Capítulo 6
Neil Fallon no solo había abandonado a su padre, sino también la ciudad. Kovac condujo hacia el oeste por la ancha autopista 394, que se estrechó a una carretera de dos carriles, luego de uno y por fin de uno sin arcén, el último extremo de una vía que bordeaba los dedos de agua del lago Minnetonka. En otras vías de servicio asfaltadas que flanqueaban el lago se alzaban antiguas mansiones que se habían hecho construir los grandes magnates de la madera y los industriales, así como mansiones nuevas construidas en años recientes para deportistas profesionales y estrellas del rock. Sin embargo, en la zona del lago donde se encontraba Kovac, las parcelas eran demasiado pequeñas para levantar viviendas ostentosas. Había cabañas casi suspendidas sobre las orillas y semiocultas entre los grandes pinos, en algunos casos casitas de veraneo, en otros, refugios de pesca que deberían haberse demolido una o dos décadas atrás, o bien modestas viviendas permanentes.
El hermano de Andy Fallon poseía un variopinto racimo de cabañas agrupadas en una cuña de tierra situada entre el lago y un cruce de caminos. El establecimiento de Fallon, combinación de bar y tienda de cebos vivos, era el más cercano a la carretera, un edificio apenas más espacioso que un garaje para tres coches, con revestimiento verde y ventanas demasiado pequeñas que confería al lugar el aspecto de tener los ojos entornados. En las ventanas brillaban rótulos fluorescentes que anunciaban la venta de cerveza Miller's y Coors, así como de cebos vivos.
La idea de almorzar se marchitó y murió en el estómago vacío de Kovac. Aparcó el destartalado Chevrolet Caprice en el pequeño estacionamiento helado, apagó el motor y escuchó su renqueo. Conducía el mismo coche del parque del departamento desde hacía más de un año. En aquel período, ningún mecánico había sido capaz de curarle el hipo o arreglar la calefacción para que soltara algo más qué un soplo de aire tibio. Había solicitado otro coche, pero el papeleo había desaparecido en un agujero negro burocrático, y nadie le devolvía las llamadas. Tal vez su expediente como conductor guardara alguna relación con aquel silencio, pero prefería creer que le estaban jodiendo vivo, ya que así tenía la excusa perfecta para estar cabreado.
Una mesa de billar ocupaba gran parte del espacio en el bar. De las paredes revestidas de madera vieja de granero colgaban docenas de fotos de personas, a buen seguro clientes, sosteniendo peces en alto. En la pantalla del televisor colocado sobre la diminuta barra se veían imágenes de un culebrón. Detrás de la barra, una mujer corpulenta de cabello castaño ralo y con un cigarrillo colgado de la comisura de los labios lavaba una jarra de cerveza con un paño sucio. No olvides beber a morro, Kovac. Al otro lado de la barra, una rata de lago con la mitad de la dentadura desaparecida en combate y una mugrienta gorra de béisbol roja ladeada sobre el cráneo se sentaba en un taburete.
– Hope nunca le haría una cosa así a Bo -sentenció huraña la mujer-. Pero si es el amor de su vida, joder.
– Era -corrigió la rata de lago-. A ver si prestas más atención, Maureen. Stephano le metió un microchip en el cerebro que la hace malvada. Gina la Malvada, así es como la llaman ahora.
– Chorradas -espetó Maureen, y la ceniza de su cigarrillo se tiñó de rojo por un instante.
Kovac carraspeó.
– ¿Neil Fallon?
La mujer lo miró de arriba abajo.
– ¿Qué vendes?
– Malas noticias.
– Está en la parte trasera.
Menuda amiga.
La mujer le indicó la puerta de la cocina con una inclinación de cabeza.
La cocina era tan abigarrada como una tómbola de feria, y apestaba a grasa rancia y trapos sucios. O quizá ese hedor mohoso procedía de pececillos muertos. Kovac mantuvo las manos en los bolsillos y el abrigo bien apretado contra sí, intentando no preguntarse dónde guardaba Neil los cebos vivos.
Fallon estaba en la entrada sin puerta de un gran cobertizo almacén. Tenía el mismo aspecto que Mike veintitantos años antes, con la complexión de un toro, rostro carnoso y rubicundo, y cierto rictus amargo en la boca. Se volvió hacia Kovac mientras este cruzaba el patio, se encajó unas gafas de soldador sobre los ojos y siguió trabajando en el esquí de una motonieve. Las chispas salían disparadas del soplete como una exhibición de fuegos artificiales diminutos y relucientes contra la penumbra del cobertizo.
– ¿Neil Fallon? -gritó Kovac para hacerse oír por encima del estruendo al tiempo que sacaba la placa y la sostenía en alto, aunque fuera del alcance de las chispas-. Kovac, de la policía de Minneapolis.
Fallon retrocedió un paso, apagó el soplete y se subió las gafas. En su rostro no se advertía expresión alguna.
– Ha muerto.
Kovac se detuvo a un metro de la motonieve.
– ¿Lo ha llamado alguien?
– No, es que siempre he sabido que enviarían a un policía para decírmelo. Ustedes eran más su familia que yo.
Se sacó un pañuelo rojo del bolsillo del mono y se enjugó el rostro sudoroso a pesar de la baja temperatura.
– Bueno, ¿qué ha pasado? ¿El corazón? ¿O se emborrachó y se cayó de la puta silla?
– No he venido por su padre -aclaró Kovac.
Neil se lo quedó mirando como si le hablara en chino.
– He venido por Andy. Ha muerto. Lo siento.
– Andy.
– Su hermano.
– Joder, ya sé que es mi hermano -espetó Fallon.
