–No pienso.

Se había detenido, y Pati la miraba. El contraluz de luna le marcaba los hombros y el contorno de la cabeza, blanqueándole como de canas el pelo corto.

–Haz un esfuerzo.

–No quiero hacerlo. Esta noche no.

Un resplandor. Un fósforo y un cigarrillo alumbrando la barbilla y los ojos de la Teniente O'Farrell. Otra vez ella, pensó Teresa. La de siempre.

–¿De verdad no quieres saber por qué te he contado todo eso?

–Sé por qué lo has hecho. Quieres recuperar ese clavo de perico. Y quieres que te ayude.

La brasa brilló dos veces en silencio. Caminaban de nuevo.

–Tú has hecho cosas de éstas –apuntó Pati, simple–. Cosas increíbles. Conoces los lugares. Sabes cómo llegar y volver.

–¿Y tú?

–Yo tengo contactos. Sé qué hacer después. Teresa seguía negándose a pensar. Es importante, se dijo. Temía ver ante ella, si imaginaba demasiado, de nuevo el mar oscuro, el faro centelleando en la distancia. O tal vez lo que temía era ver de nuevo la piedra negra donde se mató Santiago, que a ella le había costado año y medio de vida y libertad. Por eso necesitaba esperar a que amaneciera y analizarlo con la luz gris del alba, cuando tuviese miedo. Aquella noche todo parecía engañosamente fácil.

–Es peligroso ir allá –decirlo fue inesperado para ella misma–. Además, si se enteran los dueños...

–Ya no hay dueños. Ha pasado mucho tiempo. Nadie se acuerda.

–De esas cosas se acuerdan siempre.

–Bueno –Pati anduvo unos pasos en silencio–. Entonces negociaremos con quien haga falta.

Cosas increíbles, había dicho antes. Era la primera vez que le oía algo que sonara tanto a respeto, o a elogio, en relación con ella. Callada y leal, sí; pero nunca algo como aquello. Cosas increíbles. Decirlo tan de igual a igual. La suya era una amistad hecha de sobreentendidos que rara vez llegaban a esa clase de comentarios. No me transa, aventuró. Me late que es sincera. Sería capaz de manipularme, pero éste no es el caso. Me conoce y la conozco. Las dos sabemos que la otra sabe.

–¿Y qué gano yo?

–La mitad. Salvo que prefieras seguir hecha una paria en el chiringuito.

Revivió de un tajo doloroso el calor, la camiseta empapada, la mirada suspicaz de Tony al otro lado de la barra, su propia fatiga animal. Las voces de los bañistas, el olor a cuerpos embadurnados en aceites y cremas. Todo eso estaba a cuatro horas de autobús de aquel paseo bajo las estrellas. Interrumpió sus reflexiones un rumor entre unas ramas próximas. Un aleteo que la sobresaltó. Es un búho, dijo Pati. Hay muchos búhos por aquí. Cazan de noche.

–Lo mismo el clavo ya no sigue allí –dijo Teresa. Y sin embargo, pensaba al fin. Y sin embargo.

9. También las mujeres pueden

Había llovido toda la mañana en rachas densas que cribaban de salpicaduras la marejada, con las ráfagas más fuertes borrando a intervalos la silueta gris del cabo Trafalgar, mientras ellas fumaban en la playa, dentro del Land Rover, la neumática y el motor fuera borda en el remolque, oyendo música, viendo resbalar el agua por el parabrisas y pasar las horas en el reloj del salpicadero: Patricia O'Farrell en el asiento del conductor, Teresa en el otro, con bocadillos, un termo de café, botellas de agua, paquetes de tabaco, cuadernos con croquis y una. carta náutica de la zona, la más detallada que Teresa pudo encontrar. Ahora el cielo continuaba sucio –coletazos de una primavera que se resistía al verano– y las nubes bajas seguían moviéndose hacia levante; pero el mar, una superficie ondulante y plomiza, estaba más tranquilo, y sólo rompía en rasgaduras blancas a lo largo de la costa.

Ya podemos ir –dijo Teresa.

Salieron, estirando los músculos entumecidos mientras caminaban sobre la arena mojada, y luego abrieron la trasera del Land Rover y sacaron los trajes de buceo. Persistía una llovizna leve, intermitente, y a Teresa se le erizó la piel al desnudarse. Hacía, pensó, un frío de la chingada. Se puso los ajustados pantalones de neopreno sobre el bañador, y después cerró la cremallera de la chaquetilla sin cubrirse con la capucha, recogido el pelo en cola de caballo con un elástico. Dos tipas haciendo pesca submarina con este tiempo, se dijo. No mames. Espero que si algún pendejo anda remojándose por aquí, se trague la bola completa.

–¿Estás lista?

Vio que su amiga asentía sin perder de vista la enorme extensión gris que ondulaba ante ellas. Pati no estaba acostumbrada a ese tipo de situaciones, pero lo encajaba todo con razonable serenidad: ni charla superflua, ni nervios. Sólo parecía preocupada, aunque Teresa no estaba segura de si era por lo que llevaban entre manos –algo para inquietar a cualquiera–, o por la novedad de aventurarse en aquel mar de aspecto poco tranquilizador. Se advertía en los muchos cigarrillos fumados durante la espera; uno tras otro –tenía uno en la boca, húmedo de llovizna, que le hacía entornar los ojos mientras enfundaba las piernas en el pantalón de buceo–, y en el pericazo justo antes de abandonar la cabina, ritual preciso, billete nuevo enrollado y dos culebrillas sobre la carpeta de plástico de la documentación del vehículo. Pero Teresa no quiso acompañarla esta vez. Era otro tipo de lucidez la que necesitaba, pensó mientras terminaba de equiparse, revisando mentalmente la carta náutica que, de tanto mirarla, tenía impresa en la cabeza: la línea de la costa, la curva hacia el sur en dirección a Barbate, la orilla escarpada y rocosa al final de la playa limpia. Y allí, no indicadas en la carta pero señaladas con precisión por Pati, las dos cuevas grandes y la cueva chica oculta entre ambas, inaccesible desde tierra y apenas visible desde el mar: las cuevas de los Marrajos:

