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Morelli me siguió en su furgoneta a cierta distancia sin duda temeroso de la turbulencia que causaba el Buick al abrirse camino en la oscuridad.
Estacionamos el uno al lado del otro en el aparcamiento de mi edificio. Mickey Boyd encendía un cigarrillo bajo el saliente de la puerta trasera. A su esposa Francine le habían puesto un parche de nicotina la semana anterior y no permitía a Mickey fumar en casa.
– ¡Vaya! -exclamó Mickey, con el cigarrillo pegado, como por arte de magia, al labio inferior, y los ojos entrecerrados para protegerlos del humo-. Mirad ese Buick. Un coche maravilloso. Créeme, ya no los hacen como antes.
Miré a Morelli de reojo.
– Supongo que el gusto de los hombres por los coches grandes es un signo de su machismo.
– Debe ser proporcional a su paquete.
Subimos por la escalera y a medio camino sentí que el corazón me daba un vuelco.
El temor de que entrasen por la fuerza en mi apartamento acabaría por desaparecer y recuperaría la desenfadada seguridad de antes. Con el tiempo. Ese día, no. Ese día tuve que hacer un esfuerzo por ocultar mi temor. No quería que Morelli creyera que era una miedica. Afortunadamente, la puerta estaba cerrada e intacta y cuando entramos oí la rueda del hámster dar vueltas en la oscuridad.
Encendí la luz y dejé caer mi cazadora y mi bolso sobre la mesita del recibidor.
Morelli me siguió hasta la cocina y me observó meter las palomitas en el microondas.
– Apuesto a que has alquilado una película para acompañar a las palomitas.
Abrí la bolsa de chocolatinas rellenas de mantequilla de cacahuete y se la tendí.
– Los cazafantasmas.
Morelli cogió una chocolatina, la desenvolvió y la engulló.
– Tampoco sabes mucho de películas.
– ¡Es mi preferida!
– Es una película para mariquitas. Ni siquiera actúa Robert DeNiro.
– Háblame de la redada.
– Cogimos a los cuatro tíos del BMW, pero nadie sabe nada. El trato se organizó por teléfono.
– ¿Y qué hay de la furgoneta?
– Robada. Te lo dije.
El temporizador del microondas sonó, y saqué las palomitas.
– Cuesta creer que alguien iría a la calle Jackson en plena noche para comprar armas del ejército robadas a alguien con quien sólo ha hablado por teléfono.
– El vendedor conocía ciertos nombres. Supongo que eso era suficiente para esos tíos. No son peces gordos del mercado negro de armas.
– ¿No hay nada que comprometa a Kenny?
– Nada.
Eché las palomitas en un cuenco y se lo di a Morelli.
– Bueno, ¿a quién ha nombrado el vendedor? ¿Alguien a quien yo conozca?
Morelli abrió la nevera y sacó una cerveza.
– ¿Quieres una?
Cogí una lata y la abrí.
– Hablando de esos nombres…
– Olvida los nombres. No te ayudarán a encontrar a Kenny.
– ¿Y una descripción? ¿Cómo era la voz del vendedor? ¿De qué color eran sus ojos?
– Era un hombre blanco corriente de voz corriente sin características sobresalientes. Nadie se fijó en el color de sus ojos. En líneas generales, del interrogatorio se deduce que los tíos querían armas, no una jodida cita.
– Si hubiésemos trabajado juntos no lo habríamos perdido. Debiste llamarme. Como cazarrecompensas tengo derecho a participar en operaciones conjuntas.
– Te equivocas. Invitarte a participar en operaciones conjuntas es sólo una cortesía profesional por nuestra parte.
– Bien. ¿Por qué no me invitasteis?
Morelli cogió un puñado de palomitas.
– No teníamos indicios sólidos de que sería Kenny quien condujese la furgoneta.
– Pero cabía la posibilidad.
– Bien, cabía la posibilidad.
– Y decidiste no incluirme. Lo sabía. Desde el principio sabía que me excluirías.
Morelli fue a la sala.
– Entonces, ¿qué intentas decirme? -preguntó-. ¿Que estamos otra vez en guerra?
– Intento decirte que eres asqueroso. Es más, quiero mis palomitas y que te largues de mi apartamento.
– No.
– ¿Qué quieres decir con «no»?
– Hemos hecho un trato. Información a cambio de palomitas. Ya tienes la información, y ahora tengo derecho a mis palomitas.
Lo primero que pasó por mi cabeza fue mi bolso, que estaba en la mesita del recibidor. Podría dar a Morelli el mismo tratamiento que a Eugene Petras.
– Ni lo pienses -dijo Morelli-. Si te acercas a ese bolso te arrestaré por tenencia de armas ocultas.
– Eres asqueroso. Eso es abuso de autoridad.
Morelli cogió la cinta de Los cazafantasmas de encima de la tele y la metió en el vídeo.
– ¿Vas a ver esta peli conmigo, o no?
Desperté de mal humor, sin saber por qué. Sospeché que tenía que ver con Morelli y el hecho de no poderlo rociar con mi gas, darle una descarga eléctrica o disparar contra él. Se había ido al acabarse la película y las palomitas. Sus últimas palabras al salir fueron para pedirme que confiara en él.
– Claro -contesté.
Cuando los cerdos vuelen.
Preparé café, telefoneé a Eddie Gazzara y le dejé un mensaje pidiéndole que me llamara. Mientras esperaba, me pinté las uñas de los pies, tomé café y cereales, y cuando me disponía a dar cuenta de un par de barras de chocolate sonó el teléfono.
– ¿Qué ocurre ahora? -preguntó Gazzara.
