– Tranquila, mujer.

– Llámanos, por favor. O te llamo yo y volvemos a vernos. Tasha es mayor que yo. Conoce mejor la historia y tal vez pueda darte todos los detalles. Todos queríamos mucho a Rita Cynthia. De verdad.

Cuando me di cuenta ya se había ido. Cerré la puerta y corrí a la ventana. Una tapia blanca seguía el ondulado perímetro de las fincas de la parte trasera y de su cima caían las buganvillas como una cascada purpúrea. En teoría, había ganado una familia al completo, una suerte bárbara si hay que creer en las revistas femeninas. En el crudo plano de la realidad me sentía como si me hubieran robado algo muy querido, un motivo argumental que aparece en muchas novelas policíacas.

17

La cafetería elegida por Harris Brown para nuestra confrontación de corazonadas era un laberinto de espacios intercomunicados con un gigantesco roble en el centro. Dejé el coche en el aparcamiento que había al lado y entré por la puerta T. Había bancos a ambos lados de un pasillo que hacía las veces de sala de espera donde los clientes permanecían sentados hasta que se les llamaba. El negocio declinaba y en el pasillo no había más que macetas de ficus a los lados y una especie de atril al fondo. La fila de ventanas que había a ambos lados del corredor permitía ver a los clientes que comían en los comedores laterales del complejo.

Di mi nombre a la camarera, una negra sesentona cuyo comportamiento sugería que estaba malgastando allí su formación. La oferta de trabajo era escasa en la localidad y seguramente daba gracias por haber conseguido aquel empleo. Al acercarme a su área vi que cogía un menú.

– Soy Kinsey Millhone y he quedado para comer aquí con un hombre llamado Harris Brown, pero antes quisiera ir al lavabo. ¿Sería usted tan amable de asignarle mesa si llegara antes de que volviese yo? Se lo agradecería.

– Desde luego que sí -dijo-. ¿Sabe por dónde se va al lavabo de señoras?

– Encontraré el camino, no se preocupe -contesté sin saber lo que decía, pobre de mí.

Habría tenido que llevar un plano o dejar un reguero de migas de pan tras de mí. Primero desemboqué en un cuarto trastero lleno de fregonas y luego crucé una puerta que conducía a la salida trasera. Deshice lo andado y miré a mi alrededor. Vi un rótulo en forma de flecha que señalaba a la derecha: TELÉFONOS. SERVICIOS. Una pista por fin. Encontré la puerta correspondiente, que por toda indicación ostentaba el perfil de un zapato de tacón alto. Solucioné la necesidad con premura y volví a la entrada. Llegué en el momento en que la camarera regresaba a su puesto de observación. Me señaló el comedor de la izquierda, un ala del establecimiento que discurría en sentido paralelo al pasillo de la entrada.

– Segunda mesa a la derecha.

Casi sin pensar, miré por las dos ventanas contiguas y vi a Harris Brown quitándose la americana. Retrocedí un paso de manera instintiva y medio me oculté detrás de un ficus. Miré a la camarera y señalé al hombre con el pulgar.

– ¿Ése es Harris Brown?

– Ha preguntado por Kinsey Millhone -dijo la camarera.

Protegida por el ficus, asomé la cabeza para mirarle. No, no había ninguna confusión. En particular porque era el único hombre que había en los alrededores. Harris Brown, el teniente de policía jubilado, era el borracho a quien había visto en el balcón del hotel de Viento Negro hacía menos de una semana. ¿Qué pasaba aquí? Sabía que había investigado la aventura fraudulenta de Jaffe, pero hacía varios años. ¿Cómo había dado con la pista de Wendell Jaffe y qué estaba haciendo en México? Y lo que era más conflictivo aún: ¿no tenía motivos acaso para preguntarme a mí lo mismo? Seguramente recordaría mi representación del papel de puta barata y aunque no había sucedido nada de lo que avergonzarse, no se me ocurría nada para explicarle mi repentina aparición en su balcón. Mientras no supiera lo que estaba pasando, no estaría segura de que me conviniera hablar con aquel hombre.

La camarera me observaba con desconcierto.

