oportunamente repartido en Marruecos a través de un intermediario de Ceuta. Eso reducía beneficios pero aseguraba, en principio, mayores garantías en aquellas aguas. De cualquier modo, veterano en esa chamba, escarmentado por lo de Cala Tramontana y gallego receloso como era, Santiago no terminaba por fiarse del todo. Y hacía bien. Sus modestos medios no bastaban para comprar a todo el mundo. Además, siempre podía darse el caso de un patrón de la mora, un mehani o un gendarme disconformes con su parte, un competidor que pagase más de lo que Santiago pagaba y diera el pitazo, un abogado influyente necesitado de clientes a quienes sangrar. O que las autoridades marroquíes organizaran una redada de peces chicos para justificarse en vísperas de una conferencia internacional antinarcos. En todo caso, Teresa había adquirido la experiencia suficiente para saber que el verdadero peligro, el más concreto, se plantearía después, al entrar en aguas españolas, donde el Servicio de Vigilancia Aduanera y las Heineken de la Guardia Civil –las llamaban así porque sus colores recordaban esas latas de cerveza– patrullaban noche y día a la caza de contrabandistas. La ventaja era que, a diferencia de los marroquíes, los españoles nunca tiraban a matar, porque entonces les caían encima los jueces y los tribunales –en Europa se tomaban ciertas cosas más en serio que en México o en la Unión Americana–. Eso daba la oportunidad de escapar forzando motores; aunque no era fácil zafarse de las potentes turbolanchas Hachejota de Aduanas y del helicóptero –el pájaro, decía Santiago– dotado de potentes sistemas de detección, con patrones veteranos y pilotos capaces de volar a pocos palmos del agua, forzándote a llevar el cabezón al límite en peligrosas maniobras evasivas, con riesgo de averías y de ser capturado antes de alcanzar las farolas de Gibraltar. En tal caso, los fardos eran arrojados por la borda: adiós para siempre a la carga, y hola a otra clase de problemas peores que los policiales; pues quienes fletaban el hachís no siempre resultaban ser mafiosos comprensivos, y te arriesgabas a que después de ajustar cuentas sobraran sombreros. Todo eso, descontando la posibilidad de un mal pantocazo en la marejada, una vía de agua, un choque con las lanchas perseguidoras, una varada en la playa, una piedra sumergida que destrozara la Planeadora y a sus tripulantes.

–Ya está. Vámonos.

El último fardo se hallaba estibado. Trescientos kilos justos. Los del bote bogaban ya hacia tierra; y Santiago, tras adujar el cabo, saltó a la bañera y se instaló en el asiento del piloto, junto a la banda de estribor. Teresa fue a un lado para dejarle sitio mientras se ponía, como él, una chaqueta de aguas. Después echó otro vistazo a la pantalla del radar: todo limpio a proa, rumbo al norte y al mar abierto. Fin de las precauciones inmediatas. Santiago encendió el contacto y la débil luz roja de los instrumentos iluminó la consola de mando: compás, tacómetro, cuentarrevoluciones, presión de aceite. Pedal bajo el volante y trimer de cola a la derecha del piloto. Rrrrr. Roar. Las agujas saltaron como si despertaran de golpe. Roaaaaar. La hélice batió una turbonada de espuma a popa, y los siete metros de eslora de la Phantom se pusieron en movimiento, cada vez mas aprisa, cortando el agua oleosa con la limpieza de un cuchillo bien afilado: 2.500 revoluciones, veinte nudos. La trepidación del motor se transmitía al casco, y Teresa sentía toda la fuerza que los empujaba a popa estremecer la estructura de fibra de vidrio, que de pronto parecía volverse ligera como una pluma. 3.500 revoluciones: treinta nudos y planeando. La sensación de potencia, de libertad, era casi física; y al reencontrarla su corazón empezó al latir como al filo de una suave borrachera. Nada, pensó una vez más, se parecía a aquello. O casi nada. Santiago, atento al gobierno, ligeramente inclinado sobre el volante del timón, rojizo el mentón iluminado desde abajo por el cuadro de instrumentos, pisó un poco más el pedal del gas: 4.000 revoluciones y cuarenta nudos. El deflector ya no bastaba para protegerlos del viento, que venía húmedo y cortante. Teresa se subió hasta el cuello el cierre de la chaqueta de aguas y se puso un gorro de lana, recogiéndose el pelo que le azotaba la cara. Luego echó otro vistazo al radar e hizo un barrido de canales con el indicador de leds de la radio Kenwood atornillada en la consola –los aduaneros y la Guardia Civil hablaban encriptados por secráfonos; pero, aunque no se entendieran sus conversaciones, la intensidad de la señal captada permitía establecer si estaban cerca–. De vez en cuando alzaba el rostro a lo alto, buscando la amenazadora sombra del helicóptero entre las luces frías de las estrellas. El firmamento y el círculo oscuro del mar que los rodeaba parecían correr con ellos, como si la planeadora estuviese en el centro de una esfera que se desplazase veloz a través de la noche. Ahora, en mar abierto, la marejadilla creciente imprimía leves pantocazos a su avance, y a lo lejos empezaban a distinguirse las luces de la costa de España.


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