– Necesito los nombres de los cuatro tíos que detuvieron en la calle Jackson anoche. Y los nombres que el conductor de la furgoneta dio como referencia.
– Mierda. No tengo acceso a esa información.
– ¿Todavía necesitas una canguro?
– Siempre necesito una canguro. Veré qué puedo hacer.
Tomé una rápida ducha, me peiné con los dedos y me puse unos téjanos y una camisa de franela. Saqué la pistola de mi bolso y la guardé cuidadosamente en el tarro de galletas. Activé el contestador automático y cerré la puerta con llave al salir.
El aire era fresco y el cielo, casi azul. La escarcha que cubría las ventanillas del Buick centelleaba. Me senté al volante, encendí el motor y puse el descongelador a tope.
Siguiendo la filosofía de que hacer cualquier cosa (por tediosa e insignificante que sea) es mejor que no hacer nada, dediqué la mañana a pasar por delante de las casas de los amigos y los parientes de Kenny. Mientras conducía me mantuve alerta por si veía mi jeep o algún camión blanco con letras negras. No hallé nada, pero la lista de cosas que debía buscar era cada vez más larga, de modo que quizá estuviese progresando. Si la lista se volvía lo suficientemente larga, encontraría algo, tarde o temprano.
Tras repetir la operación por tres veces, renuncié y me dirigí hacia la oficina. Tenía que recoger mi cheque por haber entregado a Petras y quería acceder a los mensajes de mi contestador. Encontré un espacio dos edificios más abajo del de Vinnie e intenté aparcar el Buick junto al bordillo. En poco menos de diez minutos lo había colocado bastante bien, sólo un neumático trasero estaba sobre la acera.
– Vaya que eres buena aparcando -comentó Connie-. Por un momento temí que antes de que consiguieses atracar ese trasatlántico se te acabaría la gasolina.
Dejé caer mi bolso sobre el sofá, y dije:
– Voy mejorando. Sólo di dos golpes al coche de atrás y ni siquiera toqué el parquímetro.
Un rostro conocido surgió de detrás de Connie.
– Espero por tu bien que no sea mi coche el que has golpeado.
– ¡Lula!
Lula apoyó una mano en la cadera e inclinó hacia adelante sus cien kilos de peso. Llevaba chándal y zapatillas de deporte blancos. Se había teñido el pelo de anaranjado y parecía que, antes de alisárselo con cola de empapelar, un cerdo salvaje se lo hubiese cortado a dentelladas.
– Oye, chica, ¿a qué se debe que hayas arrastrado hasta aquí tu triste culo?
– Vengo a recoger un talón. ¿Y tú? ¿Necesitas que te paguen la fianza?
– ¡Diablos, no! Acaban de contratarme para poner en orden esta oficina. Voy a archivar hasta que se me caiga el culo.
– ¿Y qué hay de tu antigua profesión?
– Me he jubilado. Le he dejado mi esquina a Jackie. Ya no podía ser puta después de que me rajaran el rostro el verano pasado.
Connie sonreía de oreja a oreja.
– Creo que ella sí podrá manejar a Vinnie.
– Sí. Como ese blanco cabrón gilipollas intente algo conmigo, lo aplasto.
Lula me caía muy bien. Nos habíamos conocido hacía unos meses, cuando yo hacía mis pinitos como cazarrecompensas y buscaba respuestas en su esquina de la calle Stark.
– Bueno, ¿todavía andas por ahí? ¿Todavía te enteras de cosas? -le pregunté.
– ¿Como qué?
– Cuatro tíos trataron de comprar armas anoche y los detuvieron.
– ¡Ja! Todo el mundo lo sabe. Son los dos chicos Long, Booger Brown y el cretino de su primo, Freddie Johnson.
– ¿Sabes a quién le compraban las armas?
– A un tío blanco. Es todo lo que sé.
– Estoy buscando una pista sobre el tío blanco.
– Es una sensación muy rara estar de este lado de la ley. Creo que me costará acostumbrarme.
Marqué el número de mi propio teléfono y escuché los mensajes que habían dejado. Spiro quería quedar conmigo otra vez y Gazzara me daba una lista de nombres. Los cuatro primeros eran los que me había dado Lula. Los tres últimos eran los gángsters que el vendedor había dado como referencias. Tomé nota de ellos y me volví hacia Lula.
– Habíame de Lionel Boone, Stinky Sander y Jamal Alou.
– Boone y Sander son camellos. Entran y salen de chirona como si se tratase de un hotel. Sus expectativas de vida no parecen muy buenas, ¿me entiendes? En cuanto a Alou, no lo conozco.
– ¿Y tú? -pregunté a Connie-. ¿Conoces a alguno de estos perdedores?
– No los recuerdo, pero puedes mirar los archivos.
– ¡Alto ahí! -exclamó Lula-. Eso es cosa mía. Quédate donde estás y obsérvame.
Mientras ella buscaba en los archivadores, telefoneé a Ranger.
– Hablé con Morelli anoche -dije-. No sacaron gran cosa de los tíos del BMW, sólo que
el conductor de la furgoneta dio los nombres de Lionel Boone, Stinky Sander y Jamal Alou como referencia.
– Vaya panda de cabroncetes. Alou es todo un artesano. Puede fabricar cualquier cosa que explote.
– Deberíamos hablar con ellos, ¿no?
– No creo que te gustase oír lo que dirían, nena. Más vale que hable yo con ellos.
– Me parece bien. De todos modos, tengo otras cosas que hacer.
– No tenemos a ninguno de esos gilipollas en el archivo -gritó Lula-. Seguro que somos demasiado elegantes.