Descendí frente al primer cine que vi y me metí sin mirar siquiera el programa, convencido como siempre, por pura deformación profesional, de que no hay ambiente más seguro y más propicio para pensar.

Era un programa combinado de película y espectáculo vivo. No había acabado de sentarme cuando terminó la proyección, encendieron las luces a medias, y el maestro de ceremonias inició una larga perorata para vender su espectáculo. Yo estaba todavía tan impresionado, que seguí mirando hacia la puerta para ver si me seguían. Los vecinos empezaron a mirar también, con esa curiosidad irreprimible que es casi una ley de la conducta humana, como ocurre en la calle cuando uno mira al cielo, y la muchedumbre termina por detenerse y mirar también tratando de ver lo que uno ve. Pero allí había sin duda una razón adicional.

Todo en aquel lugar era equívoco. La decoración, las luces, la combinación de cine y Strip tease, y sobre todo los espectadores, todos hombres, y con un aspecto de fugitivos de quién sabe dónde. Todos, y yo más que todos, parecían escondidos. Para cualquier policía, con razón o sin ella, aquello hubiera sido una asamblea de sospechosos.

“¿Le gusta mi poto, caballero?”

La impresión de espectáculo prohibido estaba muy bien dada por los empresarios, y en especial por el maestro de ceremonias que anunciaba a las coristas en el escenario con descripciones que más bien parecían de platos suculentos en un menú. Ellas iban apareciendo a su conjuro, más en pelota que como habían venido al mundo, pues se maquillaban el cuerpo para inventarse gracias que no tenían. Después del desfile inicial, quedó sola en el escenario una morena de redondeces astronómicas que se contoneaba y movía los labios para fingir que era ella quien cantaba la canción de un disco de Rocío Jurado a todo volumen.

Había pasado bastante tiempo para que me arriesgara a salir, cuando ella descendió del escenario arrastrando un micrófono de serpiente y empezó a hacer preguntas de una gracia procaz. Yo estaba esperando una buena ocasión para salir, cuando me sentí deslumbrado por el reflector, y oí en seguida la voz arrabalera de la falsa Rocío.

– A ver usted, caballero, el de la calvita tan elegante.

No era yo, desde luego, sino el otro, pero era yo por desgracia quien tenía que responder por él. La corista se me acercó arrastrando el cable del micrófono, y habló tan cerca de mí que percibí las cebollas de su aliento.

– ¿Cómo le parecen mis caderas?

– Muy bien -dije en el micrófono-, qué quiere que le diga.

Luego se volvió de espaldas y movió las nalgas casi contra mi cara.

– Y mi poto, caballero, ¿cómo le parece?

– Estupendo -dije-. Imagínese.

Después de cada respuesta mía, se escuchaba una grabación de carcajadas multitudinarias en los altavoces, igual que en las comedias pueriles de la televisión norteamericana. El truco era indispensable, porque nadie se reía en la sala, sino que a todos se les notaban las ansias de hacerse invisibles. La corista se me acercó más, y seguía moviéndose muy cerca de mi cara para que viera el lunar verdadero que tenía en una nalga, negro y peludo como una araña.

– ¿Le gusta mi lunar, caballero?

Después de cada pregunta me acercaba el micrófono a la boca para aumentar el volumen de mi respuesta.

– Claro -dije-, toda usted es muy bonita.

– ¿Y qué haría usted conmigo, caballero, si yo le propusiera pasar una noche en la cama? Ande, cuéntemelo todo.

– Mire, no sé qué decirle -dije yo-. La amaría mucho.

Aquel suplicio no terminaba nunca. Además, en mi ofuscación había olvidado hablar como uruguayo, y quise corregir el error a última hora. Entonces me preguntó de dónde era, tratando de imitar mi acento indefinido, y cuando se lo dije, exclamó:

– Los uruguayos son muy buenos en la cama. ¿Usted no?

A mí no me quedó otro camino que hacerme el pesado.

– Por favor -le dije-, no me pregunte más.

Entonces se dio cuenta de que no había nada qué hacer conmigo, y buscó otro interlocutor. Tan pronto como me pareció que mi salida no sería demasiado ostensible, abandoné el lugar a toda prisa y me dirigí caminando al hotel, con la inquietud creciente de que nada de lo ocurrido aquella tarde había sido casual.

8 – Atención: hay un general dispuesto a contarlo todo

Aparte de los contactos de Elena, yo había creado una vertiente marginal de trabajo con gentes amigas de antaño, que me ayudaron a formar los equipos chilenos de filmación y a movernos con entera libertad en las poblaciones. La primera persona a quien busqué, por los días en que regresé de Concepción, fue a Eloísa, una mujer elegante y bella, casada con un industrial muy conocido. Ella me llevó con su suegra, una viuda de más de setenta años, valiente e ingeniosa, que sobrellevaba la soledad moliendo folletines de televisión, cuando su sueño dorado era ser protagonista de aventuras intrépidas de la vida real.