– Es demasiado mayor, ¿verdad? Habría tenido que advertirla.

– ¿Lo conoce?

– Solía venir por aquí cuando trabajaba en la policía. Todos los domingos, al salir de la iglesia, se presentaba con la mujer y los hijos.

– ¿Cuánto hace que trabaja usted aquí?

– El establecimiento es mío, querida. Samuel y yo lo compramos en 1965; Sam es mi marido. -Noté que me ardía la cara, aunque era imposible que la mujer supiese el motivo. Cuando me sonrió se le formaron sendos hoyuelos en las mejillas-. Ahora caigo -añadió-. Usted pensaba que trabajaba en este lugar porque atravesaba un periodo de vacas flacas.

Me eché a reír, confusa por resultar tan transparente.

– Y no sólo eso, sino que encima supuse que había tenido usted suerte por conseguir el empleo.

– Y no se equivocó, por lo menos hasta cierto punto. Ya me gustaría que viniera más gente. Me queda el consuelo de conservar viejos amigos como el señor Brown, aunque ya no viene tanto como antes. ¿De qué se trata? ¿Un tercero le ha concertado una «cita a ciegas» con él?

Durante un momento no supe qué decir.

– Pero ¿no estaba casado?

– Sí, lo estuvo hasta que se murió su mujer. Mire, lo primero que he pensado es que a ustedes dos les han arreglado este encuentro; y ahora no le gusta a usted el individuo.

– La cosa es un poco más complicada. Veamos… ¿podría usted hacerme un favor? -dije-. Voy a ir al aparcamiento, a la cabina telefónica. Cuando llame y pregunte por él, ¿le importaría decirle que se ponga al habla?

Me miró con recelo.

– No irá a reírse de él, ¿verdad?

– Se lo juro. Mire, esto no tiene nada que ver ni con ligues ni con prostitución, se lo digo en serio.

– Mientras no sea una burla… Yo me lavo las manos.

– Palabra de girl scout -dije, llevándome dos dedos a la sien.

Me entregó un menú de regalo que parecía un calendario de bolsillo.

– El teléfono figura en la parte superior -dijo.

– Gracias.

Anduve hacia la salida con la cara vuelta y me dirigí a la cabina telefónica que había en la esquina del aparcamiento. Dejé el menú en el minimostrador que había debajo del aparato, saqué una moneda y la introduje por la ranura. La camarera respondió al segundo timbrazo.

– ¿Oiga? -dije-. Creo que hay una persona llamada Harris Brown en…

– Voy a avisarle -repuso, interrumpiéndome con voz amable.

Brown se puso al otro lado del hilo al cabo de un momento y con la misma voz malhumorada e impaciente de que había hecho gala al hablar conmigo por primera vez. Sus modales habrían encajado perfectamente en un cobrador de morosos.

– Sí.

– Hola, teniente Brown. Soy Kinsey Millhone.

– Y yo Harris -dijo con brusquedad.

– Tiene usted que perdonarme, Harris. Quise avisarle esta mañana, antes de que saliera, pero no pude localizarle. Ha surgido un imprevisto y no tengo más remedio que darle plantón. Ya le llamaré otro día para ver qué puede hacerse.

Su disposición espiritual pareció normalizarse, lo que no dejaba de ser inquietante si se piensa que le estaba obligando a comer solo sin aviso previo.

– Tranquila -dijo-. Llámeme cuando le venga bien. -Con toda tranquilidad, con amabilidad incluso. En algún rincón de mi cabeza dejó de repiquetear un timbre de alarma, pero seguí adelante con la farsa.

– Gracias, es usted muy comprensivo y le pido perdón por la molestia.

– No se preocupe. Ah, quería decirle que me interesaría tener unas palabras con el antiguo socio de Wendell. Creo que puede saber algo. ¿Ha podido localizarle?

A punto estuve de decírselo, pero me contuve a tiempo. Claro. De eso se trataba. El bueno de Harris estaba con la mano en la pistolera y quería pasar por encima de mí para atrapar él sólito a Wendell. Levanté la voz.

– ¿Oiga? -Dejé transcurrir dos segundos-. Oigaaaa.


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