– ¿Oiga? -repitió.

– ¿Está usted ahí? ¿Oiga?

– Sí, estoy aquí -gritó.

– ¿Podría hablar más alto? No le oigo. Pero ¿qué le pasará a este cacharro? Esto es terrorismo puro. ¿Oiga? ¿Me oye?

– La oigo perfectamente. ¿Me oye usted a mí?

– ¿Qué?

– Pregunto si sabe usted cómo localizar a Carl Eckert. No consigo averiguar dónde para actualmente.

Cogí el auricular y golpeé con él el minimostrador.

– ¡Oigaaaa! ¡No le oigo! -exclamé-. ¿Oiga? -Y a continuación, como si estuviera furiosa-: ¡Maldita sea! -Y colgué con fuerza.

Volví a descolgar cuando se cortó la comunicación. Me quedé donde estaba, con la cara gacha, fingiendo hablar con abundancia de ademanes, mientras observaba de reojo la puerta del establecimiento. Momentos después le vi salir, recorrer el aparcamiento y subir a un Ford desvencijado. Habría podido seguirle, pero ¿con qué objeto? Tal como estaban las cosas, no creía que fuera a ningún lugar digno de interés. Estaría mucho más localizable en lo sucesivo, dado que iba detrás de un dato que estaba en mi poder.

Al abrir la portezuela de mi Escarabajo vi que la camarera me miraba por la ventana. Durante unos segundos no supe si volver sobre mis pasos para contarle una película de marcianos, cualquier cosa que la impidiera llamar a Brown para contarle la verdad sobre mi faena. Por otro lado, tampoco quería hinchar la historia más de lo que sugerían las apariencias. Lo más seguro es que Brown sólo apareciera por el lugar cada dos o tres meses. ¿Por qué resaltar un episodio que yo prefería que la señora olvidase?

Volví al bufete después de dar infinitas vueltas a la manzana para encontrar un sitio donde dejar el coche. Me da miedo calcular el tiempo que derrocho todos los días en estos menesteres. A veces me cruzo con Alison o con Jim Thicket, el pasante, que van en dirección opuesta y tan deseosos como yo de meterse en el primer hueco visible. Ojalá ganase Lonnie un caso de los buenos y nos instalara un aparcamiento privado para nosotros solos. Al final desistí y me introduje en el garaje que hay junto a la biblioteca municipal. Tendría que estar atenta al reloj para recoger el vehículo antes de que transcurrieran los primeros noventa minutos, que eran gratis. Dios me libre de pagar un solo dólar en aparcamientos si puedo evitarlo.

Ya que estaba allí, entré en el autoservicio y compré algo de comida. La previsión meteorológica que había oído en la radio del coche era jerga pura: ciclones, anticiclones, isóbaras y porcentajes; de donde infería que el hombre del tiempo sabía tanto como yo lo que iba a ocurrir. Me adentré en los jardines del Palacio de Justicia y busqué un sitio vacío y a cubierto. El cielo estaba nublado, el aire más bien fresco, los árboles goteaban todavía a causa de la lluvia que había caído por la noche. Por el momento no llovía y la hierba de aquellos jardines situados por debajo del nivel de la calle olía igual que un cementerio de algas.

Una guía turística de pelo blanco iba en cabeza de un grupo de visitantes que cruzaba en aquellos momentos el gran arco de piedra enlucida que daba a la calle. En estos jardines solía comer con Jonah en la época de nuestro romance. Ahora me resultaba difícil recordar en qué consistía su atractivo. Me comí lo que había comprado, metí los papeles arrugados y la lata de Pepsi vacía en la bolsa de papel y la tiré a la primera papelera que vi. Como si se tratase de una escena preparada, vi que Jonah avanzaba hacia mí por el césped empapado de los jardines. Tenía un aspecto estupendo a pesar de que, desde mi punto de vista, no era un nombre feliz. Alto, bien vestido, con una pincelada gris en el pelo castaño oscuro, a la altura de las sienes. No me había visto aún. Iba con la cabeza gacha y llevaba en la mano una bolsa marrón. Aunque me tentaba la idea de escabullirme, la verdad es que no podía mover los pies y no dejaba de preguntarme cuánto tardaría en advertir mi presencia. Alzó la cabeza y me miró sin reconocerme. Aguardé inmóvil y con un ligero brote de malestar. Se detuvo en seco a tres metros de distancia. Tenía briznas de hierba húmeda pegadas a los zapatos.

