Qué iguales y qué distintos eran, pensaba. Cómo se parecían en algunas cosas –ella lo intuyó desde la noche del Yamila–, y qué diferentes formas tenían de encarar la vida y el futuro. Como el Güero, Santiago era listo, bragado y muy frío en el trabajo: de los que nunca pierden la cabeza aunque estén rompiéndoles la madre. También la hacía disfrutar en la cama, donde era generoso y atento, siempre controlándose con mucha calma y pendiente de sus deseos. Menos divertido, tal vez, pero más tierno que el otro. Más dulce, a ratos. Y ahí terminaban las semejanzas. Santiago era callado, poco gastador, tenía escasos amigos y desconfiaba de todo el mundo. Soy celta del Finisterre, decía –en gallego, Fisterra significa fin, extremo lejano de la tierra–. Quiero llegar a viejo y jugar al dominó en un bar de O Grove, y tener un pazo grande con un mirador de peuvecé acristalado desde donde se vea el mar, con un telescopio potente para ver entrar y salir los barcos, y una goleta propia de sesenta pies fondeada en la ría. Pero si me gasto el dinero, tengo demasiados amigos o confío en mucha gente, nunca llegaré a viejo ni tendré nada de eso: cuantos más eslabones, menos puedes fiarte de la cadena. Santiago tampoco fumaba ni tabaco ni hachís ni nada, y apenas tomaba una copa de vez en cuando. Al levantarse corría media hora por la playa, con el agua por los tobillos, y luego fortalecía los músculos haciendo flexiones que –Teresa las había contado, incrédula– llegaban a cincuenta cada vez. Tenía un cuerpo delgado y duro, claro de piel pero muy bronceado en los brazos y en la cara, con su tatuaje del Cristo crucificado en el antebrazo derecho –el Cristo de mi apellido, comentó una vez– y otra pequeña marca en el hombro izquierdo, un círculo con una cruz celta y unas iniciales, 1. A., cuyo significado, que ella sospechaba un nombre de mujer, no quiso contarle nunca. También tenía una cicatriz vieja, en diagonal y como de media cuarta, en la espalda, a la altura de los riñones. Una navaja, fue lo que dijo cuando Teresa preguntó. Hace mucho. Cuando vendía rubio de batea por los bares, y los otros chicos temieron que les quitara la clientela. Y mientras decía aquello sonreía un poco, melancólico, como si añorase el tiempo de ese navajazo.
Casi habría podido amarlo, reflexionaba Teresa a veces, de no haber pasado todo en el lugar equivocado, en la porción de vida equivocada. Las cosas siempre ocurrían demasiado pronto o demasiado tarde. Sin embargo estaba a gusto con él, como para volarse la barda de puro bien, viendo la tele recostada en su hombro, mirando revistas del corazón, bronceándose al sol con un Bisonte taqueadito de hachís entre los dedos –sabía que Santiago no aprobaba que fumase aquello, pero nunca le oyó una palabra en contra–, o viéndolo trabajar bajo el porche, el torso desnudo y el mar al fondo, en los ratos que dedicaba a sus barquitos de madera. Le gustaba mucho verlo construir barcos porque era de veras paciente y minucioso, requetehábil para reproducir pesqueros como los de verdad, pintados en rojo, azul y blanco, y veleros con cada vela y cada cabito en su sitio. Y era curioso lo de los barcos, y también lo de la lancha; porque, para su sorpresa, había descubierto que Santiago no sabía nadar. Ni siquiera bracear como ella –el Güero la había enseñado en Altata–: con muy poco estilo, pero nadando, a fin de cuentas. Lo confesó una vez, al hilo de otro asunto. Nunca pude tenerme a flote, dijo. Me da raro. Y cuando Teresa le preguntó por qué se arriesgaba entonces en una planeadora, él se limitó a encogerse de hombros, fatalista, con aquella sonrisa suya que parecía salirle después de muchas vueltas y revueltas por los adentros. La mitad de los gallegos no sabemos nadar, dijo al fin. Nos ahogamos resignados, y punto. Y al principio ella no supo si hablaba del todo en broma, o del todo en serio.
Una tarde, tapeando donde, Kuki –casa Bernal, una tasca de Campamento– Santiago le presentó a un conocido: un reportero del Diario de Cádiz llamado Óscar Lobato. Conversador, moreno, cuarentón, con un rostro lleno de marcas y cicatrices que le daba aspecto del tipo hosco que en realidad no era, Lobato se movía como pez en el agua lo mismo entre contrabandistas que entre aduaneros y guardias civiles. Leía libros y sabía de todo, desde motores a geografía, o música. También conocía a todo el mundo, no revelaba sus fuentes ni con una 45 apoyada en la sien, y frecuentaba el ambiente desde hacía tiempo, con la agenda telefónica repleta de contactos. Siempre echaba una mano cuando podía, sin importarle en qué lado de la ley militase cada cual, en parte por relaciones públicas y en parte porque, pese a los resabios de su oficio, decían, no era mala gente. Además, le gustaba su trabajo. Aquellos días rondaba la Atunara, el antiguo barrio pescador de La Línea, donde el paro había reconvertido a los pescadores en contrabandistas. Las lanchas de Gibraltar alijaban en la playa a plena luz del día, descargadas por mujeres y niños que pintaban sus propios pasos de peatones en la carretera para cruzar cómodamente con los fardos a cuestas. Los críos jugaban a traficantes y guardias civiles en la orilla del mar, persiguiéndose con cajas vacías de Winston encima de la cabeza; sólo los más pequeños querían desempeñar el papel de guardias. Y cada intervención policial terminaba entre gases lacrimógenos y pelotazos de goma, con auténticas batallas campales entre los vecinos y los antidisturbios.
–Imaginad la escena –contaba Lobato–: playa de Puente Mayorga, de noche, una planeadora gibraltareña con dos fulanos descargando tabaco. Pareja de la Guardia Civil: cabo viejo y guardia joven. Alto, quién vive, etcétera. Los de tierra que se largan. El motor que no arranca, el guardia joven que se mete en el agua y sube a la planeadora. Ese motor que por fin arranca, y allá se va la lancha para Gibraltar, un traficante al timón y el otro dándose de hostias con el picoleto... Imaginad ahora esa planeadora que se para en mitad de la bahía. Esa conversación con el guardia. Mira, chaval, le dicen. Si seguimos contigo a Gibraltar nos vamos a buscar la ruina, y a ti te empapelarán por perseguirnos dentro de territorio inglés. Así que vamos a tranquilizarnos, ¿vale?... Desenlace: esa planeadora que vuelve a la orilla, ese guardia que se baja. Adiós, adiós. Buenas noches. Y aquí paz y después gloria.
Por su doble condición de gallego y de traficante, Santiago desconfiaba de los periodistas; pero Teresa sabía que a Lobato lo consideraba una excepción: era objetivo, discreto, no creía en buenos ni malos, sabía hacerse tolerar, pagaba las copas y jamás tomaba notas en público. También sabía buenas historias y mejores chistes, y nunca cotorreaba gacho. Había llegado al Bernal con Toby Parrondi, un piloto de planeadoras gibraltareño, y algunos colegas de éste. Todos los llanitos eran jóvenes: cabellos largos, pieles bronceadas, aretes en las orejas, tatuajes, paquetes de tabaco con mecheros de oro sobre la mesa, coches de gran cilindrada y cristales tintados que circulaban con la música de Los Chunguitos, o de Javivi, o de Los Chichos, a toda potencia: canciones que a Teresa le recordaban un poco los narcocorridos mejicanos. De noche no duermo, de día no vivo, decía una de las letras. Entre estas paredes, maldito presidio. Canciones que formaban parte del folklore local, como aquellas otras de Sinaloa, con títulos igual de pintorescos: La mora y el legionario, Soy un perro callejero, Puños de acero, A mis colegas. Los contrabandistas llanitos sólo se diferenciaban de los españoles en que había más tipos claros de pelo y piel, y en que mezclaban palabras inglesas con su acento andaluz. En lo demás salían cortados por el mismo patrón: cadenas de oro al cuello con crucifijos, medallas de la Virgen o la inevitable efigie de Camarón. Camisetas heavy metal, chándals caros, zapatillas Adidas y Nike, pantalones tejanos muy descoloridos y de buenas marcas con fajos de billetes en un bolsillo trasero y el bulto de la navaja en el otro. Raza dura, tan peligrosa a ratos como la sinaloense. Nada que perder y mucho por ganar. Con esas chavas, sus novias, embutidas en pantalones estrechos y camisetas cortas que enseñaban las caderas tatuadas y los piercings de los ombligos, mucho maquillaje y perfume, y todo aquel oro encima. A Teresa le recordaban a las morras de los narcos culichis. En cierta forma también a ella misma; y darse cuenta la hizo pensar que había pasado demasiado tiempo, y demasiadas cosas. En aquel grupo estaba algún español de la Atunara, pero la mayor parte eran llanitos; británicos con apellidos españoles, ingleses, malteses y de todos los rincones del Mediterráneo. Como dijo Lobato guiñando un ojo mientras incluía a Santiago en el gesto, lo mejor de cada casa.