Sufrí un repentino cambio de perspectiva. Comprendí de súbito el raro placer experimentado por no estar emparentada con nadie. En el fondo me las había ingeniado para sentirme superior a causa de mi aislamiento. No me lo había confesado abiertamente, pero saltaba a la vista que había convertido esta vicisitud en una forma de autosatisfacción. Yo no era el producto común y corriente de la clase media; no era un personaje de ningún complicado drama familiar, disputas, alianzas en la sombra, pactos secretos, tiranías mezquinas. Tampoco era un personaje de un cuento de hadas, naturalmente, pero nadie se preocupaba por eso. Yo era diferente. Especial. En el mejor de los casos era mi propia hechura; en el peor, el desventurado fruto de las peculiares ideas de mi tía sobre la educación de las niñas. En cualquier caso, me consideraba una marginada, una solitaria, que era lo que me convenía. Pero ahora tenía que afrontar las consecuencias de que existiese aquella célula familiar que me era del todo desconocida… si yo reclamaba la célula o si la célula me reclamaba a mí.

Rebobiné el carrete, lo saqué del chasis y lo dejé en el mostrador. Salí del edificio y crucé la calle rumbo al aparcamiento de tres plantas donde había dejado el coche. A la derecha tenía la biblioteca municipal, donde sabía que podía consultar la guía telefónica de Lompoc cuando quisiera. Pero ¿quería en el fondo? Me detuve a regañadientes y debatiéndome entre ambos extremos. Sólo es información, me dije. No tienes que tomar decisiones, sólo quieres saber.

Giré a la derecha, subí la escalinata y entré en el edificio. Volví a girar a la derecha y crucé los torniquetes que detectaban los libros robados. Los directorios de la ciudad y las guías telefónicas de las poblaciones de todo el estado se encontraban en la planta baja, a la izquierda de información. Cogí la guía de Lompoc y la hojeé sin moverme. No quería sentarme para no parecer interesada ante mí misma.

Sólo figuraba una persona apellidada Kinsey, pero no era Burton, sino Cornelia, la madre de mi madre, y se consignaba el número pero no la dirección. Cogí el Directorio Polk de Lompoc y de la base aérea Vandenberg y consulté la sección donde vienen los teléfonos ordenados según el prefijo. Cornelia vivía en Willow Avenue. Consulté el Directorio Polk del año anterior y vi junto a su nombre el de Burton. Era lógico deducir que entre un censo y otro se había quedado viuda. Vaya plan. Averiguaba que tenía abuelo y resulta que había fallecido. Tomé nota de la dirección en un cheque del final de mi talonario. La mitad de las personas que conozco utiliza cheques en vez de tarjetas. ¿Por qué las entidades bancarias no añadirán unas cuantas páginas en blanco para tomar notas? Guardé el talonario en el bolso y me olvidé de él. Ya decidiría más tarde.

Volví al bufete y entré por la puerta lateral. Al entrar en el despacho vi que parpadeaba el piloto del contestador automático. Apreté el botón de retroceso y me puse a abrir una ventana.

– Señorita Millhone, soy Harris Brown. Ahora estoy retirado, pero antes era teniente de la policía de Santa Teresa y acabo de recibir una llamada del teniente Whiteside, quien me ha dicho que busca usted a Wendell Jaffe. Creo que ya sabe usted que fue uno de los últimos casos en que trabajé antes de dejar el departamento y, si tiene usted la bondad de llamarme, me gustaría comentarle algunos detalles del asunto. Esta tarde estaré poco por casa, pero entre las dos y las tres y cuarto podrá usted localizarme en…

Cogí papel y bolígrafo y anoté el número. Consulté el reloj. Estupendo. Sólo era la una menos cuarto. Llamé a su casa por si estuviera allí casualmente. No hubo suerte. Volví a llamar a Renata Huff, pero tampoco ella estaba en casa. Aún tenía la mano en el teléfono cuando se puso a sonar.

– Investigaciones Kinsey Millhone -dije.

– ¿La señorita Millhome? -preguntó una mujer con voz cantarina.

– Yo misma -contesté con cautela. Seguro que querían venderme algo.

