A las dos y cuarto sonó el teléfono de mi despacho.

– ¿Kinsey? Soy Jonah.

– Pues pareces Jimmy el rápido -dije.

– Es que hay muy poco de que informar. Se rumorea que abandonó el caso porque tenía en el asunto intereses personales que interferían en el desempeño del oficio. Invirtió todo el retiro en CSL y perdió hasta la camisa. Parece que los hijos pusieron el grito en el cielo porque había fundido todos sus ahorros. La mujer lo dejó y al cabo del tiempo cayó enferma. Al final murió de cáncer. Los hijos siguen sin dirigirle la palabra. Un culebrón.

– Pero interesante -dije-. ¿Cabe la posibilidad de que le hayan autorizado a continuar el caso?

– ¿Quién?

– No sé. El jefe superior, la CIA, el FBI…

– No creo. No hay precedentes. Lleva retirado más de un año. Nuestro presupuesto apenas da para comprar grapas. ¿De dónde obtendría los fondos? Créeme, el Departamento de Policía de Santa Teresa no gastaría ni un centavo en la búsqueda de un sujeto que a lo mejor es culpable de un delito cometido hace un lustro. Si apareciera, tendríamos unas palabras con él, pero nadie malgastaría el tiempo en una cosa así. Jaffe no le importa a nadie. Ni siquiera había orden de busca y captura contra él.

– No te enteras -repliqué-. Ahora sí la hay.

– Pues seguro que es eso lo que ha movilizado a Brown por cuenta propia.

– O sea que aún no sabemos dónde está su fuente de información.

– Puede que sea el mismo individuo que lo comunicó a La Fidelidad de California. A lo mejor se conocen.

Aquello tenía más sentido.

– ¿Te refieres a Dick Mills? Pues es verdad. Si sabía que Brown estaba interesado, puede que se lo contara. Veré si puedo enterarme de algo por este conducto. Has tenido una buena idea.

– Cuéntame lo que averigües. Me gustaría saber de qué va todo esto.

En cuanto colgó llamé a La Fidelidad de California y pregunté por Mac Voorhies. Mientras esperaba a que terminara de hablar con otra persona, me puse a meditar sobre mis malas artes. No es que estuviese arrepentida, pero tenía que tener en cuenta todas las consecuencias negativas.

Por ejemplo tendría que contarle a Mac por lo menos un poco de lo sucedido durante mi encuentro con Harris Brown en Viento Negro, pero ¿cómo hacerlo sin confesar mis pecados? Mac me conoce de sobra y no se le escapa que me salto las normas de vez en cuando, pero no le gusta que le suelten en la cara los pormenores. Al igual que a la mayoría de las personas, le gusta la pintoresca variedad del prójimo, pero no que ésta interfiera en su vida.

– Mac Voorhies -dijo.

No había acabado aún de inventar ninguna coartada, lo que significaba que iba a tener que avanzar a trancas y barrancas y contarle parte de la verdad tal como yo la veía. La mejor estrategia en estos casos consiste en apelar a nuestro férreo sentido de la sinceridad y la virtud, aunque no nos respalde ninguna buena obra. Además, he notado que si cuando hablas con otra persona finges hacerle confidencias, el interlocutor tiende a conceder mucha credibilidad a la revelación.

– Hola, Mac. Soy Kinsey. Las cosas han tomado un curso interesante y he pensado que tienes que estar al tanto. Parece que, hace cinco años, cuando se hizo pública la desaparición de Wendell, se encargó del caso un agente del Departamento de Policía de Santa Teresa llamado Harris Brown.

– Me suena el nombre. Creo que he hablado con él un par de veces -apuntó Mac-. ¿Tienes problemas con él?

– Puede que sí -dije-. Lo llamé hace un par de días y se mostró muy servicial. Teníamos que vernos hoy para comer, pero al llegar al lugar de la cita y ver al individuo, me di cuenta de que lo había visto en Viento Negro, en el mismo hotel en que se hospedaba Wendell Jaffe.

– ¿Y qué hacía allí?

– Eso es lo que quiero averiguar -dije-. No soy ninguna entusiasta de las coincidencias. En cuanto me di cuenta de que era el mismo sujeto, salí del establecimiento y cancelé la cita telefónicamente. Inventé un pretexto para no perder el contacto con él. Luego pedí a un policía que conozco que hiciera averiguaciones en el departamento y acaba de decirme que Brown perdió un buen fajo de billetes cuando se vino abajo la operación financiera de Wendell.

