—¿En el ropero? ¿Ya estaba muerto?
— El corazón le latía aún, pero ya no respiraba.
—¿Intentaste reanimarlo?
— No.
—¿Por qué?
— No tuve tiempo. Cuando lo acosté, estaba muerto.
—¿Estaba de pie en el guardarropa? ¿Entre esos trajes?
— Sí.
Snaut tomó una hoja de papel del escritorio rinconera y me lo tendió.
— He redactado un acta provisional… Después de todo, no me desagrada que hayas visto el cuarto. Causa del deceso, inyección de pernostal, dosis mortal. Aquí está escrito…
Recorrí con la vista la hoja de papel y murmuré:
— Suicidio… ¿Por qué razón?
— Perturbaciones nerviosas, depresión, llámalo como quieras… Tú entiendes de eso más que yo.
Yo había permanecido sentado; Snaut se erguía ante mí. Lo miré a los ojos, y le dije:
— Sólo sé lo que he comprobado yo mismo.
—¿Qué quieres decir? — me preguntó él con calma.
— Se inyectó pernostal y se escondió en el ropero, ¿no es así? En ese caso, no se trata de perturbaciones nerviosas ni de una crisis de depresión, sino de un estado muy grave, de una psicosis paranoica… — Hablando cada vez más lentamente y sin sacarle los ojos de encima, añadí:— Creía ver algo, sin duda.
Snaut volvió a jugar con las llaves del transmisor.
Al cabo de un instante, proseguí:
— Aquí veo tu firma. ¿Y la de Sartorius?
— Está en el laboratorio. Ya te lo dije. No viene por aquí. Supongo que…
—¿Qué?
— Que se ha encerrado.
—¿Que se ha encerrado? Ah, se ha encerrado… ¿Se habrá atrincherado acaso?
— Es posible.
— Snaut.. hay alguien en la Estación, alguien más.
Snaut había soltado las llaves y me miraba torciendo el cuerpo.
—¡Tú viste algo!
— Tú me pusiste en guardia. ¿Contra quién? ¿Contra qué? ¿Una alucinación?
—¿Qué viste tú?
—¿Un ser humano?
Snaut calló. Se había vuelto contra la pared, como para ocultarme el rostro. Golpeaba con las puntas de los dedos la chapa metálica. Le miré las manos. Ya no tenía rastros de sangre entre los dedos. Tuve un breve vahído.
En voz baja, casi en un soplo, como si le confiase un grave secreto, le dije a Snaut:
— No se trata de un espejismo sino de una criatura real, que uno puede… tocar, que uno puede… herir, y que tú has visto hoy mismo.
—¿Cómo lo sabes?
De cara a la pared, Snaut no se había movido; mis palabras lo alcanzaban por la espalda.
— Antes de mi llegada… muy poco antes de mi llegada, ¿no es cierto?
Snaut encogió el cuerpo, y me miró aterrorizado.
—¡Y tu! — Se le estrangulaba la voz. — ¿Quién eres tú?
Creí que iba a abalanzarse sobre mí. Yo no había esperado esa reacción. La situación me pareció grotesca. Snaut no creía que yo fuese quien pretendía ser. ¿Qué significaba eso? Me miraba cada vez más asustado. ¿Deliraba? ¿Lo habrían intoxicado las emanaciones mefíticas de la atmósfera? Todo era posible. Sí, y yo… yo la había visto, a la mujer, aquella criatura.. Entonces, ¿también yo?
—¿Quién es? — pregunté.
Estas palabras calmaron a Snaut. Por un instante, me escrutó con atención, como si todavía dudara de mí. Luego se dejó caer blandamente en el sillón y se tomó la cabeza entre las manos; antes de que él hubiera abierto la boca, yo ya sabía que no iba a responderme directamente.
— Estoy agotado — dijo en voz baja.
Repetí mi pregunta:
—¿Quién es?
— Si tú no lo sabes…
— Entonces ¿qué?
— Nada.
— Snaut… Estamos aislados, lejos de todo. ¡Pongamos las cartas sobre la mesa! Las cosas están ya bas-tante embrolladas.
—¿Qué quieres?
— Que me digas qué viste.
—¿Y tú? —me replicó, con desconfianza.
— Bueno, yo te responderé, y luego tú me responderás. Tranquilízate, no pensaré que estás loco…
—¿Loco? ¡Santo Dios! — Snaut intentó sonreír. — No has comprendido nada, absolutamente nada… A él nunca se le ocurrió que estuviera loco. Si se le hubiera ocurrido, estaría aún con vida.
