Bajo la escafandra, el jersey estaba empapado en sudor. Me lo quité y empujé un armario corredizo; se deslizó a lo largo de la pared, revelando los muros brillantes de un pequeño cuarto de baño. En el hueco de la pileta, bajo la ducha, había una cajita chata y alargada. La llevé sin dificultad a la habitación. Cuando la dejé en el suelo, un resorte hizo saltar la tapa, descubriendo varios compartimientos, todos con objetos extraños: figuras casi informes de metal, réplicas grotescas de los instrumentos que yo había visto en los armarios. Ninguno de los objetos de la caja era utilizable: estaban mellados, atrofiados, fundidos, como si salieran de un horno. Y cosa más extraña aún, hasta los mangos de cerámica, prácticamente incombustibles, aparecían deformados. Ningún horno de laboratorio, calentado a temperatura máxima, hubiese podido fundirlos, sólo quizás una pila atómica. De la alforja de mi escafandra saqué un contador de radiaciones, pero el pico negro permaneció mudo, cuando lo acerqué a aquellos despojos.
Ya no me quedaba sobre el cuerpo más que la ropa interior. Me apresuré a quitármela, arrojándola lejos de mí, y me precipité bajo la ducha. El impacto del agua me hizo bien. Girando bajo el chorro duro y quemante, me friccioné vigorosamente, salpicando las paredes, expulsando, extirpando de mi piel toda aquella grasitud de aprensiones, confusas que me impregnaba desde mi llegada.
Registré el armario y encontré un equipo de entrenamiento, que también podía llevarse bajo la escafandra. En el momento en que pasaba a un bolsillo la totalidad de mis menguados bienes, palpé un objeto duro, metido entre las hojas del anotador; era una llave, la llave de mi casa allá abajo, en la Tierra; indeciso, hice girar la llave entre mis dedos. Por último, la dejé sobre la mesa. De pronto, se me ocurrió que podría necesitar un arma. Un cortaplumas no era lo más adecuado, pero no tenía otra cosa, y no iba a ponerme a buscar una pistola radiactiva o algo por el estilo. Me senté en un taburete tubular, en el claro del piso. Quería estar solo. Satisfecho, comprobé que disponía de más de media hora; por naturaleza yo respetaba escrupulosamente mis compromisos, importantes o no. Las agujas del reloj de pared — la esfera estaba dividida en veinticuatro partes— señalaban las siete. El sol empezaba a descender. Las siete aquí; las veinte a bordo del Prometeo.Solaris, en las pantallas de Moddard, no era más que una indiscriminada partícula de polvo, confundida con las estrellas. Bueno ¿qué me importaba ahora el Prometeo?Cerré los ojos. No se oía otra cosa que el gemido de las cañerías y un grifo que goteaba en el cuarto de baño.
Gibarían había muerto. Poco tiempo antes, si yo había entendido bien. ¿Qué habían hecho con el cuerpo? ¿Lo habrían sepultado? No, en este planeta era imposible. Medité largamente acerca de esta cuestión, preocupado tan sólo por la suerte del cadáver; luego, entendí que esos pensamientos eran absurdos, y me levanté y eché a caminar de un lado a otro. Mi pie tropezó con un morral que asomaba bajo un montón de libros; me agaché y lo recogí. Dentro del morral había un frasco de vidrio oscuro, un frasco tan liviano que parecía soplado en papel. Lo examiné frente a la ventana, al resplandor purpúreo de un crepúsculo lúgubre, invadido por brumas de hollín. ¿Qué me ocurría? ¿Por qué dejarme distraer por divagaciones, o por la primera fruslería que me caía en las manos?
Me sobresalté; las lámparas se habían encendido, activadas por una célula fotoeléctrica; el sol acababa de ponerse. ¿Qué iba a pasar? Estaba tan tenso, que la sensación de un espacio vacío a mis espaldas me era insoportable. Decidí luchar contra mí mismo. Acerqué una silla a la biblioteca y escogí un volumen que me era familiar desde hacía tiempo, el segundo tomo de la vieja monografía de Hughes y Eugel, Historia Solaris.Apoyé en las rodillas el grueso volumen sólidamente encuadernado, y me puse a hojearlo.
