La cueva estaba oculta tras unas rocas desprendidas del acantilado. Habían hecho un reconocimiento por tierra cuatro días antes: desde diez metros más arriba, asomada en la cortadura, Teresa estudió y anotó cada piedra aprovechando que el día era claro, que el agua estaba limpia y tranquila para considerar el fondo, sus irregularidades y la forma de acercarse desde el mar sin que una arista afilada cortara la goma de la neumática. Y ahora estaban allí, balanceándose en la marejada mientras Teresa, con leves toques al gas del motor y movimientos en zigzag de la caña, procuraba mantenerse lejos de las piedras y buscaba el paso más seguro. Al fin comprendió que la Zodiac sólo podría meterse en la cueva con mar llana, de modo que puso rumbo a la oquedad grande de la izquierda. Y allí, bajo la bóveda, en un lugar donde el flujo y reflujo no las empujaba contra la pared escarpada, le dijo a Pati que dejase caer el rezón plegable atado al extremo de un cabo de diez metros. Después se echaron las dos al agua resbalando por los costados de la embarcación, y fueron con otro cabo hasta las piedras que la marejada descubría a cada movimiento. Llevaban a la espalda mochilas con bolsas herméticas, cuchillos, cuerdas y dos linternas estancas, y flotaban sin dificultad gracias a sus trajes de buceo. Al llegar, Teresa amarró el cabo en una piedra, le dijo a Pati que tuviera cuidado con las púas de los erizos, y de ese modo avanzaron despacio por la orilla rocosa, el agua entre el pecho y la cintura, de la cueva grande a la pequeña. A veces una rompiente las obligaba a agarrarse para no perder pie, y entonces se lastimaban las manos con las aristas o sentían rasgarse el neopreno en los codos y las rodillas. Era Teresa quien, tras echar un vistazo desde arriba, había insistido en llevar aquellos equipos. Nos quitarán el frío, dijo, y sin ellos el oleaje en las rocas nos haría filetes de res.

Aquí es –señaló Pati–. Tal como Jimmy contaba... El arco arriba, las tres piedras grandes y la chica. ¿Lo ves?... Hay que nadar un poco y luego haremos pie.

Su voz resonaba en la oquedad. Allí olía muy fuerte, a algas podridas, a piedra marina que las mareas y la marejada cubrían y descubrían continuamente. Dejaron la luz a sus espaldas, internándose en la penumbra. Dentro el agua estaba mas tranquila. El fondo aún se veía bien cuando dejaron de hacer pie y nadaron un poco. Casi al final encontraron algo de arena, piedras y madejas de algas muertas. Detrás estaba oscuro.

–Necesito un puto cigarrillo –murmuró Pati. Salieron del agua y buscaron tabaco en las bolsas impermeables de las mochilas. Después fumaron mirándose. El arco de claridad de la entrada se reflejaba en el agua intermedia y las iluminaba en penumbra gris. Mojadas, pelo húmedo, fatiga en las caras. Y ahora qué, parecían preguntarse en silencio.

–Espero que siga aquí –murmuró Pati.

Se quedaron un rato como estaban, apurando los cigarrillos. Si la media tonelada de cocaína se encontraba de veras a pocos pasos, nada en sus vidas iba a ser igual en cuanto recorrieran esa distancia. Las dos lo sabían.

–Órale. Estamos a tiempo, carnalita. A tiempo, ¿de qué?

Teresa sonrió, convirtiendo su pensamiento en una broma.

–Pues no sé. A lo mejor de no mirar.

Pati sonrió también, distante. La cabeza unos pasos más allá.

–No digas tonterías.

Teresa miró la mochila que tenía a los pies, y se agachó para revolver en ella. Se le había soltado la cola de caballo, y las puntas del pelo goteaban agua dentro. Sacó su linterna.

–¿Sabes una cosa? –dijo, comprobando la luz. –No. Dímela.

–Creo que hay sueños que matan –alumbraba alrededor, las paredes de piedra negra con pequeñas estalactitas en lo alto–... Más todavía que la gente, o la enfermedad, o el tiempo.

–¿Y?

–Y nada. Pensaba, nomas. Lo pensaba ahorita. La otra no la miró. Apenas prestaba atención. Había empuñado también una linterna y se volvía hacia las rocas del fondo, ocupada en sus propias reflexiones. –¿De qué coño estás hablando?

