Connie me dio mi cheque y me dirigí pausadamente hacia mi mole azul. Sal Fiorelli había salido de su tienda y fisgaba por la ventanilla lateral del coche.
– Mira qué maravilla de automóvil. -No hablaba con nadie en particular.
Puse los ojos en blanco y metí la llave en la cerradura.
– Buenos días, señor Fiorelli.
– ¡Vaya cochecito el que tienes!
– Sí. No todo el mundo puede conducir uno como éste.
– Mi tío Manni tenía un Buick del cincuenta y tres. Lo encontraron muerto en su interior… en el vertedero.
– Caray, lo siento de verdad.
– Echó a perder el tapizado. Una pena.
Conduje hasta la funeraria de Stiva y aparqué al otro lado de la calle. La furgoneta de una floristería dobló en la entrada de servicio y desapareció detrás del edificio. Ésa era la única actividad. La paz que reinaba en la funeraria se me antojó espeluznante. Me pregunté cómo se sentiría Constantine Stiva, sometido a tracción en el hospital Saint Francis. Que yo supiera, Constantine nunca había tomado unas vacaciones y ahora se encontraba boca arriba, y su negocio en manos de su mezquino hijastro. Seguro que lo conduciría a la ruina. Me pregunté si sabría lo de los ataúdes. Supuse que no. Supuse que Spiro había metido la pata e intentaba que Con no se enterara.
Tenía que explicarle a Spiro que no iba a aceptar su invitación, pero me costaba cruzar la calle. Podía soportar una funeraria a las siete de la noche, llena de Caballeros de Colón. Lo que no me apetecía precisamente era llegar de puntillas a las once de la mañana, con la única compañía de Spiro y de los muertos.
Permanecí sentada un rato y pensé que Spiro, Kenny y Moogey habían sido grandes amigos en el instituto. Kenny, el sabelotodo. Spiro, el chico no muy brillante, con la dentadura en malas condiciones y un sepulturero por padrastro. Y Moogey, el buenazo, al menos hasta donde yo sabía. Es extraño cómo el denominador común de las alianzas de la gente es la mera necesidad de tener amigos.
Ahora, Moogey estaba muerto. Kenny, desaparecido en acción y Spiro había perdido veinticuatro féretros baratos. La vida es muy extraña en ocasiones. Un día estás en el instituto, jugando al baloncesto, robando el dinero de la comida de los pequeñines y, de pronto, tienes que rellenar con masilla los agujeros en la cabeza de tu mejor amigo.
De pronto se me ocurrió una idea. ¿Y si todo estuviese relacionado? ¿Y si Kenny había robado las armas y las había escondido en los ataúdes de Spiro? ¿Y si…? Y si, ¿qué?
Desde que había salido de mi apartamento esa mañana, el cielo se había encapotado y soplaba un viento cada vez más fuerte. Las hojas cruzaban la calle y azotaban el parabrisas. Se me ocurrió que como permaneciera suficiente tiempo allí, vería a Piglet pasar volando.
A las doce resultó evidente que me faltaba valor. Ningún problema. Echaría mano del segundo plan: iría a casa de mis padres, gorrearía comida y regresaría con la abuela Mazur a rastras.
Eran casi las dos de la tarde cuando entré en el pequeño aparcamiento lateral de la funeraria de Stiva, con la abuela a mi lado en el largo asiento del Buick, tratando de ver por encima del salpicadero.
– Por las tardes no suelo asistir a los velatorios -comentó mientras cogía su bolso y sus guantes-. A veces, en verano, cuando me apetece dar un paseo, voy a uno, pero me gusta más la gente que asiste a los de la noche. Claro, es distinto cuando se va a la caza de fugitivos… como nosotras.
Ayudé a la abuela a bajar del vehículo.
– No vengo en calidad de agente recuperadora -dije-. He venido a hablar con Spiro, sencillamente. Estoy ayudándole a resolver un problemilla.
– Seguro. ¿Qué ha perdido? Apuesto a que se trata de un cadáver.
– No ha perdido ningún cadáver.
– Qué pena. No me molestaría buscar un cadáver.
Subimos por los escalones del porche y franqueamos la puerta. Nos detuvimos por un instante para leer la lista de velatorios.
– ¿A quién se supone que vamos a ver? -preguntó la abuela-. ¿A Feinstein o a Mackey?
– ¿Tienes alguna preferencia?
– Supongo que podría ir a ver a Mackey. Hace años que no lo veo. Desde que dejó de trabajar en el supermercado.
Dejé que la abuela fuese a lo suyo y me dirigí en busca de Spiro. Lo encontré en la oficina de Con, o sea Constantino, su padrastro, sentado detrás de un gran escritorio de nogal hablando por teléfono. Colgó el auricular y me indicó que me sentara.
– Era Con -dijo-. No para de llamar. No consigo soltar el teléfono. Está convirtiéndose en una verdadera patada en el trasero.
Se me ocurrió que estaría bien que Spiro tratara de ligar conmigo, pues así tendría un motivo para darle unos cuantos voltios. Puede que lo hiciera de todos modos. Si lograba que me diera la espalda se los aplicaría en la nuca y afirmaría que lo había hecho otra persona. Le diría que un deudo que había perdido la chaveta entró corriendo en la oficina, le dio una descarga y se largó.
– Y bien, ¿qué tienes para mí?
– Estabas en lo cierto respecto de los ataúdes. Han desaparecido. -Puse la llave sobre su escritorio-. Pensemos en la llave, ¿de acuerdo? Sólo tienes una, ¿no?
– Sí.
– ¿Has hecho una copia en algún momento?
– No.
