Esa noche la pasé en claro, escribiendo una carta al presidente de la Corte Suprema de Justicia, en la cual denunciaba mi repatriación clandestina, para tenerla lista en caso de que me capturaran. No fue una inspiración súbita, sino el resultado de una lenta reflexión que iba haciéndose más apremiante a medida que se estrechaba el círculo. Al principio la concebí como una sola frase dramática, como los mensajes que los náufragos tiraban en el mar den

tro de una botella. Pero en el momento de escribirla me di cuenta de que necesitaba darle a mi acción una justificación política y humana, porque en cierto modo debía expresar el sentir de miles y miles de chilenos que sobrellevaban como yo la peste del destierro. Empecé muchas veces, rompí muchas hojas de arrepentimiento, encerrado en un sombrío cuarto de hotel que era de todos modos un cuarto de exiliado dentro de mi propia tierra. Cuando terminé, hacía rato que las campanas de las iglesias llamando a misa habían hecho polvo el silencio de la queda, y las primeras luces se asomaban a duras penas a través de las brumas de aquel otoño inolvidable.

9 – Ni mi madre me reconoce

En realidad había motivos de sobra para temer que la policía tuviera noticia de mi presencia en Chile, y de la clase de trabajo que estábamos haciendo. Llevábamos casi un mes en Santiago, los equipos habían sido vistos en público más de lo que convenía, habíamos hecho contacto con gentes muy diversas, y muchas personas sabían que era yo quien dirigía la película. Estaba tan familiarizado con mi nueva identidad, que se me olvidaba hablar en uruguayo, y en la vida real ya no me comportaba como un clandestino demasiado riguroso.

Al principio, las reuniones se hacían en automóviles sin rumbo que solíamos cambiar cada cuatro o cinco cuadras, por toda la ciudad, y era un método tan complicado que a veces incurríamos en riesgos peores que los que tratábamos de evitar. Una noche, en efecto, descendí de un automóvil en la esquina de Providencia y Los Leones donde debía recogerme cinco minutos después un Renault 12 de color azul, y con un cartón de la Sociedad Protectora de Animales en el parabrisas. Llegó tan puntual, tan Renault 12 y tan azul brillante, que ni siquiera me fijé si llevaba el letrero, sino que subí en la parte posterior, donde iba una mujer bañada en joyas, de edad madura pero todavía muy bella, con un perfume provocador y un abrigo de visón rosado que debía costar dos o tres veces más que el automóvil. Un ejemplar inconfundible, aunque no muy común, del barrio alto de Santiago. Al verme entrar se quedó con la boca abierta de espanto, pero yo me apresuré a calmarla con el santo y seña:

– ¿Dónde puedo comprar un paraguas a esta hora?

El chofer de uniforme se volvió hacia mí y soltó un ladrido:

– Bájese, o llamo a la policía.

Me di cuenta con un golpe de vista que el cartón con el letrero no estaba en el parabrisas y sentí en el estómago el dolor del ridículo. “Perdón -dije-, me equivoqué de automóvil”. Pero ya la mujer había recobrado el dominio. Me retuvo por el brazo, y apaciguó al chofer con una dulce voz de soprano.

– ¿Estarán abiertos todavía los almacenes París? -le preguntó.

El chofer pensaba que sí, de modo que ella se empecinó en llevarme para que comprara el paraguas. Además de bella era graciosa y cálida, y daban ganas de olvidarse por una noche de la represión, de la política, del arte, para quedarse con ella en aquel ámbito saturado de su intimidad. Me dejó en la puerta de los almacenes París, y todavía se excusó de no acompañarme a buscar el paraguas, porque llevaba casi media hora de retraso para recoger a su esposo y asistir al concierto de un pianista de fama mundial cuyo nombre he olvidado.

Eran los riesgos de la costumbre. Cada vez usábamos menos frases crípticas de identificación en los encuentros clandestinos. Nos hacíamos amigos de los emisarios desde el primer saludo, y no íbamos directo al asunto sino que nos demorábamos comentando la situación política, hablábamos de novedades de cine y literatura, de amigos comunes a quienes yo quería ver a pesar de las advertencias que me habían hecho contra esa tentación. Tal vez para subrayar su inocencia, un emisario llegó a la cita con uno de sus niños, y éste me preguntó atragantándose de emoción: “Tú eres el que está haciendo una película sobre Supermán?”.

Así empecé a entender que se pudiera vivir escondido en Chile, como tantos centenares de exiliados que habían vuelto de incógnito y vivían su vida cotidiana, sin la tensión que yo sentía al principio. Tanto, que de no haber sido por el compromiso de la película, que no era sólo con mi país y mis amigos, sino también conmigo mismo, habría cambiado de oficio y de medio social, y me habría quedado viviendo en Santiago con mi cara de siempre.

Pero un mínimo de prudencia obligaba a actuar de otro modo, ante la sospecha de que la policía nos seguía los pasos. Todavía nos quedaba pendiente la filmación dentro del Palacio de la Moneda, cuya autorización sufría aplazamientos sucesivos e incomprensibles, nos quedaban pendientes las filmaciones de Puerto Montt y el Valle Central, y la posibilidad inimaginable de entrevistar al General Electric. Por otra parte, la filmación en el Valle Central quería hacerla yo mismo, por ser la región donde nací y viví hasta la adolescencia. Mi madre seguía viviendo allí, en la pobre aldea de Palmilla, pero me habían hecho la advertencia terminante de no tratar de verla en este viaje por razones primarias de seguridad.

