Snaut se volvió, frotándose nerviosamente las manos.

— Escucha — dijo inopinadamente—, por el momento estoy solo aquí… Hoy tendrás que contentarte con mi compañía. Llámame Rata Vieja, y basta de historias: ya que has visto mi fotografía, imagínate que me conoces desde hace tiempo. Todo el mundo me llama Rata Vieja. No hay modo de evitarlo. Además, supongo que es un nombre predestinado; mis padres siempre tuvieron aspiraciones cósmicas…

Obstinado, repetí mi pregunta:

—¿Dónde está Gibarían?

Snaut parpadeó rápidamente.

— Lamento haberte recibido en esta forma. Pero… de veras, no es mi culpa. Me había olvidado por completo.. Han ocurrido muchas cosas por aquí, entiendes…

— Está bien… Entonces ¿Gibarían? ¿No está en la Estación? ¿Ha salido en vuelo de reconocimiento?

Snaut contempló una pila de rollos de cable.

— No, no ha salido. Y ya no volará. Justamente…

Yo seguía con los oídos taponados, y oía cada vez peor.

—¿Cómo… qué significa esto? — pregunté—. ¿Dónde está?

— Has comprendido bien — dijo Snaut con una voz distinta, y mirándome fríamente a los ojos. Me estremecí. Snaut estaba borracho, pero sabía lo que decía.

— No habrá ocurrido…

— Sí.

—¿Un accidente?

Snaut sacudió la cabeza, asintiendo vigorosamente y espiando mi reacción.

—¿Cuándo?

— Esta mañana, al alba.

Sentí una emoción que no tenía ninguna violencia. Ese intercambio de preguntas y respuestas concisas me había calmado en cierto modo. Empezaba a explicarme el extraño comportamiento de Snaut.

—¿Qué clase de accidente?

— Ve a tu cabina y quítate esa escafandra… vuelve aquí… dentro… dentro de una hora, digamos.

— Bueno — dije finalmente.

En el momento en que ya me iba hacia la puerta, Snaut me llamó:

—¡Espera! — Tenía una mirada extraña, y quizá deseaba decirme alguna otra cosa, pero no se decidía. Al cabo de un momento, continuó:— Eramos tres, y ahora, contigo, somos de nuevo tres. ¿Conoces a Sar-torius?

— Como te conocía a ti, en fotografía.

— Está arriba en el laboratorio, y no creo que salga antes de la noche, pero… en todo caso, tú lo reconocerías. Si vieras a alguien más, entiendes, a alguien que no fuera yo, ni Sartorius, entiendes, entonces…

— Entonces ¿qué?

¡Yo estaba soñando, todo aquello no era sino un sueño! Aquellas olas negras, de reflejos sanguinolentos, bajo el sol hundido, y aquel hombrecito que acababa de volver al sillón, cabizbajo otra vez, y que miraba un montón de cables.

— Entonces, no hagas nada.

Me enfurecí.

—¿Qué podría ver? ¿Un fantasma?

— Claro, tú crees que estoy loco. No. No, no estoy loco. No puedo decirte nada más. En todo caso, no olvides mi advertencia.

—¡Habla más claro! ¿De qué se trata?

— Domínate, prepárate para afrontar… cualquier cosa. Ya sé que es imposible. Inténtalo, de todos modos. Es el único consejo que puedo darte.

— Pero ¿qué es lo que podría afrontar? — grité.

Viéndolo allí, sentado, mirándome de soslayo, la cabeza fatigada y quemada por el sol, me era difícil contenerme; hubiera querido tomarlo por los hombros y sacudirlo con todas mis fuerzas.

Penosamente, arrancándose las palabras una a una, Snaut me respondió:

— No lo sé. En cierto sentido, depende de ti.

—¿Alucinaciones?

— No, es… es real. No ataca. ¡Y recuerda mi consejo!

—¿Qué quieres decirme?

No reconocí mi propia voz.

— No estamos en la Tierra.

—¿Una forma polítera? — grité—, ¡No tienen nada de humano!

Iba a abalanzarme sobre él, para sacarlo del trance en que había caído, provocarlo quizá por las palabras descabelladas que él mismo pronunciara, cuando Snaut murmuró:

— Por eso mismo son de temer. ¡Recuerda lo que te he dicho, y no te descuides!

—¿Qué le ocurrió a Gibarían?

Snaut no respondió.