Eloísa y yo habíamos sido cómplices de actividades políticas en la universidad, y nuestra amistad se había consolidado durante la última campaña de Salvador Allende, en la que participamos juntos en el sector de propaganda. A los pocos días de mi llegada me enteré por casualidad de que era la estrella de una firma de relaciones públicas, y no pude resistir la tentación de hacerle una llamada anónima para comprobar que era ella. La voz serena y decidida que me contestó parecía ser la suya, en efecto, pero había algo menos convincente en su dicción. De manera que esa tarde me aposté solo en una cafetería de -la calle Huérfanos, desde la cual podía verla al salir de su oficina, y así fue. No sólo no se le notaban los doce años que nos habían pasado a ambos, sino que estaba más elegante y bella que nunca. Comprobé, además, que no tenía chofer de uniforme, como era fácil suponerlo siendo la esposa de un burgués influyente, sino que ella misma conducía un deslumbrante BMW 635 de color platinado. Entonces le mandé por correo un papel con una sola línea: “Antonio está aquí y quiere verte”. Era el nombre falso con que ella me conoció durante las luchas políticas universitarias, y yo confiaba en que lo recordara.

Fue un cálculo correcto. Al día siguiente, a la una en punto, el tiburón plateado pasó a vuelta de rueda por la esquina de Apoquindo, frente a la agencia Renault. Yo salté al interior, cerré la puerta, y ella se quedó atónita hasta que me reconoció por la risa.

– ¡Estás loco! -dijo.

– Qué duda te cabe -le dije.

Nos fuimos a almorzar en la hostería donde había ido solo el primer día, pero encontramos las puertas canceladas con crucetas de tablas, y un letrero que más bien parecía un epitafio: Cerrado para siempre. Entonces nos fuimos a un restaurante francés que yo conocía por aquellos lados. No recuerdo el nombre, pero es confortable y bien servido, y está frente al motel más conocido y elegante de la ciudad. Eloísa se divertía reconociendo los automóviles de los clientes que preferían hacer el amor mientras nosotros almorzábamos, y yo no me cansaba de admirar la madurez de su buen humor.

Fui al grano. Le conté sin reservas el motivo de mi estancia clandestina, y le pedí su colaboración para hacer algunos contactos que podían ser menos arriesgados para una mujer como ella, protegida por los privilegios de su clase. Esto ocurría cuando todavía no teníamos resuelto el modo de filmar en las poblaciones, por falta de buenos padrinos políticos, y yo pensaba que ella podía ayudarme a encontrar algunos amigos comunes de los años de la Unidad Popular, que se me habían perdido en las tinieblas de la clandestinidad.

No sólo aceptó con un gran entusiasmo, sino que durante tres noches me acompañó a reuniones secretas, en sectores de la ciudad donde era menos peligroso llegar con un automóvil sagrado como el suyo.

– Nadie puede creer que un BMW 635 sea enemigo de la dictadura- dijo encantada.

Gracias a eso no me arrestaron una noche en que Eloísa y yo fuimos sorprendidos en una reunión secreta por uno de los tantos apagones que provocaba la resistencia en aquellos días. Los responsables de la reunión me habían anticipado la noticia. Habría primero un apagón de cuarenta minutos, luego otro de una hora, y por fin otro que dejaría a Santiago sin luz por dos o tres días. La reunión estaba prevista para muy temprano, pues las fuerzas de represión eran presa de un estado de nerviosismo casi histérico durante los apagones, y las redadas callejeras era indiscriminadas y brutales. Luego estaría el toque de queda. Pero algo pasó que todos tuvimos inconvenientes de última hora, y aún no habíamos terminado la conversación principal cuando ocurrió el primer apagón.

Los responsables políticos de la reunión decidieron que Eloísa y yo nos fuéramos en seguida que volviera la luz, y que el resto saliera después por separado. Así fue. Tan pronto como se restableció la energía salimos por una carretera sin pavimento al borde de una montaña. De golpe, en una curva, nos encontramos de frente con varias camionetas de la CNI que formaban una especie de túnel a los dos lados del camino. Los agentes de civil estaban armados con metralletas. Eloísa trató de frenar, pero yo se lo impedí.

– Es que hay que pararse -dijo ella.

– Sigue -le dije yo-. No te pongas nerviosa, sigue conversando, sigue riéndote, y no te pares mientras no te lo ordenen. Yo tengo mis documentos en regla.

No acababa de decirlo cuando me toqué el bolsillo, y se me heló el hígado: no tenía la cartera con los papeles de identidad. Uno de los hombres se nos atravesó entonces en el camino con el brazo levantado, y Eloísa tuvo que parar. Nos iluminó la caras ambos con una linterna de pilas, exploró el interior del coche con el haz de luz, y nos dejó pasar sin pronunciar una palabra. Eloísa tenía razón: no era posible creer en la peligrosidad de un automóvil como el suyo.

Una abuela en paracaídas

Fue por esos días cuando conocí a su suegra, que ambos decidimos llamar Clemencia Isaura desde la primera visita, por una asociación de ideas que nunca logramos descifrar. Le caímos sin anunciarnos en la suntuosa casa número 727 de los barrios altos a las cinco de la tarde, y la encontramos en su estado de placidez perpetua, tomándose una taza de té con galletitas inglesas, mientras los disparos de armas largas resonaban en el ámbito de la sala, y la pantalla de la televisión se llenaba de sangre. Llevaba puesto un vestido sastre de gran marca, con sombrero y guantes, pues tiene la costumbre de tomar el té a las cinco en punto, vestida como para una fiesta de cumpleaños, aun estando sola. Sin embargo, aquellos hábitos de novela inglesa no estaban muy de acuerdo con su personalidad, pues siendo ya casada y con hijos había sido piloto de planeadores en el Canadá, y tenía una buena marca de salto en paracaídas.


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