– Un poco raro sí que tiene que resultar -dije.

– Oye, tú, nada de mentiras, ¿eh? Y menos con lo que tengo encima. No me gustaría que me viera en esta situación.

Me encogí de hombros.

– Si aparece por la ciudad, no va a tardar en tener problemas.

– Sí, eso dice mi madre. No parecía muy contenta. No la culpo, después de todo lo que ha pasado. Porque, tú fíjate, si resulta que ha estado vivo todo este tiempo, lo único que ha hecho ha sido joderla.

– ¿Te acuerdas mucho de él?

– En el fondo no. Michael sí. Michael es mi hermano. ¿Lo conoces?

– Un poco. Lo vi en casa de tu madre.

– ¿Viste a Brendan, mi sobrino? Ése sí que es cojonudo. Me cae fenomenal, el cabeza de garbanzo.

Bueno, ya estaba bien de chismes. Me estaba poniendo nerviosa.

– ¿Te molesta que te pregunte sobre lo que pasó en Mexicali?

Se removió con inquietud. Se pasó la mano por el pelo.

– Diablos, es un mal asunto. Sólo de pensar en ello me pongo enfermo. Yo no tuve nada que ver con las muertes, te lo juro. Las armas las tenían Julio y Ricardo -dijo.

– ¿Y la fuga? ¿Cómo se planteó la posibilidad?

– Ya, bueno, ¿sabes? Creo que mi abogado no quiere que hable de eso.

– Sólo un par de preguntas… estrictamente confidenciales. Trato de saber lo que pasa -dije-. Me digas lo que me digas, soy una tumba.

– Mejor no -dijo.

– ¿Fue idea tuya?

– Noooo, mía no. Seguro que crees que soy imbécil. Fui un idiota por dejarme enredar… ahora me doy cuenta… pero entonces lo único que quería era salir. Estaba desesperado. ¿Has estado alguna vez entre rejas? -Negué con la cabeza-. Has tenido suerte.

– ¿De quién fue la idea? -dije.

Me miró con fijeza con aquellos ojos azules y claros como una piscina.

– Se le ocurrió a Ernesto.

– ¿Erais buenos amigos?

– ¡Qué dices! Yo sólo lo conocía porque estábamos en la misma barraca, allá en Connaught. El otro Fulano, Julio, dijo que me mataría si no le ayudaba. Yo no quería. No quería hacerlo, quiero decir, pero era un tipo fuerte, muy fuerte… y dijo que me las haría pasar canutas.

– Te amenazó.

– Sí, dijo que él y Ricardo me harían de todo.

– Que te darían por culo, vamos.

– Lo peor -dijo.

– ¿Y por qué tú?

– ¿Por qué yo?

– Sí. ¿Por qué eras tan importante para la aventura? ¿Por qué no buscaron a otro hispano si tenían intención de ir a México?

Se encogió de hombros.

– Esa gente es muy retorcida. Nadie sabe lo que tienen en la cabeza.

– ¿Qué pensabas hacer en México si no sabes español?

– Dar un rodeo. Esconderme. Llegar a Texas. Lo que yo quería sobre todo era salir de California. El sistema judicial de aquí no es precisamente de los que te favorecen.

El funcionario de prisiones llamó a la puerta para darme a entender que se había acabado el tiempo.

Había algo en la sonrisa de Brian que me había obligado a distanciarme en cierto momento. Soy embustera por naturaleza; sé que es una cualidad humilde, pero la cultivo. Probablemente sé más sobre el arte de mentir que la mitad de los habitantes del planeta. No creo que de haberme contado la verdad aquel muchacho me hubiera parecido tan sincero.

14

Camino del despacho me detuve en el Registro Civil, que está en un ala del Palacio de Justicia de Santa Teresa. Los tribunales fueron reconstruidos a fines de los años veinte, ya que el terremoto de 1925 destruyó el palacio de justicia anterior, junto con varios edificios comerciales del centro. En las puertas del Registro Civil hay unas placas de bronce que ilustran alegóricamente la historia del estado de California. Crucé la puerta y accedí a un espacio amplio, partido por un mostrador. A la derecha había una minisala o rincón de espera, dos pesadas mesas de roble con sillas de cuero a juego. Los suelos eran de baldosas de color bermejo y los techos estaban decorados con dibujos oro y azul, muy descoloridos. Gruesas vigas interrumpían la repetición de los motivos. A intervalos podían verse graciosas columnas de madera, de capitel jónico, también pintadas con matices apagados. Las ventanas eran de arco y en los vidrios emplomados había filas de círculos entrelazados. La tecnología contribuía a mejorar la eficacia del departamento: áreas de actividad, teléfonos, ordenadores, proyectores de microfilmes. A modo de concesión a las últimas exigencias del presente, había tramos de pared cubiertos con paneles perforados, a prueba de ruido.