—¿Qué hace Sartorius?

— Vuelve por aquí dentro de una hora.

Di media vuelta y salí. Al cerrar la puerta, lo miré por última vez. Enclenque, acurrucado, la cabeza entre las manos y los codos apoyados sobre el manchado pantalón, seguía allí sentado e inmóvil. Entonces, sólo entonces, le vi la sangre coagulada en el dorso de las manos.

Los Solaristas

El corredor estaba desierto. Me detuve un instante, detrás de la puerta cerrada. El gemido del viento envolvía el pasadizo tubular. Sobre el panel de la puerta, pegado de través, al descuido, había un cuadrado de esparadrapo con una inscripción en lápiz: « Hombre ». Miré la palabra, garabateada con trazos borrosos, y pensé en volver a la cabina de Snaut; me eché atrás.

Las advertencias dementes de Snaut me vibraban aún en los oídos. Avancé por el corredor, los hombros hundidos bajo el peso de la escafandra. De puntillas, escapando no del todo conscientemente de algún observador invisible, volví a la rotonda; al salir del corredor, encontré dos puertas a mi derecha y dos a mi izquierda. Leí los nombres de los ocupantes: Dr. Gibarían, Dr. Snaut, Dr. Sartorius. No había ningún marbete en la cuarta puerta. Titubeé, apreté apenas el picaporte, y abrí lentamente la puerta. En ese instante tuve el presentimiento, casi la certeza, de que había alguien en la habitación. Entré.

No había nadie. Una ventana panorámica cóncava, apenas más pequeña que el mirador de la cabina donde descubriera a Snaut, dominaba el océano. Aquí, a la luz del sol, el agua brillaba con un resplandor grasoso, y las olas mismas parecían segregar un aceite de tintes rosáceos. Reflejos escarlatas inundaban todo el aposento, que por la disposición recordaba un camarote de barco. De un lado, rodeada por anaqueles atestados de libros, había una cama retráctil, replegada contra la pared; del otro, entre los numerosos armarios, colgaban bastidores de níquel — series de fotografías aéreas, sujetas todo a lo largo con cintas adhesivas— y una variedad de probetas y retortas con tapones de algodón. Frente a la ventana, dos hileras de cajas de metal esmaltado obstruían el paso. Levanté algunas tapas; las cajas estaban repletas de toda clase de instrumentos, confundidos con tubos de material plástico. En cada rincón de la cabina había un grifo, un equipo de refrigeración, un dispositivo vaporífugo. Un microscopio había sido depositado directamente en el suelo, pues en la gran mesa adosada a la ventana ya no había espacio libre. Al volverme, descubrí cerca de la puerta de entrada un armario alto; estaba entreabierto, y vi trajes del espacio, blusas de laboratorio, mandiles aisladores, ropa interior, botas de exploración planetaria, cilindros de aluminio: oxígeno para aparatos portátiles. Dos de estos aparatos, provistos de las respectivas máscaras, colgaban de la manivela del lecho vertical. En todas partes el mismo caos, un desorden que habían tratado de disimular burdamente. Husmeé el aire; reconocí un débil olor a reactivos químicos, y vestigios de otro olor más acre; ¿cloro? Busqué instintivamente las rejillas de las bocas de ventilación, bajo el cielo raso; las cintas de papel, sujetas a los barrotes, flotaban suavemente; la circulación del aire era normal. Desocupé dos sillas abarrotadas de libros, aparatos y herramientas que deposité en el otro extremo del cuarto, amontonándolos de cualquier manera, obteniendo así un espacio relativamente libre alrededor de la cama, entre ésta y las bibliotecas. Tiré de un brazo adosado a la pared, para colgar mi escafandra. Tomé entre los dedos la lengüeta del cierre, y casi en seguida la solté. Dominado por la idea de que me despojaba de una defensa, no me decidía a abandonar la escafandra. Una vez más recorrí la habitación con los ojos, verifiqué que la puerta estaba bien cerrada, y que no tenía cerradura, y luego de una breve vacilación arrastré hasta el umbral algunas de las cajas más pesadas. Habiéndome así atrincherado por un tiempo, con tres rápidos movimientos me libré de aquel caparazón rechinante. Un espejo estrecho, empotrado en la puerta de un armario, reflejaba una parte del cuarto; por el rabillo del ojo, sorprendí una forma que se movía; pero no era otra cosa que mi propia imagen.


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: