Al principio, la expedición había actuado con extrema prudencia; luego, al cabo de dieciséis días, se tuvo la certeza de que el océano plasmático no sólo no mostraba señales de agresividad, sino que rehuía todo contacto directo con los aparatos y los hombres, retrocediendo cada vez que un cuerpo cualquiera se aproximaba a su superficie; por lo tanto, Shannahan y el suplente, Timolis, dejaron de lado algunas precauciones que entorpecían los trabajos.
La expedición se dividió entonces en pequeños grupos de dos o tres hombres, que volaban por encima del océano, a veces cubriendo un radio de cientos de kilómetros. Las cercas irradiantes, utilizadas hasta entonces para delimitar y proteger los trabajos, fueron transportadas de vuelta a la base. Pasaron cuatro días y no hubo ningún accidente, excepto algunas averías en el equipo de oxígeno de las escafandras: los efectos de la corrosión eran insólitos, y había que reemplazar las válvulas casi diariamente.
En la mañana del quinto día, el vigésimo primero en Solaris, dos sabios, Carucci y Fechner (el primero era radiobiólogo, el segundo físico) salieron a explorar el océano. Navegaban en un aeromóvil, una nave que se deslizaba sobre una almohada de atmósfera comprimida. Seis horas más tarde, no habían regresado. Timolis, que administraba la base en ausencia de Shannahan, dio la alarma y organizó la búsqueda llamando a todos los hombres.
Por una fatal conjunción de circunstancias, el contacto inalámbrico se había interrumpido ese día una hora después de la partida de los grupos de exploración; una gran mancha había oscurecido el sol rojo, y las partículas energéticas bombardeaban pesadamente las capas superiores de la atmósfera. Sólo los transmisores de onda ultracorta continuaban funcionando, y los contactos estaban limitados a un radio de treinta y tantos kilómetros. Para colmo de males, antes de la puesta del sol cayó una niebla espesa y hubo que interrumpir la búsqueda.
Las patrullas de rescate regresaban ya a la base, cuando un helicóptero descubrió el aeromóvil a unos cien kilómetros de la nave de comando. El motor funcionaba, y el aparato, a primera vista indemne, flotaba por encima de las olas. En la cabina translúcida sólo se veía a Carucci, y parecía inconsciente.
El aeromóvil fue remolcado a la base. Atendieron a Carucci, que no tardó en recuperar el conocimiento. Pero nada pudo decir de la desaparición de Fechner. En el momento en que habían decidido regresar, la válvula del aparato de oxígeno había fallado, y una pequeña cantidad de gases tóxicos había entrado en la escafandra.
Fechner, empeñado en reparar el equipo de Carucci, se había desprendido el cinturón de seguridad y se había puesto de pie. Eso era lo último que Carucci recordaba. De acuerdo con la opinión de los técnicos, que habían reconstruido el episodio, Fechner había abierto el techo de la cabina, pues la cúpula baja le trababa los movimientos; el procedimiento era admisible, ya que en estos vehículos no había cabinas herméticas, y la cúpula de vidrio era en verdad una pantalla contra las infiltraciones atmosféricas y el viento. Mientras Fechner trabajaba en el equipo de Carucci, se quedó también sin oxígeno, y sin saber lo que hacía había trepado al techo del aparato y de allí había caído al océano.
Fechner fue pues la primera víctima del océano. Aunque la escafandra flotaba en el agua, el cuerpo no apareció. Por supuesto era posible que la escafandra estuviese flotando en alguna otra parte; la expedición no estaba equipada para examinar minuciosamente este inmenso desierto ondulante, envuelto en jirones de bruma.
A la hora del crepúsculo todos los vehículos habían regresado a la base, excepto un helicóptero madre piloteado por André Berton.
El helicóptero de Berton reapareció en la primera hora de la noche, cuando ya se iba a dar la alarma. Berton sufría evidentemente de conmoción nerviosa; se desprendió del traje y en seguida echó a correr en todas direcciones, como un loco. Al fin lo dominaron, pero Berton continuó gritando y llorando. Era una conducta bastante sorprendente sobre todo en un hombre que había navegado diecisiete años, y estaba acostumbrado a los peligros de los viajes cósmicos.
Los médicos suponían que también Berton había absorbido gases tóxicos. Ya bastante recobrado, Berton sin embargo se negó a abandonar la base, o aun acercarse a la ventana que miraba al océano. Al cabo de dos días, pidió permiso para dictar un informe sobre el vuelo, insistiendo en la importancia de lo que iba a revelar. El consejo de la expedición estudió el informe y dictaminó que se trataba de la creación mórbida de un cerebro intoxicado por gases atmosféricos nocivos; las supuestas revelaciones interesaban no a la historia de la expedición, sino al desarrollo de la enfermedad de Berton, por lo tanto no se las describía.
Esto decía el suplemento. Me pareció que el informe de Berton podía proporcionar al menos una clave del misterio. ¿Qué fenómeno había podido desquiciar de ese modo a un veterano del espacio? Busqué de nuevo entre los libros, pero el Pequeño Apócrifono aparecía. Me sentía cada vez más fatigado; postergué la búsqueda para el día siguiente y salí del cuarto.
Al pasar al pie de una escalera, vi unas rayas de luz reflejadas en los peldaños de aluminio. ¡Sartorius estaba aún arriba trabajando! Decidí ir a verlo.
Arriba hacía más calor. Sin embargo, en las bocas de ventilación las cintas de papel se movían frenéticamente. El corredor era bajo y ancho. Una placa de vidrio esmerilado enmarcada en cromo cerraba el laboratorio principal. En el interior, un cortinado oscuro velaba la puerta; la luz entraba por unas ventanas, encima del dintel. Apreté el picaporte; la puerta no cedió. Yo no había esperado otra cosa. El único sonido que me llegaba del laboratorio era una especie de gorjeo intermitente, como el silbido de un quemador de gas defectuoso. Golpeé; no hubo respuesta.
—¡Sartorius! ¡Doctor Sartorius! — llamé—. ¡Soy yo, Kelvin, el nuevo! ¡Necesito verlo, ábrame por favor!
Hubo un rumor de papeles arrugados.
—¡Soy yo, Kelvin! ¡Usted ha oído hablar de mil He llegado del Prometeohace algunas horas. — Yo gritaba ahora, con; los labios pegados al ángulo de la puerta y al montante metálico. — ¡Doctor Sartorius! ¡Estoy solo! ¡Se lo suplico, abra!
Ni una palabra. Luego, el mismo rumor de antes. En seguida, el tintineo de unos instrumentos de acero sobre una bandeja. Y a continuación… yo no creía a mis oídos… una serie de pasos pequeñísimos, el trotecito de un niño, el golpeteo precipitado de unos pies minúsculos, o de unos dedos notablemente hábiles que remedaban ese andar tamborileando sobre la tapa de una caja vieja.
—¡Doctor Sartorius! — vociferé—. ¿Abre usted, sí o no?
Ninguna respuesta, sólo ese trotecito de niño, y simultáneamente los pasos de un hombre que camina en puntas de pie. Pero si el hombre se movía, no podía imitar al mismo tiempo la marcha de un niño. No pude contener mi furia.
—¡Doctor Sartorius! — estallé—, ¡No he hecho un viaje de dieciséis meses para ponerme a jugar con usted! Cuento hasta diez. ¡Si no abre, derribo la puerta!
Yo no estaba seguro, desde luego, de poder forzar fácilmente esa puerta, y la descarga de una pistola de gas no era muy poderosa. No obstante, estaba resuelto a llevar a cabo mi amenaza de algún modo, aun cuando tuviera que recurrir a explosivos que abundaban sin duda en el almacén de municiones. No podía permitirme una concesión, es decir, no podía seguir jugando un juego de locos con esas cartas trucadas que la situación me ponía en las manos.
Hubo ruido de lucha. ¿O de unos objetos empujados de prisa? La cortina se abrió a los lados, y una sombra alargada se proyectó sobre el vidrio esmerilado, que centelleaba a la luz.
Una voz ronca, chillona, habló:
— Abriré, pero prométame que no entrará.
— En ese caso, ¿para qué abrir?