Siete
– Está latiendo -dijo una enfermera.
Catherine, con la boca seca por el horror, miraba fijo al hombre que yacía sobre la mesa de traumatismos. Una barra de hierro de treinta centímetros sobresalía en forma vertical de su pecho. Un estudiante de medicina ya se había desmayado ante la visión, y las tres enfermeras observaban de pie con la boca abierta. La barra estaba clavada profundamente en el pecho del hombre, y palpitaba siguiendo el ritmo de su corazón.
– ¿Qué presión tenemos? -dijo Catherine.
Ante su voz todos reaccionaron y volvieron a la acción. La almohadilla del aparato de presión se hinchó, suspiró y volvió a bajar.
– Setenta sobre cuarenta. El pulso se mantiene en cincuenta.
– Abriendo al máximo las vías intravenosas.
– Abriendo la bandeja de punción de tórax.
– Que alguien traiga al doctor Falco de inmediato. Voy a necesitar ayuda. -Catherine se colocó un guardapolvos esterilizado y se calzó los guantes. Sus palmas ya estaban resbalosas por el sudor. El hecho de que la barra palpitara le indicaba que la punta había penetrado cerca del corazón o, más grave aún, que estaba dentro de él. Lo peor que podía hacerse era sacar la barra. Podía abrir un agujero por el cual se desangraría en cuestión de minutos.
El médico de la ambulancia había tomado la decisión correcta: le había aplicado una sonda intravenosa, había intubado a la víctima y lo había llevado a la sala de emergencias con la barra en su lugar. El resto le correspondía a ella.
Estaba a punto de tomar el escalpelo cuando la puerta se abrió de par en par. Al levantar la vista soltó un suspiro de alivio mientras Peter Falco se acercaba. Peter se detuvo con la mirada sobre el pecho del paciente y la barra que sobresalía del pecho como una estaca en el corazón de un vampiro.
– Bueno, esto es algo que no se ve todos los días -dijo.
– ¡La presión está bajando! -exclamó una enfermera.
– No hay tiempo para hacer un by-pass. Voy a comenzar -dijo Catherine.
– Ya estoy contigo. -Peter se dio vuelta y dijo, casi en un tono casual-: ¿Podrían alcanzarme un guardapolvos?
Catherine trazó velozmente una incisión anterolateral, que le permitiría una mejor exposición de los órganos vitales de la cavidad torácica. Se sentía más tranquila con la llegada de Peter. Era algo más que tener un par extra de manos expertas; era el propio Peter. La manera en que podía entrar en la sala y analizar la situación de un vistazo. El hecho de que nunca levantaba la voz en el quirófano, ni demostraba un solo indicio de pánico. Tenía cinco años más de experiencia que ella en cirugía, y era en casos horribles como éste en los que esa experiencia se ponía de manifiesto.
Tomó su lugar en la mesa frente a Catherine, y sus ojos azules seguían atentamente el camino de la incisión.
– ¿Ya nos estamos divirtiendo?
– Risas a granel.
Se concentró inmediatamente en su tarea, las manos trabajando en correspondencia con las de ella mientras abrían el pecho con un impulso brutal. Ya habían operado como equipo muchas veces, y sabían automáticamente lo que el otro necesitaba, de modo que podían anticiparse a los movimientos mutuos y así ganar tiempo.
– ¿Qué historia tenemos? -preguntó Peter. La sangre brotó y él aplicó con calma un hemostato sobre la hemorragia.
– Obrero de la construcción. Resbaló, cayó y se ensartó esta barra.
– Eso arruinará tu día. Retractor Burford, por favor.
– Burford.
– ¿Cómo andamos de sangre?
– Esperando el RH negativo -respondió una enfermera.
– ¿Se encuentra el doctor Murata en el hospital?
– Su equipo de by-pass está en camino.
– De modo que tenemos que ganar un poco de tiempo. ¿Qué ritmo tenemos?
– Taquicardia sinusal en uno cincuenta. Unas pocas contracciones ven-triculares prematuras.
– ¡La sistólica bajó a cincuenta!
Catherine lanzó una mirada a Peter.
– No vamos a llegar a hacerle el by-pass -dijo.
– Entonces veamos qué es lo que podemos hacer.
– Oh, Dios -dijo Catherine-. Es en el atrio.
La punta de la barra había perforado la pared del corazón, y con cada latido brotaba sangre fresca alrededor del extremo perforado. Un profundo charco se había acumulado en la cavidad torácica.
– Si la sacamos vamos a producir un verdadero chorro -dijo Peter.
– Ya se está desangrando alrededor.