– Ya.

– El poli dice que a lo mejor Brown y Dick Mills se conocían de antes. Si Dick sabía que Harris Brown tenía un interés especial en el caso, puede que le comunicara el paradero de Wendell al mismo tiempo que a ti.

– Se lo preguntaré.

– ¿De verdad lo harás? Te lo agradezco mucho -dije-. Yo no lo conozco en persona y seguramente se mostrará más locuaz si le hablas tú.

– Tranquila. Yo me encargo de eso. ¿Y Wendell? ¿Tienes ya alguna pista?

– Estoy cada vez más cerca -dije-. Sé dónde vive Renata y él no puede andar muy lejos.

– Supongo que ya estás enterada de lo del chico.

– ¿Brian? ¿Ha pasado algo?

– Oh, sí. Te gustará. Lo he oído en la radio al volver de comer. Hubo un fallo informático en la cárcel. Dejaron salir a Brian Jaffe esta mañana y desde entonces nadie sabe nada de él.

18

Volví a circular por la carretera. Empezaba ya a creer que las torturas del Infierno se resumían en aquel circuito interminable entre Santa Teresa y Perdido. Al doblar la esquina para entrar en la calle de Dana Jaffe, vi aparcado delante de la casa un vehículo de la Comisaría del Sheriff del Condado. Aparqué en la acera de enfrente, unas casas más allá, y busqué signos de vida en el porche. Llevaría allí diez minutos cuando vi al vecino de Dana, Jerry Irwin, que volvía de su footing vespertino. Corría apoyándose en el pulpejo de los pies, casi de puntillas, con la misma inclinación de la espalda que cuando se movía normalmente. Llevaba pantalón corto a cuadros, camiseta blanca, calcetines negros y calzado deportivo. Tenía la cara rojiza, el pelo gris se le había apelmazado a causa del sudor y llevaba las gafas sujetas con una goma redonda que se le clavaba en la carne. Recorrió en un arranque el trecho que le quedaba con movimientos desgarbados que parecían los saltitos afectados e irregulares que daría una persona que corriese descalza sobre alquitrán caliente. Bajé el cristal de la ventanilla del copiloto.

– Eh, Jerry. ¿Qué tal estamos? Soy Kinsey Millhone.

Se inclinó hacia delante jadeando y apoyó las manos en las huesudas rodillas mientras recuperaba el aliento. Por la ventanilla entró una vaharada de sudor.

– Muy bien. -Uf, aj, uf-. Un minuto. -Así no iba a parecer nunca un atleta. Más bien tenía aspecto de un hombre que está a punto de mirar a los ojos a la muerte. Se puso las manos en la cintura y se echó atrás exclamando: «¡Uaaah!». Aún le faltaba el aliento, pero se las arregló para recuperar la compostura. Se me quedó mirando con la cara contorsionada por el esfuerzo. Las gafas empezaban a empañársele-. Iba a llamarla. Hace un rato me ha parecido ver a Wendell por los alrededores.

– ¿En serio? -dije-. Ande, suba. -Quité el seguro de la portezuela, la abrió y se deslizó en el asiento.

– Bueno, no estoy totalmente seguro, pero se le parecía muchísimo y llamé a la policía. Ha venido un ayudante del sheriff. ¿No lo ha visto?

Volví a mirar el porche de Dana, que seguía desierto.

– Sí, lo veo, lo veo. ¿Se ha enterado de lo de Brian?

– A ese muchacho tiene que protegerle el ángel de la guarda -dijo Jerry-. ¿Cree usted que volverá a su casa?

– Es difícil saberlo. Sería una estupidez… su casa es el primer lugar donde le buscará la policía -dije-. Aunque puede que no tenga otra alternativa.

– No creo que su madre lo acepte.

Nos quedamos mirando la casa de Dana en espera de que ocurriese algo. Armas desenfundadas, jarrones saliendo por la ventana… Pero no sucedía nada en absoluto. Silencio sepulcral, la fachada gris oscuro con aspecto frío y desolado.

– He venido a verla, pero creo que será mejor esperar a que se vaya el ayudante del sheriff. ¿Cuándo vio a Wendell? ¿Hace mucho?


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