Levanta el cuchillo. Los soldados esperan en silencio, son estatuas entre los grupos de árboles sagrados. El pulso en el cuello de la doncella comienza a acelerarse.
Artemisa exige el sacrificio, y eso es lo que debe hacer Agamenón.
Aprieta la hoja contra el cuello de la doncella, y corta profundo.
Una fuente roja surge a borbotones, salpicando su cara con una lluvia caliente. Ifigenia todavía vive, sus ojos giran desorbitados de horror mientras la sangre bombea desde su cuello. El cuerpo humano contiene cinco litros de sangre, y lleva tiempo, para semejante volumen, descargarse por una sola arteria cortada. En tanto el corazón siga latiendo, la sangre brota. Por al menos unos pocos segundos, tal vez un minuto o más, el cerebro funciona. Los miembros se sacuden.
Cuando su corazón da el último latido, Ifigenia observa cómo se oscurece el cielo, y siente el calor de su propia sangre sobre la cara.
Los antiguos dicen que casi de inmediato el viento norte cesó de soplar. Artemisa estaba satisfecha. Por fin las naves griegas zarparon, las tropas lucharon, y Troya se hundió. En el contexto de un baño de sangre tal, el sacrificio de una joven virgen no significaba nada. Pero cuando pienso en la guerra de Troya, lo que viene a mi mente no es el caballo de madera ni el choque metálico de las espadas o las mil naves negras con sus velas desplegadas. No, es la imagen del cuerpo de la doncella, de un blanco drenado, con su padre de pie junto a ella, empuñando el cuchillo sangriento.
El noble Agamenón, con lágrimas en los ojos.