–Sigues sin decirme qué hago aquí –dijo.
Pati encogió los hombros. El sol bajaba más en el horizonte, inflamando el aire de luz rojiza. Su pelo corto y rubio parecía contagiado de aquella luz.
–Cada cosa tiene su momento –entornaba los párpados mirando lejos–. Limítate a disfrutar, y ya me contarás qué te parece.
A lo mejor era algo muy sencillo, pensaba Teresa. La autoridad, quizá. Una teniente sin tropa a su mando, un general jubilado cuyo prestigio desconocen todos. Tal vez me ha hecho venir porque me necesita, decidió. Porque yo la respeto y conozco el último año y medio de su vida, y éstos no. Para ellos es sólo una niña fresita y envilecida; una oveja negra a la que se tolera y se acoge porque es de la misma casta, y hay camadas y familias que nunca reniegan en público de los suyos, aunque los odien o los desprecien. A lo mejor por eso le urge una compañía. Una testigo. Alguien que sepa y mire, aunque calle. En el fondo, la vida es requetesimple: se divide en gente con la que te ves obligada a hablar mientras tomas una copa, y gente con la que puedes beber durante horas en silencio, como hacía el Güero Dávila en aquella cantina de Culiacán. Gente que sabe, o que intuye lo suficiente para que sobren las palabras, y que está contigo sin estar del todo. Sólo ahí, nomás. Y a lo mejor éste es el caso, aunque ignoro a qué sitio nos lleva eso. A qué nueva variante de la palabra soledad.
–A tu salud, Teniente. –Ala tuya, Mejicana.
Chocaron las copas. Teresa miró alrededor, disfrutando del aroma del tequila. En uno de los grupos que charlaban junto a la piscina vio a un hombre joven, tan alto que destacaba entre los que le rodeaban. Era esbelto, el pelo muy negro, peinado hacia atrás con fijador, largo y rizado en la nuca. Vestía un traje oscuro, camisa blanca sin corbata, zapatos negros y relucientes. La mandíbula pronunciada y la nariz grande, curva, le daban un interesante perfil de águila flaca. Un tipo con clase, pensó. Como aquellos españolazos que una imaginaba de antes, aristócratas e hidalgos y demás –por algo tuvo que apendejarse la Malinche, a fin de cuentas– y que seguramente no existieron casi nunca. –Hay gente simpática –dijo.
Pati se volvió para seguir la dirección de su mirada. –Vaya –gruñó escéptica–. A mí me parecen todos un montón de basura.
–Son tus amigos.
–Yo no tengo amigos, colega.
La voz se le había endurecido un punto, como en los viejos tiempos. Ahora se parecía más a la que Teresa recordaba de El Puerto. La Teniente O'Farrell.
–Chíngale –retrancó Teresa, entre seria y guasona–. Creí que tú y yo lo éramos.
Pati la miró callada y tomó otro sorbo. Sus ojos parecían reír por dentro, con docenas de arruguitas alrededor. Pero acabó de beber, puso el vaso en la mesa y se llevó el cigarrillo a los labios sin decir nada.
–De cualquier manera –añadió Teresa al cabo de un instante– la música es linda y la casa bien preciosa. Merecieron el viaje.
Miraba distraída al tipo alto con cara de águila, y Pati siguió otra vez la dirección de sus ojos.
–¿Sí?... Pues espero que no vayas a conformarte con tan poco. Porque esto es ridículo comparado con lo que se puede tener.
Cantaban centenares de grillos en la oscuridad. Ascendía una luna hermosa que iluminaba las vides, plateando cada hoja, y el sendero se prolongaba como blanco y ondulado ante sus pasos. A lo lejos brillaban las luces del cortijo. Hacía rato que todo estaba recogido y silencioso en el enorme caserón. Los últimos invitados habían dicho buenas noches, y las hermanas y el cuñado de Pati iban de regreso a Jerez después de una charla de circunstancias en la terraza, todo el mundo incómodo y deseando terminar aquello, y sin que –la Teniente tuvo razón hasta el final– nadie mencionara, ni de pasada, los tres años en El Puerto de Santa María. Teresa, a quien Pati invitó a quedarse a dormir, se preguntaba qué diablos escondía aquella noche en la cabeza su antigua compañera de chabolo.
Habían bebido mucho las dos, pero no lo suficiente. Y al final caminaron más allá del porche y de la terraza, por el sendero que zigzagueaba hacia los campos del cortijo. Antes de salir, mientras unas silenciosas sirvientas eliminaban los restos de la fiesta, Pati desapareció un momento para volver, sorpresa, sorpresa, con un gramo de polvo blanco que las despejó bien despejadas, convertido muy pronto en rayas sobre el cristal de la mesa. Para no acabárselo de criminal que estaba, y que Teresa supo apreciar como se merecía, snif, snif, habida cuenta de que era su primer pericazo desde que la soltaron de El Puerto. Órale, carnalita, suspiraba. Bien chingona te salió ésta. Luego, despejadas y vivas como si el día acabara de empezar, echaron a andar en dirección a los campos oscuros del cortijo, sin prisas. Sin dirigirse a ninguna parte. Te quiero bien lúcida para lo que voy a decirte, apuntó una Pati a la que era posible reconocer de nuevo. Estoy requetelúcida, dijo Teresa. Se dispuso a escuchar. Había vaciado otro vaso de tequila que ya no llevaba en la mano, pues lo dejó caer en alguna parte del camino. Y aquello, pensaba sin saber qué motivos tenía para pensarlo, se parecía mucho a estar bien otra vez. A encontrarse a gusto en la piel, inesperadamente. Sin reflexiones ni recuerdos. Sólo la noche inmensa que se diría eterna, y la voz familiar que pronunciaba palabras en tono de confidencia, como si alguien pudiera espiarlas agazapado entre aquella luz extraña que plateaba los inmensos viñedos. Y también oía el canto de los grillos, el ruido de los pasos de su compañera y el roce de sus propios pies descalzos –había dejado los zapatos de tacón en el porche– sobre la tierra del sendero.
–Ésa es la historia –acabó Pati.
Pues no tengo intención de pensar ahora en tu historia, se dijo Teresa. No pienso hacerlo, ni considerar ni analizar nada esta noche mientras dure la oscuridad y haya estrellas allá arriba, y el efecto del tequila y de doña Blanca me tenga así de a gusto por primera vez después de tanto tiempo. Tampoco sé por qué esperaste hasta hoy para confiarme todo eso, ni qué pretendes. Te oí como quien oye un cuento. Y lo prefiero así, porque tomar tus palabras de otra manera me obligaría a aceptar que existe la palabra mañana y existe la palabra futuro; y esta noche, caminando por el senderito entre estos campos tuyos o de tu familia o de quien chingados sean, pero que deben de valer una feria, no le pido nada especial a la vida. Así que digamos que me contaste un lindo relato, o más bien acabaste de contarme el que me soplabas a medias cuando compartíamos chabolo. Luego me iré a dormir, y mañana, con luz en la cara, será otro día.
Y sin embargo, admitió, era una buena historia. El novio acribillado a tiros, la media tonelada de coca con la que nadie dio nunca. Ahora, después de la fiesta, Teresa podía imaginarse al novio, un tipo como los que había visto allí, con chaqueta oscura y camisa sin corbata y todo elegante, con clase de verdad, al estilo de la segunda o tercera generación de la colonia Chapultepec pero en mejor, mimado desde niño como esos chavos fresitas de Culiacán que iban al colegio al volante de sus Suzukis 4x4 escoltados por guardaespaldas. Un novio encanallado y golfo: una buena nariz de a gramo que se follaba a otras y dejaba que ella se follara a otros y a otras, y que jugó con fuego hasta quemarse las manos, metiéndose en ambientes donde los errores y las frivolidades y las maneras de gallito consentido se pagaban con el cuero. Lo mataron a él y a otros dos socios, había contado Pati; y Teresa sabía mejor que muchos de qué perrona cosa andaba platicando su prójima. Lo mataron por engañar y no cumplir; y tuvo negra suerte porque justo al día siguiente iban a echarle mano los de la Brigada de Estupefacientes, que a la otra media tonelada de coca sí le seguían de cerca el rastro, y le tenían pinchado hasta el vaso de hacer gárgaras cuando se cepillaba la boca. Lo de darle piso fue cosa de mafias rusas, que eran más bien drásticas, disconforme algún Boris con las explicaciones sobre la sospechosa pérdida de media carga llegada en un contenedor al puerto de Málaga. Y aquellos comunistas reciclados a gangsters solían mochar parejo: tras muchas gestiones infructuosas, y agotada la paciencia, un socio del novio había resultado difunto en su casa viendo la tele, otro en la autopista Cádiz–Sevilla, el novio de Pati saliendo de un restaurante chino de Fuengirola, bang, bang, bang, abrasado cuando abrían la puerta del auto, tres en la cabeza del novio y dos de casualidad para ella, a la que no buscaban porque todos creían, hasta los socios fallecidos, que se encontraba al margen. Pero una mierda al margen, eso es lo que estaba. Primero, porque se cruzó en la línea de tiro al meterse en el coche; y luego porque el novio era de los bocones que largan cosas antes y después de correrse, o con la nariz empolvada. Entre unas cosas y otras, a Pati había terminado contándole que el clavo de coca, la media carga que todos creían perdida y ventilada en el mercado negro, seguía empaquetadita, intacta, en una cueva de la costa cerca del cabo Trafalgar, esperando que alguien le dijera ojos negros tienes. Y tras la desaparición del novio y los otros, la única que conocía el sitio era Pati. De manera que, cuando salió del hospital y los de Estupefacientes la estaban esperando, a la hora de preguntarle por la famosa media tonelada ella había enarcado mucho las cejas. What. No sé de qué coño me hablan, dijo mirándolos a los ojos de uno en uno. Y tras muchos dimes y diretes, se lo creyeron. –¿Qué piensas, Mejicana?