– De acuerdo, ningún problema. Tómese el tiempo que quiera -dijo. Tapó con la mano el auricular, mientras su interlocutor se ocupaba al parecer de otra cosa-. Tienes visita, la he hecho pasar a tu despacho. No te importa, ¿verdad? Si te llaman, recogeré el recado.

– ¿Para qué…?

Volvió a concentrarse en el teléfono y deduje que la otra persona había regresado al otro extremo del hilo. Me encogí de hombros y eché a andar por el pasillo que conducía al despacho, cuya puerta estaba abierta. Había una mujer asomada a la ventana, de espaldas a mí.

Me acerqué a la mesa y descargué el bolso en la silla.

– Buenas. Usted dirá qué se le ofrece.

Se giró en redondo y me miró con esa curiosidad que reservamos para cuando tenemos cerca a una celebridad.

Sin saber por qué me la quedé mirando del mismo modo. Éramos tan parecidas que habríamos podido pasar por hermanas. Su cara tenía la familiaridad que poseen las caras en los sueños; la reconocía, pero contemplada de cerca se desvanecía la impresión. Nuestros rasgos no eran idénticos en absoluto. No se parecía exactamente a mí, sino a la imagen que me formaba cuando pensaba que me parecía a otras personas. Al observarla de cerca, la semejanza se diluía. No tardé en advertir que éramos más diferentes que parecidas. Yo mido uno sesenta y siete y ella mediría diez centímetros menos; además, estaba más llenita, en el sentido de que comía con ganas y no hacía ejercicio. Venía haciendo footing desde hacía años y a veces era consciente de que los kilómetros que me había comido habían modificado mi constitución básica. Era pechugona y más ancha de caderas. Por otro lado, iba más arreglada. Imaginé por un momento el aspecto que tendría si pagara por un buen corte de pelo, conociera los rudimentos de la cosmética y me vistiera con gusto. Llevaba un conjunto de seda artificial de color crema: falda larga con fruncidos y una chaquetilla estilo rebeca, a juego con la falda, encima de una camiseta de tirantes, también de seda, del color del coral. La magia de la moda disimulaba parte de su gordura, ya que el ojo se perdía entre tanta línea flotante y vaporosa.

Sonrió y me tendió la mano.

– Qué tal, Kinsey. Me alegro de conocerte. Soy tu prima Liza.

– ¿Y cómo te has enterado? -pregunté-. Ayer mismo me enteré de que podía tener familia en la región.

– Yo también lo supe ayer. Bueno, no es del todo exacto. Lena Irwin llamó anoche a mi hermana Pam y celebramos una reunión en el acto. Lena estaba convencida de que eras de la familia. Mis dos hermanas querían coger el coche y venir a conocerte, pero al final pensamos que podía resultarte desconcertante. Además, Tasha tenía que volver a San Francisco y Pamela tiene tal barriga con eso del embarazo que está a punto de reventar.

Tres primas en un abrir y cerrar de ojos. Era demasiado. Cambié de conversación.

– ¿De qué conoces a Lena?

Hizo con la mano un ademán de despreocupación, idéntico al que yo había hecho cientos de veces.

– Tiene a la familia en Lompoc. En cuanto dijo que te había conocido, decidimos que había que venir a verte. Grand no sabe nada aún, pero seguro que querrá conocerte.

– ¿Grand?

– Ah, sí. Es la abuela Cornelia. Su apellido de soltera era LaGrand, pero siempre lo abreviamos. Todo el mundo la llama Grand. Es su apodo desde que éramos pequeñas.

– ¿Qué sabe de mí?

– Poca cosa en el fondo. Conocíamos tu nombre, naturalmente, pero ignorábamos dónde te encontrabas. Y todo por una pelea familiar que fue el colmo del absurdo. En su momento no, desde luego. Dios mío, por lo que me han contado, las hermanas se dividieron en dos bandos. A propósito, ¿he interrumpido tu trabajo? Habría tenido que preguntártelo antes.

– No, qué va -dije, mirando el reloj de soslayo. Faltaban tres horas para la cita con Brown-. Alison me ha dicho que atenderá mis llamadas, pero no creo que surja nada más importante que esto. Cuéntame lo de las hermanas.