– Qué casualidad. ¿Cómo te va la vida?

– Bien -dije-. ¿Y a ti?

Parecía sonreír a la fuerza y con cierta turbación.

– Creo que estas preguntas ya nos las hicimos por teléfono hace unos días.

– Estamos en nuestro derecho -dije-. ¿Qué haces aquí?

Se quedó mirando la bolsa que llevaba en la mano como si estuviera confuso.

– Voy a comer con Camilla.

– Ah, claro. Trabaja aquí. Bueno, la situación os viene bien a los dos, ya que Jefatura está aquí al lado. Os podéis llevar mutuamente al trabajo en coche. -Me conocía lo suficiente para hacer caso del sarcasmo, que me salió de manera automática y sin segundas intenciones.

– No conoces a Camilla, ¿verdad? ¿Y si comiéramos los tres juntos? Camilla vendrá enseguida, en cuanto sea hora de salir.

– Gracias, pero tengo cosas que hacer -dije-. Además, no creo que a ella le interese. En otra ocasión quizá. -Jonah, por el amor de Dios, coge la indirecta, pensé. No me extraña que Camilla estuviera siempre cabreada con él.

¿Qué esposa quiere conocer a la mujer con quien se ha divertido el marido durante sus últimas crisis matrimoniales?

– Bueno, me alegro de haberte visto. Tienes buen aspecto -dijo al alejarse.

– Jonah, quiero hacerte una pregunta. Es sobre algo en lo que a lo mejor puedes ayudarme.

Se detuvo.

– Adelante.

– ¿Qué sabes del teniente Brown?

La pregunta pareció sorprenderle.

– No sé, un poco. ¿Qué te interesa en concreto?

– ¿Recuerdas que te conté que LFC me había contratado para comprobar si efectivamente Wendell Jaffe se encontraba en México?

– Sí.

– Pues Harris Brown estaba allí también. En la habitación contigua la de Jaffe.

Se quedó atónito.

– ¿Estás segura?

– No te miento, Jonah, y últimamente no sufro alucinaciones. Era él. Lo tuve así de cerca -y me puse la mano delante de la cara. Pasé por alto el detalle de que le había besado en el morro. Aún me daba escalofríos recordarlo.

– Bueno, supongo que estaría investigando por su cuenta -dijo-. No creo que haya nada malo en ello. Han pasado varios años, pero siempre tuvo fama de perdiguero.

– Vamos, que es de los que no abandonan -dije.

– Ni aunque lo cuelguen. Ve un pájaro de cuenta a lo lejos y no para hasta que lo tiene entre los dientes.

– ¿Puede utilizar los bancos de datos de la policía si está retirado?

– Oficialmente, creo que no; pero seguro que aún tiene amigos en el departamento que le ayudarían si se lo pidiera. ¿Por qué?

– No me explico cómo pudo dar con Wendell sin acceder a los bancos de datos.

Se encogió de hombros, sin dar mayor importancia al asunto.

– No me consta que tengamos esa información, de lo contrario lo detendríamos. Si el Fulano sigue vivo, hay un montón de preguntas que nos gustaría hacerle.

– Tuvo que sacar la información de alguna parte -dije.

– Vamos, vamos. Brown ha trabajado en la policía durante treinta y cinco o cuarenta años. Sabe cómo obtener información. Tiene recursos propios. Puede que alguien le diera el soplo.

– Pero ¿por qué a él? ¿Por qué no a alguien del departamento?

Se me quedó mirando y advertí que había puesto en marcha las turbinas del cerebro.

– Así, de pronto, no sabría decirte. Personalmente creo que estás hinchando el asunto, pero puedo hacer averiguaciones.

– Con discreción -le avisé.

– Toda la del mundo -dijo.

Empecé a retroceder con lentitud. Al final me di la vuelta y seguí andando. No quería caer otra vez en la órbita de Jonah. Nunca había comprendido la química que se había desatado entre nosotros. Aunque la relación parecía ya muerta, ignoraba qué había encendido la chispa al principio. Por lo que a mí respectaba, la simple proximidad podía ponerlo todo otra vez en movimiento. No me convenía aquel hombre y prefería tenerlo a distancia. Volví la cabeza y vi que me seguía con la mirada.


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