– Angela María. Ojalá me acuerde de todo. Mira, yo empiezo a contarte y si hay algo que no entiendes, interrúmpeme con entera libertad. Pues verás, el abuelo Kinsey era un ricachón. Su familia explotaba yacimientos de diatomita y transformaba ésta con fines industriales. La diatomita es, básicamente, lo que se emplea para fabricar tierra de diatomeas. ¿Sabes lo que es?

– Un medio de filtración, ¿no?

– Exacto. Los yacimientos de diatomita de Lompoc se cuentan entre los más grandes y puros del mundo. Hace años que los Kinsey son propietarios de la empresa explotadora. Parece que también la abuela procede de familia acaudalada, pero no habla mucho al respecto y por lo tanto no podría darte detalles. De soltera se apellidaba LaGrand. Que yo recuerde, siempre se la ha llamado Grand. Pero esto ya te lo he contado. El caso es que Grand y el abuelo tuvieron seis hijos, el niño que murió y luego las cinco hermanas. La primera que nació fue Rita Cynthia. Era la preferida de Grand, probablemente porque se parecían mucho. Supongo que fue una niña mimada… por lo menos eso dice la tradición, una revoltosa de tomo y lomo. Frustró por completo todas las expectativas de Grand. En consecuencia, pasó a ser como si dijéramos la leyenda de la familia. La santa patrona de la liberación. Los demás, sobrinos y sobrinas, la tomamos como un símbolo de independencia y genialidad, el elemento contestatario, la mujer emancipada que nuestras madres habrían querido ser. Rita Cynthia hizo un desplante a Grand, que en aquella época era de armas tomar. Inflexible, clasista, criticona y dominante. Educó a sus hijas para que fueran autómatas de la elegancia. No me malinterpretes. Podía ser muy generosa, pero sin soltar casi nunca las riendas. Te costeaba los estudios, pero tenías que ir al centro más cercano o donde ella dijera. Con las casas ocurría lo mismo. Te regalaba la entrada e incluso avalaba el préstamo, pero a condición de que el lugar estuviese a menos de seis calles de distancia. Se le partió el corazón cuando tía Rita se fue.

– ¿Qué ocurrió?

– Ahí es adónde voy. Lo primero sucedió cuando Rita fue presentada en sociedad en 1935, el 5 de julio…

– ¿Mi madre fue presentada en sociedad? ¿De veras fue presentada y te acuerdas de la fecha? Chica, tú tienes memoria de elefante.

– No, no, no. Todo forma parte de la historia. La familia entera lo sabe. Es como el cuento de Blancanieves o el de Pulgarcito. Lo que pasó fue que Grand tenía doce servilleteros de plata que llevaban grabado el nombre de Rita Cynthia y la fecha de su presentación en sociedad. Quería que tu madre inaugurase una tradición que continuarían las restantes hermanas; pero no resultó. Organizó una fiesta por todo lo alto y lo dispuso todo para que Rita conociera a un pelotón de solteros de oro. La flor y nata, oye.

– ¿En Lompoc?

– No, por Dios, no. Acudieron de todas partes. De Marin County, de Walnut Creek, de San Francisco, de Atherton, de Los Angeles, de todas partes. Grand había cifrado sus esperanzas en «casar bien» a Rita, como solía decirse entonces. Pero Rita se enamoró de tu padre, que también estuvo en la fiesta, pero sirviendo canapés y bebidas.

– ¿De camarero?

– Como lo oyes. Un amigo suyo trabajaba en la empresa proveedora y le dijo que le echara una mano. Tía Rita y Randy Millhone empezaron a verse en secreto. Era en plena Depresión y el verdadero trabajo de tu padre era en la central de Correos de Santa Teresa. Es decir, que en realidad no era camarero.

– Uf, gracias a Dios -dije, pero no captó la ironía-. ¿Qué hacía en Correos?

– Pues repartir cartas; era cartero, «un sirviente incivil», como solía decir Grand con la nariz muy alta. Desde su punto de vista, era un blanco de mala muerte… demasiado mayor para Rita y de clase baja. Averiguó que se veían y le dio un soponcio, pero ya no podía hacer nada. Rita tenía dieciocho años y era más terca que una mula. Cuanto más se quejaba Grand, más seguía la otra en sus trece. En noviembre ya se había ido. Se fugó de casa y se casó con Randy sin decírselo a nadie.

