Cuando supo que la buscábamos para un asunto clandestino, importante y peligroso, me dijo: “Qué bueno, porque aquí la vida es tan aburrida, que uno se viste, se arregla, se pone elegante, y no se sabe para qué”. Sin embargo, la propuesta específica de que me ayudara a localizar cinco personas en barrios difíciles de la ciudad, le causó una cierta desilusión.

– ¡Si al menos fuera para poner bombas! -dijo.

Yo no quería buscar aquellos cinco hombres por los canales ordinarios de la resistencia. Todos ellos habían trabajado conmigo desde antes de la Unidad Popular. Ninguno había sido exiliado. Uno de ellos fue el que le avisó a la Ely, el día del golpe militar, que me estaban fusilando frente a las oficinas de Chile Films. Otro estuvo en un campo de concentración el primer año de la dictadura, y luego siguió viviendo en Santiago con una apariencia de vida normal, pero haciendo un trabajo político incansable. Otro había estado un tiempo en México, donde hizo contactos con los exiliados chilenos, y regresó con sus documentos legales a trabajar en la resistencia. Otro había colaborado conmigo en la escuela de teatro, habíamos seguido trabajando juntos en el cine y la televisión, y en la actualidad es un activo dirigente obrero. Otro había estado en Italia por dos años, y ahora es chofer de camiones de carga, lo cual le permite hacer un buen trabajo de coordinación. Los cinco habían cambiado de casa, de oficio y de identidad, y yo no tenía ninguna pista para encontrarlos. Hay más de un millar de chilenos que viven así, trabajando en la resistencia con una identidad distinta de la que tuvieron hasta 1973, y el desafío para Clemencia Isaura era encontrar el cabo del hilo para llegar hasta el ovillo.

Además, los contactos previos que ella hiciera serían indispensables, porque permitirían establecer en qué estado de ánimo se encontraban mis viejos amigos, antes de revelarles que yo estaba en Chile y requería de su ayuda.

No sé en detalle cómo lo hizo. Apenas tuvimos tiempo de vernos con calma antes de mi salida, y no le hice muchas preguntas concretas, porque entonces no había pensado narrar su aventura para este libro. Lo único que me dijo fue que nunca había visto en la televisión una película tan emocionante como la que había vivido.

Sé que tuvo que caminar días enteros por los barrios marginales, preguntando aquí, averiguando allá, a partir de los pocos cabos sueltos que yo encontraba casi borrados en mis recuerdos. Le advertí que fuera vestida de un modo que le permitiera confundirse con los pobres, pero no me hizo caso. Se fue como para tomar el té con galletitas inglesas en los vericuetos fragorosos del matadero de Santiago. Debía ser muy grande la sorpresa de quienes se veían abordados de pronto por una anciana encopetada que preguntaba por direcciones inciertas con una curiosidad sospechosa. Pero su simpatía irresistible y su calor humano infundían una confianza inmediata. El hecho es que al cabo de una semana había encontrado a tres de los perdidos,-y organizó para ellos en el número 727 una comida que no habría sido mejor ni más solemne si hubiera sido una cena de gala. De allí salió la formación del primer equipo chileno, y todos los contactos para filmar en las poblaciones. La protagonista inolvidable de la etapa siguiente de coordinación fue una mujer admirable, menuda, humilde, casi invisible, cuya diligencia inaudita y cuyo sentido de la organización clandestina hicieron posible que no hubiera un solo tropiezo durante la filmación en las poblaciones. El nombre con que la llamábamos, que fue el único que le conocimos, fue al mismo tiempo una definición de su imagen y un homenaje a su valor: la hormiguita invencible.

La larga búsqueda del General Electric

Mientras Clemencia Isaura trabajaba, yo había aprovechado las horas libres de la filmación para hacer contactos de altos niveles con la ayuda de Eloísa. Una noche estábamos en un restaurante de lujo esperando un emisario que por cierto nunca llegó, cuando entraron dos generales con el pecho blindado de condecoraciones. Ella los saludó a distancia con un gesto tan familiar de la mano, que me llenó de presagios oscuros. Uno de los dos se acercó a nuestra mesa, y conversó de pie con Eloísa sobre frivolidades sociales durante unos minutos, sin dedicarme siquiera una mirada. No pude establecer su rango, pues nunca he aprendido a hacer distinciones entre las estrellas de los generales y las de los hoteles. Cuando volvió a su mesa, ella bajó el tono de la voz, y por primera vez me habló de sus buenas relaciones con algunos militares de alto rango, a los que solía frecuentar por su trabajo.

En su opinión, uno de los factores de la persistencia de Pinochet en el poder, es haber retirado del servicio a los oficiales de su generación, y haberse quedado con un alto mando de oficiales nuevos que estuvieron siempre muy por debajo de él, que no son sus amigos, que apenas si lo conocen, y la mayoría de ellos le obedecen con una sumisión sin condiciones. Pero al mismo tiempo ese es su flanco más vulnerable, porque muchos oficiales nuevos piensan que no se les puede culpar del asesinato del presidente Allende, ni de los años bárbaros de la represión sangrienta y la rapiña del poder. Sienten que tienen las manos limpias, y por tanto se creen predestinados para acordar con los civiles un retorno sin dolor a la democracia. Ante mi cara de asombro, Eloísa fue más lejos: por lo menos un general que ella conocía estaba dispuesto a hacer revelaciones públicas sobre las profundas grietas internas de las Fuerzas Armadas.

