Agarró el cuello de la botella, se levantó con dificultad y salió del cobertizo.

– Que les den por el saco.

Kovac lo siguió, arrebujándose en el abrigo. Hacía cada vez más frío, un frío húmedo que calaba hasta los huesos. Le dolía la cabeza y la nariz.

Fallon dobló la esquina del cobertizo y se detuvo con la mirada fija entre las destartaladas cabañas de pesca que alquilaba en verano. Los edificios se alineaban a lo largo de la orilla del Minnetonka, pero en aquella época del año apenas había orilla. La nieve se extendía sobre la tierra y el hielo, tornándolos imposibles de distinguir. El paisaje era un mar blanco que se alargaba hacia un horizonte anaranjado.

– ¿Cómo lo hizo?

– Se ahorcó.

– Ah.

Solo eso. Ah. Fallon siguió inmóvil mientras el viento barría una fina bruma blanca de un lado del lago al otro. No negaba la evidencia ni se mostraba incrédulo. Tal vez no había conocido a su hermano tan bien como Steve Pierce. O tal vez llevaba tiempo deseando su muerte y por tanto no le costaba demasiado aceptar el hecho.

– Cuando éramos pequeños jugábamos a vaqueros -explicó-. Yo siempre era el que acababa ahorcado, el malo, y Andy siempre hacía de sheriff. Qué curioso cómo acaban las cosas.

Guardaron silencio durante unos momentos. Kovac imaginaba que Fallon estaba rememorando aquellas escenas. Dos niños pequeños, con la vida entera por delante, con sus sombreros de vaquero de dos dólares, montados sobre palos de escoba. Futuros brillantes manchados por los celos, las tensiones y las decepciones que trae consigo crecer.

Las imágenes de la infancia se diluyeron para dar paso a Andy Fallon colgado desnudo de una viga.

– ¿Le importa si bebo un trago de eso? -pidió a Fallon, señalando la botella.

Fallon se la alargó.

– ¿No está de servicio?

– Siempre estoy de servicio; es lo único que tengo -admitió Kovac-. No se lo diré a nadie si usted no lo hace.

Fallon se volvió de nuevo hacia el lago.

– Que les den por el saco.

El vecino estaba en su jardín, recolectando bombillas navideñas fundidas, cuando Kovac llegó a casa. Kovac se detuvo a medio camino del sendero para observarlo mientras desenroscaba una bombilla del halo de la Virgen María y la arrojaba a una bolsa de basura.

– Aunque se fundiera la mitad, seguiría viviendo a cuatro metros del sol -comentó.

El vecino se lo quedó mirando entre ofendido y aprensivo, la bolsa de basura apretada contra el pecho. Era un hombre menudo de unos setenta años, aspecto duro y ojillos mezquinos. Llevaba una gorra de aviador a cuadros rojos con las orejeras caídas sobre las orejas.

– ¿Y su espíritu navideño? -espetó.

– Lo perdí la cuarta noche que no conseguí pegar ojo por culpa de sus putas luces. ¿No podría ponerles un temporizador para que se apagaran a cierta hora?

– ¿Qué sabrá usted? -bufó el vecino.

– Pues que está usted chalado.

– ¿Acaso quiere que provoque una sobrecarga eléctrica? Eso es lo que pasaría si me pasara la vida encendiendo y apagando las luces. Sobrecarga eléctrica. Podría dejar sin luz toda la manzana.

– No caerá esa breva -suspiró Kovac antes de dirigirse a su casa.

Encendió el televisor para tener un poco de compañía, metió unos restos de lasaña en el microondas, se sentó en el sofá y comió un poco sin apetito. Se preguntó si Mike Fallon estaría sentado ante su televisor de pantalla gigante, intentando comer, intentando huir por unos instantes de su dolor refugiándose en la rutina.

A lo largo de su carrera como detective de Homicidios, Kovac había visto a mucha gente a caballo entre la normalidad y la realidad surrealista que significa un delito violento en sus vidas. Por regla general, no pensaba mucho en ello. A fin de cuentas, no era trabajador social, sino que su misión consistía en resolver el crimen y seguir adelante. Sin embargo, esa noche sí pensó en ello, porque Mike había sido policía, y tal vez por otras razones.

Dejó a un lado la lasaña y el programa que no estaba viendo, fue al escritorio y rebuscó en un cajón hasta dar con una agenda que no había visto la luz del día durante al menos cinco años. Su ex mujer figuraba por el nombre de pila. Kovac marcó el número, esperó y colgó cuando saltó el contestador. Voz de hombre. El segundo marido.

¿Qué habría dicho de todos modos? Hoy me han asignado otro fiambre y eso me ha recordado que tengo una hija.

No. Le recordaba que no tenía a nadie.

Regresó al salón con la pecera vacía y la tele. La escena le recordaba demasiado al viejo Iron Mike sentado en su sillón de masaje ante la enorme pantalla de su televisor, solo en el mundo, sin nada aparte de recuerdos amargos y esperanzas echadas a perder. Y un hijo muerto.

Por lo general, Kovac estaba convencido de que le iba mejor sin vida personal, pues el trabajo era un refugio seguro, y con él sabía a qué atenerse. Sabía quién era, dónde y cómo encajaba. Sabía qué hacer, y eso no podía decirlo de ninguna esfera que no incluyera el uso de la placa.

Existían peores destinos que ser un poli de carrera. El trabajo le gustaba casi siempre, aunque no el politiqueo que implicaba. Era bueno sin destacar como una estrella, como Ace Wyatt, que acaparaba titulares y posaba ante las cámaras como un profesional. Kovac era bueno en el sentido que de verdad contaba.

– Zapatero a tus zapatos -masculló antes de dar la espalda a la cena, coger el abrigo y salir de la casa.

Steve Pierce vivía en una casa adosada de obra vista situada en una calle gris de Lowry Hill demasiado próxima a la autopista. Era un barrio lleno de yuppies y modernos con dinero suficiente para reformar los viejos edificios de ladrillo, pero aquella zona estaba fragmentada en cuñas pequeñas a causa de la ampliación de las principales arterias viarias de Hennepin y Lyndale, y la división ya no era solo física, sino también psicológica.

Los vecinos de Steve Pierce no tenían las casas adornadas con llamativas luces navideñas que sobrecargaban el suministro eléctrico de todo el norte del país. Por el contrario, todo era discreto y elegante. Una corona de abeto por aquí, un ramito de acebo por allá. Kovac odiaba su barrio, pero aquel le parecía aún peor. La calle producía la impresión de que sus moradores no estaban vinculados de ningún modo, ni siquiera por lazos de hostilidad.

Kovac encajaba a la perfección aquella noche.

Permaneció sentado en su coche, aparcado a poca distancia de la casa de Pierce, esperando y pensando. Pensando que, con toda probabilidad, Andy Fallon no dejaba la puerta de su casa abierta. Pensando que Steve Pierce parecía saber mucho y a un tiempo nada de su viejo amigo. Pensando que ahí había gato encerrado, y que Pierce no quería revelar toda la historia.

La gente mentía a la policía constantemente, y no solo los malos y los culpables. Mentir era una actividad no discriminatoria. Los inocentes mentían, las madres de niños pequeños mentían, los chupatintas mentían, las abuelas de cabello azulado mentían… Todo el mundo mentía a la policía. Era algo que parecía escrito en el código genético de los seres humanos.

Steve Pierce también mentía, de eso no le cabía la menor duda. Ahora, su misión consistía en reducir el número de mentiras posibles y determinar si alguna de ellas podía revestir importancia en la muerte de Andy Fallon.

Sacó un paquete de Salem de debajo del asiento del acompañante, se lo puso bajo la nariz, inhaló con fuerza la fragancia del tabaco, volvió a dejar el paquete en su lugar y se apeó.

Pierce abrió la puerta en pantalón de chándal y suéter de la Universidad de Minnesota. El aroma a whisky de calidad flotaba a su alrededor como colonia, y de sus labios pendía un cigarrillo. En las horas transcurridas desde que descubriera el cadáver de Andy Fallon, su aspecto físico había degenerado hasta convertirse en el de un hombre que llevaba largo tiempo luchando contra una enfermedad terminal. Rostro demacrado, tez cenicienta, ojos inyectados en sangre… La comisura de sus labios se curvó hacia arriba cuando se quitó el cigarrillo de la boca y exhaló el humo.

– Vaya, vaya, pero si es el Espíritu Navideño en persona. ¿Ha traído una porra de goma esta vez? Porque la verdad, me parece que no han abusado suficiente de mí hoy. Primero encuentro a mi mejor amigo muerto en su casa, luego me lío a hostias con el Increíble Hulk vestido de policía y por último un detective estúpido me acribilla a preguntas ofensivas. No es una lista lo bastante larga; me apetece un poco de tortura. -De pronto abrió los ojos como platos y se llevó la mano a la boca en un ademán de susto burlón-. ¡Uy, se me ha escapado! Ahora ya conoce mi secreto. ¡Sadomasoquismo!

– Mire -intentó tranquilizarlo Kovac-. Tampoco yo he tenido precisamente un buen día. He tenido que decirle a un hombre al que llegué a admirar mucho que su hijo probablemente se ha suicidado.

– ¿Y le escuchó? -quiso saber Pierce.

– ¿Cómo dice?

– Que si Mike Fallon le escuchó cuando le contó lo de Andy.

– No le quedó más remedio -observó Kovac con el ceño fruncido.

Pierce miró la calle oscura por la ventana, como si una parte de él aún se aferrara al último jirón de la esperanza de que Andy Fallon apareciera entre las sombras y llamara a su puerta. Pero el peso de la realidad acabó por aplastarlo. Arrojó la colilla del cigarrillo a la acera.

– Necesito una copa -sentenció antes de alejarse de la puerta abierta.

Kovac lo siguió mientras echaba un vistazo a la vivienda. Era un juego de colores en intenso contraste y muebles de roble de un estilo retro que no habría podido identificar ni aun a punta de pistola. No tenía ni idea de decoración, pero sí reconocía la calidad y el precio. Las paredes del pasillo eran un collage de fotografías artísticas sobre fondo blanco y marco negro.

Entraron en una salita pintada de azul marino con mullidos sillones de cuero color guante de béisbol. Pierce se dirigió a un mueble bar situado en un rincón y rellenó su vaso de Macallan, a cincuenta pavos la botella. Kovac lo sabía porque le habían pedido que participara en la compra de una botella que regalaron al teniente cuando se fue. Por su parte, él nunca había pagado más de veinte dólares por una botella de algo.

– El hermano de Andy me dijo que Andy pasó por su tienda hace cosa de un mes para contarle que iba a salir del armario -comentó Kovac, apoyando una cadera contra el mueble bar.

Pierce frunció el ceño y se afanó en limpiar unas manchas imaginarias de condensación de la superficie de esteatita.


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