– A Virginia sí.

– ¿Estás segura?

– Y tanto. Tía Gin fue uno de los testigos de la ceremonia.

– Pues no lo sabía, oye. Pero tiene su lógica. El caso es que cuando Grand lo supo, la desheredó. No pensaba darle ni los servilleteros de plata.

– Un destino peor que la muerte.

– Sí, algo así tenía que parecer en la época -dijo-. No sé lo que la abuela haría con los demás, pero había uno por el que todas nos peleábamos en las reuniones de familia. Grand tenía una colección entera de servilleteros heterogéneos, de diferentes estilos y con monogramas variados, y todos de plata de ley -añadió-. Antes de las comidas, si según ella habías sido desobediente, maleducada o lo que fuera, te obligaba a utilizar el servilletero de Rita Cynthia. Para la abuela era desprestigiante, su forma de poner en evidencia a quien se desmandara, de poner en ridículo a todas las chicas, pero acabábamos peleándonos por conquistar el privilegio. Para nosotras era una distinción utilizarlo. Rita Cynthia era la única de la familia que se había ido dando un portazo y para nosotras era una heroína. Nos reuníamos en secreto y nos peleábamos para tener el derecho de ser Rita Cynthia. Quien ganaba se las arreglaba para hacer alguna trastada. No fallaba nunca. Grand aparecía hecha una furia y la obligaba a utilizar el servilletero. La madre de todas las desgracias, pero para nosotras era divertidísimo.

– ¿Y no había alguien que se opusiera a todo ese tejemaneje vuestro?

– Qué va, la abuela no lo sabía. Por entonces ya veía muy poco y, además, teníamos mucho cuidado. Esto era lo mejor del juego. Creo que ni siquiera nuestras madres se daban cuenta. Y si se daban cuenta, seguramente se reían en privado. Rita era su preferida; Virginia le seguía de cerca. Fue lo más antipático que trajo la deserción de Rita. No sólo la perdimos a ella, sino que, en un noventa por ciento, perdimos también a Gin.

– Vaya -dije, aunque sin oír apenas mi propia voz. Me sentía como paralizada. Liza no podía ni imaginar hasta qué punto me afectaba aquella historia. Mi madre nunca había sido para ellas una persona de carne y hueso. Era un ritual, un símbolo, un objeto por el que competir, el hueso que se disputa una jauría de perros rabiosos. Carraspeé-. ¿Por qué se dirigían a Lompoc? -Esta vez fue Liza la que quedó desconcertada. Lo leí en sus ojos-. Mis padres murieron camino de Lompoc -dije pausadamente, como si tradujera la frase a un extranjero-. Si habían roto con la familia, ¿por qué iban allí?

– No lo sé, chica. Igual tenía que ver con el reencuentro que preparaba tía Gin. -Tuve que mirarla de un modo muy particular porque las mejillas se le encendieron de súbito-. Tal vez sea mejor esperar a que vuelva Tasha. Nos visita cada quince días. Podrá informarte mucho mejor que yo.

– ¿Y los años transcurridos entre un acontecimiento y otro? ¿Por qué nadie dio el primer paso reconciliador?

– Bueno, estoy segura de que lo intentaron. Por lo menos sé que lo querían dar. Hablaban mucho por teléfono con tía Gin, por eso sabíamos que estabais aquí. Además, a lo hecho pecho. A mi madre, a Maura y a tío Walter les alegrará saber que nos hemos visto. Oye, tienes que venir a Lompoc.

Me di cuenta de que a mi cara le sucedía algo raro.

– ¿No se os ocurrió ningún motivo para venir a Santa Teresa cuando murió tía Gin?

– Vaya por Dios, estás resentida. Chica, me siento fatal. ¿Qué te ocurre?

– Nada, es que acabo de recordar que tengo una cita -dije. Sólo eran las nueve y veinticinco. La crónica familiar que me había contado Liza había durado menos de media hora-. Me temo que tendremos que terminar la charla en otro momento.

Se puso a trastear en el acto con el bolso y el mapa.

– Entonces será mejor que me ponga en camino. Habría tenido que llamarte por anticipado, pero, no sé, prefería darte una sorpresa. No te habrá ofendido, ¿verdad?


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