— Por lo tanto tu acta, esa historia de perturbaciones nerviosas, es una mentira.
— Claro.
—¿Por qué no escribirla verdad?
—¿Por qué? —repitió él.
Siguió un largo silencio. No, decididamente, yo no entendía nada. Creía haberlo convencido de mi sinceridad, había imaginado que resolveríamos juntos el enigma. ¿Por qué entonces se rehusaba a hablar?
—¿Dónde están los robots?
— En los depósitos. Los encerramos a todos. Sólo dejamos en sus puestos al personal de recepción.
—¿Por qué?
Una vez más Snaut no contestó.
—¿No quieres hablar?
— No puedo.
Yo tenía la impresión de que Snaut se encontraba una y otra vez a punto de ceder, y que a último momento se echaba atrás. Quizá conviniera que yo subiese a ver a Sartorius. Recordé la carta y entendí entonces que era de una importancia capital.
—¿Piensan continuar los experimentos?
Snaut se encogió de hombros desdeñosamente.
—¿De qué serviría?
— Ah… Y entonces ¿de qué nos ocuparemos?
Snaut calló otra vez. Se oyó a los lejos un débil ruido de pasos: unos pies desnudos que golpeaban contra el suelo. Los ecos sordos de ese andar arrastrado resonaban extrañamente entre los instrumentos de níquel y plástico, entre los altos encofrados, atravesados por tubos de vidrio, que guardaban las complicadas instalaciones electrónicas.
No pude dominarme y me puse de pie. Escuchaba los pasos que se acercaban, y observaba a Snaut. Snaut entornaba los ojos, y no parecía asustado. ¿No tenía miedo, entonces?
—¿De dónde viene? — pregunté—. ¿No quieres decírmelo?
— No lo sé.
— Bueno.
El sonido de pasos se alejó y murió.
—¿No me crees? — dijo—. Te lo juro. No lo sé.
En silencio, abrí el armario de las escafandras y aparté los pesados trajes. En el fondo, como yo esperaba, colgaban las pistolas de gas para maniobrar en el vacío. Tomé una, verifiqué la carga, y me pasé la correa por encima del hombro. No era un arma propiamente dicha, pero yo no tenía nada mejor.
En el momento en que yo ajustaba la correa, Snaut tuvo una sonrisa socarrona, que descubrió unos dientes amarillos.
—¡Buena caza! — me dijo.
Me encaminé a la puerta.
— Gracias.
Snaut saltó del sillón.
—¡Kelvin!
Lo miré. Snaut ya no sonreía. Yo nunca había visto un rostro que mostrara tanto cansancio.
— Kelvin — balbuceó Snaut—. Yo… de veras, no puedo…
Esperé. Snaut movía los labios, pero no se oía ningún sonido. Di media vuelta y salí.
Sartorius
Avancé por un largo corredor desierto, y luego doblé a la derecha. Nunca había estado en la Estación, pero durante mi adiestramiento en la Tierra yo había vivido seis semanas en una réplica exacta, y sabía a dónde llevaba la pequeña escalera de aluminio.
La biblioteca estaba a oscuras. Busqué a tientas el conmutador, y luego de consultar el índice, marqué en la computadora las coordenadas del primer volumen del anuario de estudios solaristas y el suplemento. Se encendió una luz roja. Volví al registro: los dos volúmenes habían sido retirados por Gibarían, así como el Pequeño Apócrifo.Apagué la luz y bajé nuevamente al piso inferior.
Aunque había oído que los pasos se alejaban, temía volver a la habitación de Gibarían. ¿Y si ella regresaba? Permanecí largo rato detrás de la puerta. Finalmente, apreté el picaporte y me obligué a entrar.
No había nadie en la habitación. Me puse a revolver los libros desparramados frente a la ventana, interrumpiendo un instante mi búsqueda para ir a cerrar el ropero: me molestaba ese lugar vacío en medio de los trajes del espacio.
El suplemento no estaba bajo la ventana y me dediqué a levantar metódicamente, uno por uno, los libros tirados por todo el cuarto; llegué al último montón, entre la cama y el ropero, y allí descubrí el volumen.
Esperaba encontrar una marca, y en efecto, había un señalador entre las páginas del índice; un nombre, desconocido para mí, había sido subrayado con lápiz rojo: André Berton. Las cifras que seguían al nombre remitían a dos capítulos diferentes. Eché una ojeada a la primera referencia y me enteré de que Berton era piloto de reserva en la nave de Shannahan. La otra referencia aparecía unas cien páginas más adelante.