– Está que se revienta por hablar -dijo.

La noticia me estremeció. La posibilidad de introducir en mi película aquel testimonio espectacular, cambió por completo la perspectiva de los próximos días. Lo malo era que Eloísa no podía asumir el riesgo de hacer el primer contacto, ni hubiera tenido tiempo para intentarlo, porque dos días después se iba para Europa en un viaje de tres meses con su marido.

Sin embargo, Clemencia Isaura me convocó de urgencia a su casa unos días después, y me entregó las claves que alguien le había dejado a solicitud de Eloísa para encontrar al General Electric, como habíamos resuelto llamar al militar inconforme. Me dio un tablero electrónico para jugar partidas de ajedrez, muy pequeño, con el cual yo debía ir desde el día siguiente ala Iglesia de San Francisco, a partir de las cinco de la tarde.

No recuerdo desde cuándo no entraba en una iglesia. Una de las cosas que me llamó la atención es que había muchas mujeres y hombres leyendo novelas o periódicos, jugando solitarios, tejiendo, o haciendo juegos infantiles como el del gato y el ratón. Sólo entonces entendí por qué Eloísa me había mandado con un tablero electrónico de ajedrez, que al principio me pareció lo menos adecuado para pasar inadvertido dentro de una iglesia. La gente, tal como la vi en la calle la noche de mi llegada, era muda y taciturna en la penumbra del atardecer. En realidad, la gente de Chile era así antes de la Unidad Popular. El gran cambio ocurrió cuando la candidatura de Allende tomó fuerzas y se vio que podía ganar, y su victoria nos transformó de golpe en un país diferente: cantábamos en la calle, pintábamos en las paredes de la calle, hacíamos teatro y dábamos cine en la calle, y todo el mundo se confundía en manifestaciones multitudinarias donde cada uno desahogaba su júbilo de vivir.

Había esperado dos días seguidos jugando ajedrez con mi otro yo uruguayo, cuando escuché detrás de mí un susurro de mujer. Yo estaba sentado, y ella se había arrodillado en el escaño detrás de mí, de modo que me hablaba casi en el oído.

– No mire ni diga nada -me dijo, con voz de confesionario-, apréndase de memoria el número de teléfono y el santo y seña que le voy a dar, y no salga de la iglesia antes de quince minutos después que yo.

Sólo cuando se levantó y se dirigió al altar mayor me di cuenta de que era una monja joven y muy bella. Lo único que tuve que memorizar fue el santo y seña, porque el número del teléfono lo marqué con los peones en el tablero. Se suponía que ese era el camino que me llevaría hasta el General Electric. Sin embargo, ya las cartas parecían echadas de un modo distinto. En los días siguientes llamé sin falta y con una ansiedad creciente al número indicado, y siempre obtuve la misma respuesta: “Mañana”.

¿Quién entiende a la policía?

Cuando menos lo esperaba, Jean Claude me sorprendió con una mala noticia. De acuerdo con un despacho de la France Press, fechado en Santiago la semana anterior y publicado en París, tres miembros de un equipo italiano de cine que trabajaba en Chile en condiciones inciertas habían sido detenidos por la policía cuando filmaban sin permiso en la población de La Legua.

Franquie pensaba que habíamos tocado fondo. Yo traté de tomarlo con más calma. Jean Claude no sabía que hubiera otros equipos distintos del suyo trabajando conmigo, así como los otros no sabían que hubiera un equipo francés, y su alarma era más bien por analogía: si alguien en las mismas condiciones que él había sido detenido, también él corría el riesgo de serlo. Traté de calmarlo.

– No te preocupes -le dije-, esto no tiene nada que ver con nosotros.

Tan pronto como me dejó solo fui a buscar a los italianos y los encontré sanos y salvos donde debían estar. Grazia había regresado de Europa y ya estaba incorporada al equipo. Sin embargo, Ugo me confirmó que el cable se había publicado también en Italia, aunque la agencia italiana lo había desmentido. Lo malo era que la falsa noticia se refería a ellos con sus nombres, y se había divulgado con gran rapidez. Esto no era raro. Santiago bajo la dictadura es un enjambre de rumores. Nacen, se reproducen y se desvanecen con una profusión asombrosa varias veces al día, pero en el fondo tienen siempre un fundamento de verdad. La noticia sobre los italianos no fue una excepción. Tanto se estaba hablando de ella la noche anterior en una recepción de la embajada italiana, que cuando entraron los miembros del equipo fueron recibidos por nadie menos que el Jefe de la Dirección General de Comunicaciones (DINACO), quien dijo para que lo oyeran todos los invitados:

– ¿Ven? Aquí tienen ustedes a nuestros tres presos.

Grazia tuvo la impresión, antes de conocer la existencia del cable, de que los estaban siguiendo. Por último, al llegar al hotel después de la fiesta en la embajada, les pareció que alguien había revuelto las maletas y los papeles de sus cuartos, pero no hacía falta nada. Pudo haber sido una ilusión causada por el sobresalto, pero también podía ser un allanamiento de advertencia. En todo caso, había razones para creer que algo real estaba ocurriendo.


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