Vámonos –dijo–. Quedan cuatro horas de luz. Pusieron las mochilas y los arpones submarinos en la neumática, para cubrir las apariencias, y luego de soltar las cinchas del remolque la arrastraron hasta la orilla. Era una Zodiac de goma gris, de nueve pies de eslora. El depósito del motor, un Mercury de 15 caballos, estaba lleno de gasolina y listo, revisado por Teresa el día anterior, como en los viejos tiempos. Lo encajaron en el espejo de popa apretando bien las palometas. Todo en orden, la cola de la hélice arriba. Después, una a cada lado, tirando de las guirnaldas, llevaron la lancha al mar.

Hundida en el agua fría hasta la cintura, mientras empujaba la neumática fuera de la rompiente de la orilla, Teresa se esforzaba en no pensar. Quería que sus recuerdos fuesen experiencia útil y no lastre de un pasado del que sólo necesitaba retener los conocimientos técnicos imprescindibles. Lo demás, imágenes, sentimientos, ausencias, era algo que no podía permitirse ahora. Un lujo excesivo. Quizá mortal.

Pati la ayudó a subir a bordo, chapoteando para trepar sobre el costado de goma. El mar empujaba la neumática hacia la playa. Teresa encendió el motor a la primera, con un tirón seco y rápido del cordón de arranque. El ruido de los quince caballos le alegró el corazón. Otra vez aquí, pensó. Para lo bueno y lo malo. Le dijo a su compañera que se pusiera a proa para equilibrar pesos, y ella se acomodó junto al motor, gobernando la lancha lejos de la orilla y después en dirección a las rocas negras, al extremo de la arena que clareaba en la luz gris. La Zodiac se portaba bien. Gobernó como le había enseñado Santiago, esquivando las crestas, amura al mar y deslizándose luego de banda por la otra cara en los senos de la marejada. Gozándolo. Chale, que incluso así el mar seguía siendo hermoso, con lo retorcido y perrón que era. Aspiró con deleite el aire húmedo que traía espuma de sal, atardeceres cárdenos, estrellas, cazas nocturnas, luces en el horizonte, el perfil impasible de Santiago iluminado a contraluz por el foco del helicóptero, el ojo azul centelleante de la Hachejota, los pantocazos que retumbaban en los riñones sobre el agua negra. No, pues. Qué triste era todo, y qué hermoso a la vez. Ahora continuaba lloviznando fino, y las salpicaduras del mar venían a rachas. Observó a Pati, vestida con el neopreno azul que le moldeaba la figura, el pelo corto bajo la capucha dándole un aspecto masculino: miraba el mar y las rocas negras sin ocultar del todo su aprensión. Si tú supieras, carnalita, pensó Teresa. Si hubieras visto por estos rumbos cosas que yo vi. Pero la güera se comportaba. Quizá en aquel momento tuviese reparos, como cualquiera los tendría –recuperar la carga era la parte fácil del negocio–, de imaginar las consecuencias, si algo rodaba gacho. Habían hablado cien veces de esas consecuencias, incluida la posibilidad de que la media tonelada ya no se encontrara allí. Pero la Teniente O'Farrell tenía obsesiones y tenía agallas. Tal vez –era su faceta menos tranquilizadora– demasiadas agallas y demasiadas obsesiones. Y eso, meditó Teresa, no siempre casaba con la sangre fría que reclamaban tales transas. En la playa, mientras esperaban en la cabina del Land Rover, descubrió algo: Pati era una compañera, pero no una solución. Quedaba en todo aquello, acabara como acabase, un largo trecho que Teresa tendría que recorrer sola. Nadie iba a aliviarle pasitos del camino. Y poco a poco, sin que ella misma pudiera establecer cómo, la dependencia que había sentido hasta entonces, de todo y de todos, o más bien su creencia tenaz en esa dependencia –era cómoda de llevar, y al otro lado sólo creía encontrar la nada–, iba transformándose en una certeza que era al mismo tiempo de orfandad madura y de consuelo. Primero dentro de la cárcel, en los últimos meses, y quizá no fuesen ajenos a ello los libros leídos, las horas despierta esperando amaneceres, las reflexiones que la paz de aquel período puso en su cabeza. Luego salió al exterior, de nuevo al mundo y a la vida; y el tiempo transcurrido en lo que resultó ser sólo otra espera no hizo más que confirmar el proceso. Pero de nada fue consciente hasta la noche en que reencontró a Pati O'Farrell. Mientras caminaban a oscuras por los campos del cortijo jerezano y oía pronunciar a ésta la palabra futuro, Teresa vislumbró como un relámpago que tal vez Pati no era la más fuerte de las dos; como tampoco lo habían sido, siglos atrás y en otras vidas, el Güero Dávila y Santiago Fisterra. Podría suceder, concluyó, que la ambición, los proyectos, los sueños, incluso el valor, o la fe –hasta la fe en Dios, decidió con un estremecimiento–, en vez de dar fuerzas, te las quitaran. Porque la esperanza, incluso el mero deseo de sobrevivir, la volvían a una vulnerable, atada al posible dolor y a la derrota. Tal vez de ahí resultaba la diferencia entre unos seres humanos y otros, y ése era entonces su caso. Quizá Edmundo Dantés estaba equivocado, y la única solución era no confiar, y no esperar.


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