Lo primero que hice fue reorganizar el trabajo de los equipos extranjeros, de modo que pudieran terminar con el mínimo de riesgos lo más pronto posible para volver de inmediato a sus países. Sólo los italianos permanecerían en Santiago, para acompañarnos en la filmación de La Moneda. El francés volvería a París tan pronto como se filmara “la marcha del hambre”, anunciada para los próximos días.

El equipo holandés me esperaba en Puerto Montt, para filmar juntos hasta muy cerca del Círculo Polar, y abandonar después el país hacia la Argentina por el paso fronterizo de Bariloche. En el momento en que salieran los tres equipos, el ochenta por ciento de la película estaría hecho, y el material a buen recaudo revelándose en Madrid. La Ely había estado cumpliendo una tarea tan eficaz, que cuando llegué a España encontré la película lista para el montaje.

“Littín vino, filmó y se fue”

Ante las circunstancias inciertas de aquellos días, lo más aconsejable parecía ser que Franquie y yo hiciéramos una salida falsa del país, para después entrar de nuevo con mayores precauciones. El viaje a Puerto Montt me daba una oportunidad preciosa, pues era tan fácil hacerlo por la Argentina como por Chile. Así fue. Le pedí al equipo holandés que me esperara allí, cité a uno de los equipos chilenos para tres días después en el Valle de Colchagua, al centro del país, y me fui con Franquie por avión a Buenos Aires. Pocas horas antes llamé a la revista Análisis, sin identificarme de antemano, y le concedí a la periodista Patricia Collier una extensa entrevista sobre mi paso clandestino por Santiago. Dos días después de mi salida, en efecto, la entrevista se publicó con mi foto en la portada, y con un título que tenía una gotita de burla romana: “Littín vino, filmó y se fue”.

Para que todo fuera aún más realista, Clemencia Isaura nos llevó a Franquie y a mí al aeropuerto de Pudahuel, manejando su propio coche, y nos despidió con besos y lágrimas de buen teatro. Fue así como salimos de la manera más ostensible, pero vigilados de cerca por los servicios de seguridad de la resistencia que darían la voz de alarma si fuéramos detenidos. Esto nos permitió saber, en primer término, que no estábamos fichados en el aeropuerto, y también nos permitió dejar un registro de salida para que, en caso de una investigación tardía, la policía creyera que habíamos abandonado el país.

En Buenos Aires me identifiqué con mi pasaporte legítimo, para no cometer un acto ilegal en un país amigo. Sin embargo, en el momento de presentarlo en la ventanilla de inmigración, me di cuenta de un problema imprevisto: la foto de mi documento auténtico, tomada antes de mi transformación, se parecía muy poco a mí. Era difícil reconocerme con las cejas depiladas, la calvicie más amplia, los lentes de aumento. Me habían advertido a tiempo, además, de que era tan difícil asumir una personalidad distinta como recuperar después la propia, pero cuando más necesitaba tenerlo en cuenta lo olvidé por completo. Por fortuna, el controlador de Buenos Aires no me miró la cara, y así sobreviví al drama silencioso de no poder ser yo ni siquiera cuando en realidad lo era.

Franquie, desde Buenos Aires, debía coordinar con la Ely por teléfono muchos pormenores del trabajo restante, de acuerdo con mis instrucciones, y recoger un dinero que ella había enviado desde Madrid para los gastos finales. De modo que nos separamos allí para encontrarnos de nuevo en Santiago. Yo volé a Mendoza, siempre en territorio argentino, para hacer algunas tomas previstas de la cordillera chilena. Fue muy fácil, pues desde Mendoza se pasa a Chile por un túnel sin controles demasiado severos. Yo pasé a pie, solo y con una cámara ligera de dieciséis milímetros, hice del otro lado lo que tenía que hacer, y volví a salir en un carro de la policía chilena, cuyo conductor se compadeció de un pobre periodista uruguayo que no tenía como regresar a la Argentina.

De Mendoza seguí a Bariloche, otra localidad fronteriza más al sur. Un barco decrépito abarrotado de turistas argentinos, uruguayos, brasileros, y de chilenos que regresaban, nos llevó desde allí hasta la frontera de Chile, a través de un paisaje polar deslumbrante, con inmensos precipicios de hielo y mares tormentosos. El último tramo hasta Puerto Montt fue en un trasbordador de vidrios rotos por donde se metía con aullidos de lobo el viento polar, y no había dónde guarecerse del frío horroroso, ni nada qué comer ni beber: ni un café, ni un vaso de vino, nada. Pero mis cálculos fueron correctos. Si mi salida de Chile había sido registrada por la policía del aeropuerto, a ésta no le era fácil imaginarse que había entrado de nuevo al día siguiente por un punto remoto a mil kilómetros de Santiago.

Poco antes de llegar al puesto de control fronterizo, un empleado del barco recogió no menos de trescientos pasaportes, que apenas fueron mirados por encima, de prisa y sin sellarlos. Salvo los chilenos, que fueron confrontados con la extensa lista de los exiliados que no podían entrar, y que estaba pegada en la pared frente a los ojos de los controladores. Para los otros, y yo entre ellos, el paso de la frontera transcurría sin tropiezos hasta que dos oficiales a los que no reconocí como carabineros chilenos por su atuendo polar, ordenaron abrir las maletas. Me di cuenta de que era una requisa meticulosa, pero no me preocupé, porque estaba seguro de no llevar nada que no correspondiera a mi falsa identidad. Sin embargo, cuando abrí mi maleta saltaron fuera y rodaron por el suelo las numerosas cajetillas vacías de cigarrillos “Gitane”, en muchas de las cuales estaban escritas mis notas de filmación.


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