Con mano insegura, dejó el soplete sobre un banco de trabajo, se quitó los guantes y luego arrojó las gafas de soldador lejos de sí como si le quemaran. Aterrizaron con un golpe sordo entre un montón de bombonas de gas viejas.
– ¿Muerto? -masculló sin aliento-. ¿Cómo que muerto? ¿Cómo va a estar muerto? No puede estar muerto.
– Por lo visto, se suicidó. O quizá fuera un accidente.
– ¿Suicidio? Joder…
Respirando con dificultad, se acercó a una taquilla oxidada colocada junto al banco de trabajo, sacó una botella medio vacía de whisky Old Crow y bebió dos largos tragos. Acto seguido dejó la botella, se inclinó hacia delante, sepultó el rostro entre las manos y soltó una larga retahíla de juramentos.
– Andy… -Escupió en el suelo-. Suicidio… -Escupió de nuevo-.Joder…
Luego salió del cobertizo y vomitó sobre la nieve.
En fin, cada cual reaccionaba de un modo distinto. Kovac rebuscó en sus bolsillos y solo encontró un chicle de nicotina. Mierda.
– Joder -masculló de nuevo Fallon.
Regresó al interior del cobertizo y se sentó en un taburete hecho con un tronco mientras dejaba la botella entre sus pies.
– Andy.
– ¿Estaban muy unidos? -preguntó Kovac, apoyándose contra el banco de trabajo.
Fallon sacudió la cabeza y se mesó el abundante cabello cobrizo con las manos.
– Bueno, supongo que en los viejos tiempos sí. O puede que nunca. Andy se pasó muchos años venerándome porque yo era mayor y más duro, y porque plantaba cara al viejo. Pero él siempre fue el favorito de Iron Mike, y yo desperdicié mucho tiempo odiándolo por eso.
Pretendía transmitir la sensación de que aquel odio era cosa del pasado, pero en su voz aún se advertía un vestigio de amargura, notó Kovac. Sabía por experiencia que los resentimientos familiares casi nunca se olvidan del todo. La gente se limitaba a correr un tupido velo y hacer caso omiso de ellos, como si de muebles feos se tratara.
– Al parecer era un chico modélico -comentó para abrir la vieja herida-. Deportista estrella, buen estudiante que siguió los pasos de su padre…
Fallon clavó la mirada en el suelo y apretó los labios en una delgada línea.
– Era todo lo que el viejo quería en un hijo, o al menos eso creía Mike. En cambio yo era totalmente distinto.
Metió la mano por la cremallera abierta del mono de trabajo y sacó un cigarrillo y un encendedor del bolsillo de la camisa.
– Que les den por el culo -masculló exhalando la primera bocanada de humo.
Dicho aquello, lanzó una carcajada amarga, cogió la botella y bebió otro trago.
– ¿Se veían mucho? -preguntó Kovac.
Fallon sacudió la cabeza, si bien Kovac no sabía a ciencia cierta si denegaba o aún intentaba hacerse a la idea de la muerte de su hermano.
– Pasaba por aquí de vez en cuando; le gustaba pescar. Guarda los aperos aquí, y también su barca en invierno. Supongo que es un gesto fraternal o algo así, como si se creyera en la obligación de patrocinar mi empresa. Andy tiene un acusado sentido del deber.
– ¿Cuándo habló con él por última vez?
– Vino el domingo, pero no hablé con él. Estaba ocupado con un tipo que quería comprar una motonieve.
– ¿Cuándo fue la última vez que sostuvieron una conversación seria?
– ¿Seria? Bueno, pues hace cosa de un mes.
– ¿Sobre qué?
Fallon frunció los labios.
– Vino a decirme que tenía intención de salir del armario, que era maricón. Ja, como si hiciera falta que me lo dijera.
– ¿No sabía usted que era homosexual?
– Claro que lo sabía. Lo sabía desde el instituto. No hizo falta que me lo dijera; sencillamente, lo sabía.
Bebió otro trago y dio otra chupada al cigarrillo.
– En aquella época se lo dije al viejo porque estaba cabreado y hasta las narices, hasta las putas narices de oír siempre lo de «¿Por qué no eres como tu hermano?».
Lanzó otra carcajada como si acabara de contar un chiste buenísimo.
– Joder, por poco me rompe la mandíbula de la hostia que me metió. Nunca lo había visto tan cabreado. Si le hubiera dicho que la Virgen María era una puta, no se habría cabreado ni la mitad. Pero cometí un pecado contra el niño de oro. Si no hubiera estado en esa silla de ruedas, me habría hecho puré.
– ¿Cómo estaba Andy cuando se lo contó?
Fallon reflexionó un instante.
– Como muy intenso -repuso por fin-. Me parece que aquello fue un trauma para él. Se lo había contado a Mike, o sea que la escenita debió de ser cojonuda. Habría dado lo que fuera por verla. De hecho, me sorprendió que no le diera un ataque.
Fumó un poco más, arrojó la colilla al suelo y la aplastó con la puntera de la bota.
– Pero fue un poco raro, ¿sabe? Me daba pena Andy, porque yo sabía lo que significaba decepcionar al viejo, y él no.
– ¿Lo volvió a ver después de aquello?
– Un par de veces. Vino a practicar la pesca en el hielo, y le presté una de las cabañas. Otro día tomamos una copa. Creo que quería que volviéramos a ser hermanos de verdad, pero, joder, ¿qué teníamos en común aparte del viejo? Nada… ¿Cómo se lo ha tomado Mike? -quiso saber al cabo de unos instantes-. Me refiero a la muerte de Andy. ¿Lo ha enviado él aquí? Claro, es incapaz de llamarme personalmente, de reconocer que su hijo perfecto ha resultado no ser tan perfecto a fin de cuentas. Típico de Mike. Prefiere quedar como un cabrón a reconocer que está equivocado.