El descubrimiento de Solaris se remontaba a unos cien años antes de mi nacimiento.
El planeta gravita alrededor de dos soles, un sol rojo y un sol azul. En los cuarenta años que siguieron al descubrimiento, ninguna nave se acercó a Solaris. En aquel tiempo, la teoría de Gamow-Shapley — la vida era imposible en planetas satélites de dos cuerpos solares— no se discutía. La órbita en torno de los dos soles es modificada constantemente por las variaciones de la gravitación.
A causa de estas fluctuaciones de la gravedad, la órbita se aplana o se distiende, y los organismos, si aparecen, son destruidos irremediablemente, ya sea por una intensa radiación de calor, ya por una caída extrema de la temperatura. Estas modificaciones ocurren en un tiempo estimado en millones de años, es decir, un período muy corto; según las leyes de la astronomía o de la biología, la evolución necesita de centenares de millones, si no billones de años.
De acuerdo con los primeros cálculos, en quinientos mil años Solaris se acercaría media unidad astronómica al sol rojo, y un millón de años más tarde sería devorado por el astro incandescente.
Sin embargo, ya al cabo de algunas decenas de años, se creyó descubrir que la órbita no estaba sujeta en modo alguno a las modificaciones previstas: era estable, tan estable como la órbita de los planetas de nuestro sistema solar.
Se repitieron, con una precisión extremada, las observaciones y los cálculos, que confirmaron simplemente las primeras conclusiones: la órbita de Solaris era inestable.
Unidad modesta entre los centenares de planetas descubiertos año tras año, que las grandes estadísticas reducían a unas líneas sobre las particularidades de las órbitas, Solaris se elevó poco a poco a la jerarquía de cuerpo celeste digno de mayor atención.
Cuatro años después de esta promoción, volando sobre el planeta con el Laakony dos naves auxiliares, la expedición de Ottenskjold emprendió el estudio de Solaris. Esta experiencia no podía ser otra cosa que un reconocimiento preparatorio, más aún, improvisado, pues los científicos no estaban equipados para posarse en el planeta. Ottenskjold emplazó en órbitas ecuatoriales y polares una gran cantidad de satélites-observatorios automáticos, cuya función principal consistía en medir los potenciales de gravitación. Se estudió asimismo la superficie del planeta, cubierta por un océano tachonado de islas innumerables, que podían definirse como altiplanicies. La superficie total de estas islas es inferior a la superficie de Europa, aunque el diámetro de Solaris sobrepasa en un quinto el diámetro de la Tierra. Esas extensiones de territorio rocoso y desolado, distribuidas en forma irregular, están principalmente agrupadas en el hemisferio austral. Se analizó también la composición de la atmósfera, desprovista de oxígeno, y se midió la densidad del planeta, determinándose el albedo, así como otras características astronómicas. Como era previsible, no se descubrió rastro alguno de vida, ni sobre las islas ni en el océano.
En los diez años siguientes, Solaris fue el centro de atracción de todos los observatorios que estudiaban esta región del espacio; el planeta, entre tanto, mostraba una, tendencia desconcertante a conservar una órbita que hubiera tenido que ser inestable, sin ninguna duda. El asunto cobró casi visos de escándalo: puesto que los resultados de las observaciones eran necesariamente erróneos; en nombre de la ciencia se intentó reducir a silencio a los sabios implicados, y a las computadoras implicadas.
La falta de créditos retardó en tres años la partida de una verdadera expedición solarista. Por último, Shannahan, luego de reunir la tripulación adecuada, obtuvo del Instituto tres unidades de tonelaje C, las naves cósmicas más grandes de la época. Un año y medio antes de la llegada de esta expedición, que partió de Alfa de Acuario, una segunda flotilla, actuando en nombre del Instituto, había puesto en órbita solarista un sateloide automático: Luna 247. El sateloide, luego de tres reconstrucciones, separadas por varias decenas de años, funciona todavía hoy. Los datos suministrados por el sateloide confirmaron definitivamente las observaciones de la expedición Ottenskjold acerca del carácter activo de los movimientos oceánicos.