– ¿Conoce a Eugene?

– Trabajo para la agencia que pagó su fianza. Eugene no se presentó en el juzgado ayer y quisiéramos concertar otra fecha.

No era precisamente una mentira, sino una verdad a medias. Primero concertaríamos otra fecha y luego lo encerrarían en una celda sórdida y apestosa, hasta que tuviera que comparecer ante el juez.

– No sé…

Eugene asomó la cabeza por la rendija de la puerta entrecerrada.

– ¿Qué pasa? -preguntó con voz pastosa.

Kitty se apartó.

– Esta mujer quiere concertar una nueva fecha para que comparezcas en el juzgado.

Eugene acercó su cabeza a la mía. Era todo nariz, barbilla, ojos bizcos y rojos y un aliento a alcohol que mareaba.

– ¿Qué?

Repetí el camelo de que debíamos concertar una nueva fecha y me moví hacia un lado para que tuviera que abrir la puerta si quería verme.

Quitó la cadena, que resonó contra la jamba de la puerta.

– Es una coña, ¿no?

Traspuse el umbral de la puerta a medias, ajusté mi bolso en el hombro y mentí de todo corazón.

– Serán unos minutos. Necesitamos ir al juzgado para concertar una nueva fecha.

– Sí, bueno, ¿sabes lo que te digo? -Se volvió de espaldas a mí, se bajó el pantalón y se inclinó-. Besa mi peludo culo blanco.

Daba la cara en la dirección equivocada, lo que me impedía rociarlo con el gas, de modo que metí la mano en los Levis y saqué la pistola de descarga eléctrica. Nunca la había utilizado, pero no parecía que fuese complicado. Me incliné, apoyé firmemente el objeto sobre el culo de Eugene y pulsé el botón. Eugene soltó un breve chillido y cayó al suelo como un saco de harina.

– ¡Dios mío! -exclamó Kitty-. ¿Qué ha hecho?

Bajé la vista hacia Eugene, tumbado, inmóvil, con los ojos vidriosos y el calzoncillo alrededor de las rodillas. Su respiración era poco profunda, pero se me antojó que era de esperar de un hombre que acababa de recibir suficiente electricidad como para iluminar una habitación pequeña. Estaba pálido, o sea que al menos en ese aspecto nada había cambiado.

– Es una pistola de descarga eléctrica -expliqué-. Según el folleto, el daño no es permanente.

– Qué pena. Tenía la esperanza de que lo hubiese matado.

– Estaría bien que le subiese los calzoncillos.

Había demasiada fealdad en el mundo para que además tuviese que mirar los genitales marchitos de Eugene.

Cuando Kitty acabó de subirle la bragueta, le di un ligero puntapié con la punta del zapato. La reacción fue mínima.

– Tal vez sea mejor que lo metamos en el coche antes de que vuelva en sí.

– ¿Cómo vamos a hacerlo?

– Supongo que tendremos que arrastrarlo.

– De ninguna manera. No quiero tener nada que ver con esto. ¡Ay, Señor! Esto es terrible. Cuando despierte me dará una paliza de muerte.

– No puede golpearla si está en la cárcel.

– Lo hará cuando salga.

– Sólo si todavía se encuentra usted aquí.

Eugene hizo un débil intento por mover la boca y Kitty exclamó:

– ¡Va a levantarse! ¡Haga algo!

No me apetecía darle mayor voltaje. Me parecía que en el juzgado no verían con buenos ojos que lo llevara con el cabello de punta, de modo que lo cogí de los tobillos y lo arrastré hacia la puerta.

Kitty corrió escaleras arriba y, al oír que abría violentamente los cajones, supuse que estaría haciendo las maletas.

Logré sacar a Eugene hasta la acera, al lado del Buick, pero no podría meterlo en éste sin ayuda.

Por la ventana del salón vi a Kitty juntar maletas y bolsas de lona.

– Oiga, Kitty -le grité-. Necesito que me eche una mano.

Asomó la cabeza por la puerta y preguntó:

– ¿Cuál es el problema?

– No puedo meterlo en el coche.

Se mordió el labio inferior.

– ¿Está despierto?

– Hay miles de maneras de estar despierto. Esta manera no lo es tanto como otras.

Kitty se acercó lentamente.

– Tiene los ojos abiertos.

– Cierto, pero las pupilas están alzadas detrás de los párpados. No creo que vea mucho así.

En respuesta a nuestra conversación, Eugene había empezado a agitar inútilmente las piernas.

Kitty y yo lo cogimos cada una de un brazo y lo levantamos hasta la altura de los hombros.

– Sería más fácil si hubiese aparcado más cerca -dijo Kitty, resollando-. El coche está casi en medio de la calle.

Me equilibré bajo la carga.

– Sólo puedo aparcar junto al bordillo cuando tengo un parquímetro como blanco.

Empujamos simultáneamente y las piernas de Eugene, que parecían de goma, chocaron contra la aleta trasera del coche. Lo metimos en el asiento trasero y lo esposamos a la agarradera, de la que quedó colgando como un saco de arena.

– ¿Qué hará ahora? -pregunté a Kitty-. ¿Tiene adonde ir?

– Tengo una amiga en New Brunswick; puedo quedarme en su casa por un tiempo.

– No se olvide de dar al juzgado su dirección.

Kitty asintió con la cabeza y entró corriendo en la casa. De un salto me puse al volante y me dirigí hacia Hamilton, pasando por el barrio. La cabeza de Eugene se movió violentamente en algunas curvas, pero aparte de eso el viaje hacia la comisaría resultó tranquilo.

Aparqué detrás del edificio, me bajé del Buick, pulsé el botón en la puerta cerrada con llave que daba al mostrador del registro, di un paso hacia atrás y saludé a la cámara de seguridad.

La puerta se abrió casi de inmediato y Cari Costanza asomó la cabeza.

– ¿Sí?

– Entrega de pizzas.

– Es ilegal mentir a un poli.

– Ayúdame a sacar a este tío del coche.

Cari se meció sobre los talones y sonrió.

– ¿Es tuyo este monstruo?

Entrecerré los ojos.

– ¿Te burlas de mí, o qué?

– ¡Diablos, no! Joder, soy políticamente correcto. Yo no me mofo de los coches grandes de las mujeres.

– Me ha electrocutado -balbuceó Eugene-. Quiero hablar con un abogado.

Cari y yo nos miramos.

– Es horrible lo que el alcohol puede hacer con los hombres -comenté al abrir las esposas-. Dicen puras locuras.

– No lo electrocutaste, ¿verdad?

– ¡Claro que no!

– ¿Le revolviste las neuronas?

– Le di una descarga en el culo.

Para cuando me dieron el recibo, ya eran más de las seis. Demasiado tarde para ir a la oficina a que me pagaran. Remoloneé un rato en el aparcamiento, estudiando la extraña variedad de negocios al otro lado de la calle. La Iglesia del Tabernáculo, una tienda de sombreros, otra de muebles de segunda mano, y un colmado en la esquina. Nunca había visto clientes en ninguno de esos establecimientos, y me pregunté cómo harían sus propietarios para sobrevivir. Supuse que sus ganancias serían marginales, aunque los negocios parecían estables y las fachadas nunca cambiaban. Por supuesto, la madera petrificada suele tener el mismo aspecto año tras año.

De pronto me pregunté, preocupada si mi nivel de colesterol habría descendido durante el día, y decidí que cenaría pollo frito y bollos de Popeye's. Lo pedí para llevar y una vez me lo hubieron entregado conduje hasta la calle Paterson. Aparqué frente a la casa de Julia Cenetta. Se me antojó tan buen lugar como cualquier otro para comer y, nunca se sabe, tal vez tuviera suerte y Kenny se presentara allí.

Acabé el pollo y los bollos acompañados de ensalada de col, me soplé una lata de Dr. Pepper y me dije que difícilmente podía ser mejor: nada de Spiro, nada de platos, nada que me irritase.

Las luces de la casa de Julia estaban encendidas -pero habían corrido las cortinas, de manera que no podía fisgar- y, en el camino de acceso había dos coches aparcados. Sabía que uno era de Julia, y supuse que el otro sería de su madre.

Un coche último modelo se detuvo junto al bordillo. Un rubio del tamaño de un ropero salió y se dirigió hacia la puerta de la casa. Julia, en téjanos y chaqueta, abrió. Gritó algo por encima del hombro y se marchó. El rubio y Julia se besuquearon por unos minutos en el interior del coche y luego el rubio encendió el motor y los dos se alejaron. Ahí acababa la posibilidad de encontrar a Kenny.

Me dirigí hacia el videoclub de Vic y alquilé Los cazafantasmas, mi película preferida y la que más me inspiraba. Compré palomitas de maíz para microondas, un Kit Kat, una bolsa de chocolatinas rellenas de mantequilla de cacahuete y una caja de chocolate con malvaviscos. ¿A que sé cómo pasármelo bien?

Cuando llegué a casa, vi que la lucecita roja de mi contestador automático parpadeaba.

Spiro se preguntaba si había progresado en lo de sus ataúdes y si quería cenar con él al día siguiente, después del velatorio de Kingsmith. La respuesta a ambas interrogantes era un enfático ¡No! Aplacé el momento de transmitirle el mensaje, ya que hasta el sonido de su voz en el contestador hacía que sintiese náuseas.

El otro recado era de Ranger.

– Llámame.

Marqué el número de su casa. No contestó. Marqué el de su coche.

– ¡Sí!

– Aquí Stephanie. ¿Qué hay?

– Va a haber una fiesta. Creo que deberías ponerte algo para ir.

– ¿Como zapatos de tacón y medias?

– Como un Smith amp; Wesson del 38.

– Supongo que quieres que nos encontremos.

– Estoy en un callejón en la esquina de Lincoln Oeste y la Jackson.

A lo largo de unos tres kilómetros la calle Jackson discurría por delante de depósitos de chatarra, la vieja fábrica de tuberías Jackson, ahora abandonada, y una abigarrada colección de bares y pensiones. Esa zona de la ciudad era tan decrépita que las tribus urbanas ni siquiera se dignaban hacer pintadas en ella. Pocos coches recorrían el último kilómetro, más allá de la fábrica de tuberías. Las farolas habían sido destruidas y nadie las había sustituido, los incendios eran corrientes y dejaban cada vez más edificios ennegrecidos y tapiados y los chismes de los drogatas atascaban los arroyos repletos de basura.

Con cautela saqué mi revólver del tarro de galletas y comprobé que estuviese cargado. Lo guardé en el bolso, junto con la tableta de Kit Kat, me puse la gorra de los Rangers y remetí mi cabello debajo de ella a fin de tener aspecto andrógino, y volví a ponerme la cazadora.

Al menos renunciaba a una cita con Bill Murray por una buena causa. Lo más probable era que Ranger tuviese una pista sobre Kenny o sobre los féretros. Si hubiese necesitado ayuda para cazar a alguien, no me habría llamado. En quince minutos Ranger podía reunir un equipo comparado con el cual la invasión de Kuwait parecería un juego de niños. Huelga decir que yo no estaba en primer lugar de su lista de comandos a los que recurrir. Ni siquiera en el último.


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