– Eran cinco en total. Creo que también había un hermano, pero murió de pequeño. Pues bien, Grand y la tía Rita se pelearon y la familia se dividió. ¿De verdad que no te lo han contado?

– Ni una palabra -dije-. Aún me pregunto si no te habrás confundido de persona.

– No digas eso -dijo-. Tu madre se apellidaba Kinsey. Rita Cynthia, ¿verdad? Tenía una hermana que se llamaba Virginia. La llamábamos tía Gin y a veces Gin Gin.

– Yo también -dije con desánimo. Desde siempre había creído que era un nombre inventado por mí.

– A ella la conocía menos -prosiguió Liza- por culpa del extrañamiento entre ellas dos y Grand, que este año cumplirá ochenta y ocho y que tiene un genio que para qué. Bueno, está prácticamente ciega y no goza de buena salud, pero para su edad está muy bien. Creo que ninguna de las dos volvió a dirigirle la palabra a Grand, pero la tía Gin acabó por romper el hielo y las hermanas se reconciliaron. Todo el mundo temblaba de miedo ante la posibilidad de que Grand se enterase, pero creo que no sucedió. Por cierto, mi madre se llama Susanna. Era la pequeña de la familia. ¿Puedo sentarme?

– Perdona. Sí, por favor. ¿Te apetece un café?

– No, gracias, está bien así. Siento mucho haber entrado de sopetón para atosigarte con todas estas cosas. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí. Tu madre era la mayor y la mía la menor. Sólo quedan dos con vida, mi madre, que tiene cincuenta y ocho años, y la que nació inmediatamente antes que ella, Maura, que tiene sesenta y uno. Sarah murió hace cinco años. No paro de contarte desgracias; perdóname, chica. Pensábamos que ya lo sabías.

– ¿Y Burton… el abuelo Kinsey?

– También está muerto. Falleció hace sólo un año, aunque, claro, estaba enfermo desde hacía mucho. -Lo dijo como si yo hubiera tenido que estar al tanto de la naturaleza de su enfermedad. No presté atención. No quería concentrarme en los pormenores cuando aún tenía que adaptarme a la imagen general.

– ¿Cuántos primos somos?

– Bueno, estamos nosotras tres; Maura tiene dos hijas, Delia y Eleanor; Sarah cuatro, mujeres también.

– ¿Y todas vivís en Lompoc?

– Todas no -dijo-. Tres hijas de las hijas de Sarah viven en la costa atlántica. Una está casada, dos en la universidad y de la cuarta no sabría decirte. Creo que es la oveja negra de la familia. Las de Maura viven en Lompoc. De hecho, Maura y mi madre vivían a cinco calles de distancia. Era parte del plan general de Grand. -Se echó a reír y vi que tenía la dentadura idéntica a la mía, blanquísima y completa-. Pero será mejor que proceda poco a poco o te morirás de la impresión.

– Te aseguro que estoy a punto.

Se echó a reír otra vez. Había algo en la primita que me ponía nerviosa. Al parecer le hacía muchísima gracia precisamente lo que a mí no me hacía ninguna. Yo me esforzaba por asimilar la información que me daba, por captar su significado, por ser educada y emitir todas las exclamaciones e interjecciones de rigor. Pero, si he de ser franca, me sentía aturdida y su actitud desenfadada y llena de sobrentendidos no mejoraba las cosas. Me removí en la silla y levanté la mano como una alumna en clase.

– ¿Sería pedirte mucho que te detuvieras y volvieses al principio?

– Perdona. Tienes que estar muy confusa, pobrecilla. Mejor habría sido confiar la misión a Tasha. Tendría que haber pospuesto el vuelo. Sabía que iba a meter la pata, pero no hubo más remedio. Bueno, lo de la fuga de tu madre lo tienes que saber; te lo tuvieron que contar. -Lo daba por sentado, como se da por sentado que todo el mundo sabe que la Tierra es redonda.

Volví a negar con la cabeza; empezaba a sentirme ya como esos muñecos de cabeza bamboleante que vemos en la ventanilla trasera de los coches.

– Tenía cinco años cuando murieron mis padres en el accidente. Tía Gin se ocupó de mí, pero no me contó ningún episodio relacionado con la historia de la familia, ninguno en absoluto. Prosigue, por favor, pero sobre la base de que soy más ignorante que una calabaza.


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