Una pregunta distraída, que no buscaba respuesta. Teresa no contestó. Se limitó a mirar a su amiga con atención, porque la voz, incluso considerando el efecto del eco bajo la roca, sonaba rara. Espero que no vaya a asesinarme por la espalda en la cueva del tesoro como los piratas de los libros, pensó, divertida sólo a medias. Pese a lo absurdo de la idea, se sorprendió mirando el tranquilizador mango del cuchillo de buzo que asomaba de su mochila abierta. Y bueno, se increpó. No te apendejes de puro pendeja. Anduvo reprochándose eso en los adentros mientras recogían el equipo, se echaban las mochilas a la espalda y caminaban precavidas, alumbrándose con las linternas entre las piedras y los algazos. El terreno ascendía en pendiente suave. Dos haces de luz iluminaron un recodo. Detrás había más piedras y algas secas: madejas muy espesas amontonadas ante una oquedad de la pared.

–Tendría que estar ahí –dijo Pati.

Híjole, advirtió Teresa, cayendo en la cuenta. Resulta que a la Teniente O'Farrellle tiembla la voz.

–La verdad –dijo Nino Juárez– es que le echaron cojones.

Nada en el antiguo comisario jefe del DOCS –grupo contra la Delincuencia Organizada de la Costa del Sol– delataba al policía. O al ex policía. Era menudo y casi frágil, con barbita rubia; vestía un traje gris sin duda muy caro, corbata y pañuelo de seda a juego asomando por el bolsillo de la chaqueta, y un Patek Philippe relucía en su muñeca izquierda bajo el puño de la camisa a rayas rosas y blancas, con llamativos gemelos de diseño. Parecía salido de las páginas de una revista de moda masculina, aunque en realidad venía de su despacho en la Gran Vía de Madrid. Saturnino G. Juárez, decía la tarjeta que yo llevaba en la cartera. Director de seguridad interior. Y en una esquina, el logotipo de una cadena de tiendas de moda de las que facturan cientos de millones en cada ejercicio anual. Las cosas de la vida, pensé. Después del escándalo que, unos años atrás, cuando era más conocido por Nino Juárez o comisario Juárez, le costó la carrera, allí estaba el hombre: repuesto, impecable, triunfador. Con ese Ge punto intercalado que le daba un toque respetable, y aspecto de salirle la pasta por las orejas, amén de renovadas influencias y mandando más que antes. A esa clase de individuos nunca los encontrabas en las colas del desempleo; sabían demasiado de la gente, y a veces más de lo que la gente sabía sobre ella misma. Los artículos aparecidos en la prensa, el expediente de Asuntos Internos, la resolución de la Dirección General de la Policía apartándolo del servicio, los cinco meses en la cárcel de Alcalá Meco, eran papel viejo. Qué suerte contar con amigos, concluí. Antiguos camaradas que devuelven favores, y también tener dinero o buenas relaciones para comprarlos. No hay mejor seguro contra el desempleo que llevar la lista de los esqueletos que cada cual guarda en su armario. Sobre todo si has sido tú quien ayudó a guardarlos.

–¿Por dónde empezamos? –preguntó, picoteando jamón del plato.

–Por el principio.

–Entonces vamos a tener una sobremesa larga. Estábamos en casa Lucio, en la Cava Baja, y lo cierto es que, aparte de la invitación a comer –huevos con patatas, solomillo, Viña Pedrosa del 96, yo pagaba la cuenta–, en cierto modo también había comprado su presencia allí. Lo hice a mi manera, recurriendo a las viejas tácticas. Tras su segunda negativa a hablar sobre Teresa Mendoza, antes de que diese orden a su secretaria de no pasarle más llamadas mías, planteé sin rodeos la papeleta. Con usted o sin usted, dije, la historia irá adelante. Así que puede elegir entre salir dentro en toda clase de posturas, incluida la foto de primera comunión, o quedarse fuera secándose el sudor de la frente con mucho alivio. Y qué más, dijo él. Ni un céntimo, respondí. Pero con mucho gusto le pago una comida y las que hagan falta. Usted gana un amigo, o casi, y yo se la debo. Nunca se sabe. Y ahora dígame cómo lo ve. Resultó ser lo bastante listo para verlo de inmediato, así que pactamos los términos: nada comprometedor en su boca, pocas fechas y detalles relacionados con él. Y allí estábamos. Siempre resulta fácil entenderse con un sinvergüenza. Lo difícil son los otros; pero de ésos hay menos.


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