– ¿Estaba en tu llavero? ¿Podría haberla cogido un empleado, cuando aparcaba tu coche?
– Nadie tenía acceso a esa llave. La guardaba en casa, en el cajón superior de mi cómoda.
– ¿Y Con?
– ¿Qué ocurre con él?
– ¿Tenía acceso a la llave?
– Con no sabe nada de los féretros. Lo hice sólito.
No me sorprendió.
– Por curiosidad, ¿qué esperabas hacer con esos féretros? No puedes vendérselos a nadie del barrio.
– Digamos que era una especie de intermediario. Tenía un comprador.
Un comprador, vaya.
– Ese comprador, ¿sabe que esos ataúdes han desaparecido?
– Todavía no.
– Y prefieres no echar a perder tu credibilidad.
– Algo así.
Me pareció que no me convenía saber más. Ni siquiera estaba segura de querer seguir buscando los ataúdes.
– De acuerdo. Otro tema. Kenny Mancuso.
Spiro se hundió más en la silla de Con.
– Éramos amigos. Yo, Kenny y Moogey.
– Me sorprende que Kenny no te pidiera ayuda, que no te pidiera que lo escondieras.
– No tengo tanta suerte.
– ¿Quieres hablar de ello?
– Estuvo aquí.
– ¿Kenny? ¿Cuándo? ¿Lo has visto?
Spiro abrió el cajón del medio y sacó una hoja de papel. Me la tendió.
– Al llegar hoy por la mañana encontré esto sobre mi escritorio.
El mensaje era críptico.
«Tienes algo mío y ahora tengo algo tuyo.»
Estaba escrito con letras plateadas de esas que se pegan, y firmado con una K del mismo color. Miré fijamente las letras y me atraganté. Spiro y yo teníamos un corresponsal en común.
– ¿Qué significa?
– No lo sé -dijo, evidentemente abatido-. Significa que está loco. Seguirás buscando esos ataúdes, ¿verdad? Hemos hecho un trato.
Vaya con Spiro, se mostraba preocupado por esa extraña nota de Kenny y, al instante siguiente me preguntaba acerca de los ataúdes. Muy sospechoso, doctor Watson.
– Supongo que sí, pero si quieres que sea sincera contigo, no consigo avanzar.
Encontré a la abuela en la sala de Mackey, junto a la cabecera del ataúd, haciendo compañía a Marjorie Boyer y a la señora Mackey. Esta se hallaba agradablemente trompa gracias al licor que había echado en el té y entretenía a la abuela y a Marjorie contándoles la historia de su vida, en particular los momentos más sórdidos de ésta. Se mecía y gesticulaba y de vez en cuando volcaba un poco de té, o de lo que fuera.
– Tienes que ver esto -me dijo la abuela-. Le han puesto un forro azul marino, porque los colores de la logia de George son azul y oro. Increíble, ¿verdad?
– Todos los socios de la logia vendrán esta noche -explicó la señora Mackey-. Celebrarán una ceremonia, y han enviado un ramo… ¡enorme!
– Menudo anillo, el de George -comentó la abuela.
La señora Mackey apuró el contenido de su taza.
– Es el anillo de la logia. George, que Dios lo tenga en su gloria, quería que lo enterraran con él.
La abuela se inclinó para observarlo mejor. Metió la cabeza en el ataúd y tocó el anillo.
– ¡Ay, ay, ay!
Todos tuvimos miedo de preguntar.
La abuela se enderezó y se volvió hacia nosotras.
– Mirad esto. -Alzó un objeto del tamaño de un troncho de regaliz-. Se le ha despegado el dedo.
La señora Mackey se desmayó y cayó con gran estrépito. Marjorie salió corriendo y gritando.
Me acerqué para verlo mejor.
– ¿Estás segura? ¿Cómo es posible?
– Yo estaba admirando el anillo, tocando la piedra lisa, y en un abrir y cerrar de ojos me encontré con su dedo en mi mano.
Spiro entró en la sala. Marjorie Boyer iba pisándole los talones.
– ¿Qué es eso que he oído acerca de un dedo?
La abuela lo levantó y se lo enseñó.
– Estaba mirando de cerca y de repente…
Spiro le arrancó el dedo de la mano.
– No es un dedo de verdad, es de cera.
– Se le cayó de la mano -dijo la abuela-. Míralo.
Todos echamos una ojeada al interior del ataúd y vimos el pequeño muñón donde antes había estado el dedo anular de George.
– La otra noche un hombre en la tele dijo que unos alienígenas robaban a la gente y hacían experimentos científicos con ella -añadió la abuela-. Puede que eso pasara aquí. Puede que unos alienígenas cogieran el dedo de George. Puede que hayan cogido otras partes de su cuerpo. ¿Quieres que compruebe el resto?
Spiro cerró la tapa del ataúd.
– A veces ocurren accidentes en el proceso de preparación y entonces hay que recurrir a soluciones… artificiales.
Se me ocurrió una idea horripilante acerca de la pérdida del dedo de George. No, me dije. Kenny Mancuso no haría algo así. Sería demasiado fuerte, hasta para Mancuso.
Spiro pasó por encima de la señora Mackey, que yacía en el suelo, sin sentido, salió de la sala y se acercó al teléfono. Lo seguí y aguardé mientras él daba órdenes a Louie Moon de que llamara una ambulancia y trajera masilla a la sala cuatro.
– Acerca de ese dedo… -dije.
– Si hubieses hecho bien tu trabajo ya estaría encerrado. No sé por qué te contraté para buscar los ataúdes cuando ni siquiera puedes encontrar a Mancuso. ¿Tan difícil es? El tío está chaladísimo; me deja notas, destroza fiambres…