Dejé la mente en blanco para contrarrestar la extraña resistencia que sentía ante la actividad exhumadora que estaba a punto de emprender. Había varias personas ante el mostrador y durante unos segundos acaricié la idea de posponer la iniciativa. Pero entonces apareció otro funcionario, un sujeto alto y delgado, vestido con pantalón informal y camisa de manga corta, y con gafas de lentes oscuras.

– ¿La atienden ya?

– Quisiera comprobar una licencia de matrimonio expedida en noviembre de 1935.

– ¿Nombre? -preguntó.

– Millhone, Terrence Randall. ¿Necesita también el nombre de la esposa?

– No, es suficiente -dijo mientras tomaba nota.

Me entregó un formulario y rellené las casillas para tranquilizar al funcionario acerca del objetivo de mi pesquisa. Era una formalidad absurda, puesto que la información sobre nacimientos, defunciones, bodas y propiedades es pública. El sistema vigente para rellenar formularios se denominaba Soundex y era un raro procedimiento que eliminaba las vocales de los apellidos y otorgaba valores numéricos a las consonantes. El funcionario me ayudó a traducir el apellido Millhone en idioma Soundex y a continuación me remitió a un anticuado fichero donde encontré el nombre de mis padres, junto con la fecha de su boda y el volumen y número de página donde la licencia había sido registrada. Volví al mostrador con aquella información. El funcionario llamó por teléfono a alguna criatura de pies palmeados que estaba en la sentina del edificio y cuya misión consistía en localizar los archivos microfilmados.

El funcionario me hizo tomar asiento ante la máquina de visionar microfilmes y me recitó una rápida serie de instrucciones de las que sólo entendí la mitad. La cosa no tuvo mayor importancia porque él mismo conectó la máquina e introdujo el carrete mientras me explicaba cómo funcionaba. Al final me dejó sola y pasé a toda velocidad el grueso del carrete hasta que llegué al documento que me interesaba. Bueno, allí estaban, los nombres y demás datos personales en un documento que tenía casi cincuenta años de antigüedad. Terrence Randall Millhone? de Santa Teresa, California, y Rita Cynthia Kinsey, de Lompoc, California, se habían casado el 18 de noviembre de 1935. El tenía treinta y tres años en el momento de la boda y según el documento trabajaba de cartero; su padre se llamaba Quillen Millhone y el apellido de soltera de su madre era Dace. Rita Kinsey tenía dieciocho años en el momento de la boda, no se consignaba ningún trabajo y era hija de Burton Kinsey y Cornelia Straith LaGrand. Los había casado un juez apellidado Stone, de la sala de apelaciones de Perdido, en una ceremonia celebrada en Santa Teresa a las cuatro de la tarde. Virginia Kinsey, mi tía Gin, había firmado como testigo. Así que habían estado juntos, los tres, en una sala de los juzgados y sin saber que veinte años más tarde marido y mujer habrían muerto. Que yo supiese, no había fotografías de la boda ni recuerdos de ninguna clase. Yo sólo había visto un par de fotos que habían sido tomadas años después. En alguna parte tenía un puñado de instantáneas de mi primera infancia, pero ninguna de las familias respectivas de mis padres. Comprendí entonces el vacío en que había vivido. Mientras que los demás tenían anécdotas, álbumes de fotos, cartas, objetos, regalos, toda la parafernalia de la tradición familiar, yo tenía poco menos que nada para enseñar. La idea de que la familia de mi madre, los Burton Kinsey, vivían aún en Lompoc, me producía curiosos sentimientos encontrados. ¿Y la familia de mi padre? En ningún momento había oído hablar de nadie que se apellidara Millhone.


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