– Señorita Millhome, soy Patty Kravitz, de Telemarketing Sociedad Anónima. ¿Qué tal está? -Le habían enseñado que tenía que sonreír en aquel punto y por eso sonaba su voz tan cálida y cordial. Me recorrí las encías con la lengua.

– Estupendamente. ¿Y usted?

– Muy bien, gracias. Señorita Millhome, sabemos que es usted una persona muy ocupada, pero estamos haciendo una encuesta en relación con un producto nuevo y muy interesante, y nos gustaría que respondiera usted a unas preguntas. Por si le sirve de estímulo, le tenemos reservado ya un bonito premio. ¿Podemos contar con usted?

Distinguía rumor de voces en la animada estancia en que se encontrase aquella mujer.

– ¿De qué producto se trata?

– Lo siento, pero no nos permiten dar esa información. Estoy autorizada a decirle que es un servicio relacionado con los viajes aéreos y que dentro de unos meses se introducirá una idea nueva y revolucionaria en los viajes de placer y de negocios. ¿Nos permitiría usted robarle unos minutos a su apretada agenda?

– Bueno, adelante.

– Muchas gracias. Vamos a ver, señorita Millhome, ¿es usted soltera, casada, divorciada o viuda?

Me gustaba la sincera espontaneidad con que mi interlocutora leía el cuestionario que tenía ante sí.

– Viuda.

– Cuánto lo siento -dijo con talante práctico mientras pasaba a la siguiente pregunta-. La casa en que usted vive ¿es propia o la tiene en alquiler?

– Bueno, antes tenía dos casas -dije con indiferencia-. Una en Santa Teresa y otra en Fort Myers, Florida, pero al morir John tuve que vender la de Florida. Lo único que tengo en alquiler es un piso en Nueva York.

– Vaya.

– Sí, viajo mucho. Por eso respondo con mucho gusto a su encuesta. -Casi alcanzaba a oír las frenéticas señas que hacía con la mano a su jefe. Acababa de pescar un pez mediano de la jet set y podía necesitar ayuda.

Pasamos a continuación al tema de mis ingresos anuales, que no estarían mal, dado que había ganado fortuitamente un millón de la manera más tonta. Seguí revelándole verdades como puños para agilizar mis reflejos tergiversadores. Hasta que llegamos al punto en que sólo me hacía falta remitir un cheque por valor de treinta y nueve dólares con noventa y nueve para reclamar el premio que me había tocado: un equipaje completo consistente en nueve unidades de diseño y a juego, valorado en el mercado en más de seiscientos dólares. Llegó el turno de ponerme escéptica.

– ¿Bromea? -dije-. ¿No es un engaño? ¿Sólo he de abonar treinta y nueve con noventa y nueve? No me lo creo.

Me confirmó que la oferta era auténtica. El equipaje era gratis. Lo único que me pedían era que pagase los portes, que por lo demás podía abonar con la tarjeta de crédito si lo estimaba conveniente. Dijo que en menos de una hora podía mandar a mi casa a una persona para recoger el talón, pero me pareció más sencillo pagar con tarjeta. Le di un número inventado, que me repitió a continuación. Por su tono de voz era evidente que no salía de su asombro. Lo más probable es que yo fuera la única persona que no había herido sus sentimientos aquel día colgándole con brusquedad. Antes de que acabara la jornada laboral, la solícita encuestadora y sus compinches habrían cargado a mi cuenta todo lo que les diera la gana.

Engullí para comer un envase gigante de yogur desnatado e hice la siesta retrepada en la silla giratoria. Entre las persecuciones automovilísticas y los tiroteos, los detectives teníamos días así. Me incorporé a las dos y cogí el teléfono para llamar otra vez a Harris Brown.

Descolgaron al cuarto timbrazo.

– Harris Brown -dijo una voz masculina, malhumorada y jadeante.

Bajé los pies de la mesa y me presenté. Hubo un cambio en su tono y habló con normalidad.

– Le agradezco que haya llamado. Fue una sorpresa enterarme de que el sujeto había reaparecido.

– Bueno, aún no lo sabemos con seguridad matemática, pero yo estoy convencida. ¿Durante cuánto tiempo trabajó usted en el caso?


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