– La sistólica apenas perceptible -dijo una enfermera.
– Está bien -dijo Peter. No había pánico en su voz. Ningún signo visible de temor. Se dirigió a una de las enfermeras-. ¿Podría conseguirme un catéter Foley francés de dieciséis con globo de treinta centímetros cúbicos?
– Pero… ¿Doctor Falco? ¿Dijo usted un Foley?
– Sí. Un catéter urinario.
– Y necesitaremos una jeringa con diez centímetros cúbicos de solución salina -dijo Catherine-. Colócate allí para comprimir.
Ella y Peter no necesitaban explicarse las cosas; ambos entendían cuál era el plan.
El catéter Foley, un tubo designado para insertar en la vejiga y extraer la orina, le fue entregado a Peter. Estaban a punto de darle un uso para el que no había sido creado.
Él miró a Catherine.
– ¿Estás lista?
– Hagámoslo.
Su pulso palpitaba más rápido mientras observaba a Peter tomar la barra de metal. Lo vio tirar suavemente y extraerla de la pared del corazón. Mientras emergía, la sangre explotó desde el sitio perforado. Al instante Catherine encajó la punta del catéter urinario en el agujero.
– ¡Infla el globo! -dijo Peter.
La enfermera clavó la jeringa, inyectando los diez centímetros cúbicos de solución salina en la bolsa junto a la punta del Foley.
Peter apretó el catéter, clavando el globo contra el interior de la pared del atrio. El borbotón de sangre se detuvo. Apenas se filtraba un hilo.
– ¿Signos vitales? -preguntó Catherine.
– La sistólica sigue en cincuenta. La sangre está aquí. Ya la estamos colgando.
Todavía con el corazón agitado, Catherine miró a Peter y vio que le guiñaba un ojo detrás de las antiparras protectoras.
– ¿No fue divertido? -dijo. Se inclinó para tomar las pinzas con la aguja cardíaca-. ¿Quieres tener el honor?
– ¿Cuánto apuestas?
Le pasó la empuñadura de la aguja. Ella debía coser los bordes de la perforación, luego quitar el Foley antes de cerrar el agujero por completo. Con cada puntada que daba, sentía la mirada aprobatoria de Peter. Sintió que su cara enrojecía con el rubor del éxito. Ya lo podía sentir en los huesos: este paciente viviría.
– Linda manera de comenzar el día, ¿verdad? -dijo él-. Abriendo pechos a desgarrones.
– Es un cumpleaños que nunca olvidaré.
– Mi oferta para esta noche sigue en pie. ¿Qué me dices?
– Tengo guardia.
– Haré que Ames te cubra. Vamos. Comida y baile.
– Pensé que la invitación era un vuelo en tu avioneta.
– Lo que tú quieras. Diablos, hagamos unos ricos sandwiches. Yo llevo el pan.
– ¡Ja! Siempre supe que eras un dilapidador.
– Catherine, hablo en serio.
Al notar el cambio en su voz, ella levantó los ojos y encontró su mirada atenta. De repente advirtió que toda la sala estaba en silencio, y que todos escuchaban, ansiosos por saber si la esquiva doctora Cordell sucumbiría finalmente a los atractivos del doctor Falco.
Dio otra puntada mientras pensaba en lo mucho que le agradaba Peter como colega, lo mucho que lo respetaba y que él la respetaba a ella. No quería que eso cambiara. No quería poner en peligro esa preciosa relación con un mal paso dado en la intimidad.
Pero, oh, cómo extrañaba los días en que podía disfrutar de una salida. Cuando una noche era algo que esperaba con ansiedad y no con espanto.
La sala seguía en silencio. A la espera.
Por último lo miró.
– Pasa a buscarme a las ocho.
Catherine se sirvió una copa de merlot y se paró junto a la ventana, sorbiendo el vino mientras miraba la noche. Podía escuchar risas y vio gente que pasaba caminando por la avenida Commonwealth. La popular calle Newbury estaba a tan sólo una cuadra de distancia, y un viernes de verano por la noche ese barrio de Back Bay era un imán para los turistas. Catherine había elegido vivir en Back Bay por esa razón; la aliviaba saber que había más gente alrededor, aunque se tratara de extraños. El sonido de la música y las risas significaban que no estaba sola, que no estaba aislada.
Sin embargo, allí estaba, detrás de sus ventanas selladas, tomando una solitaria copa de vino, tratando de convencerse de que estaba lista para unirse al mundo exterior.
«Un mundo que Andrew Capra me robó».
Apretó su mano sobre la ventana, los dedos arqueados contra el vidrio, como si quisiera abrirse camino a través de esa prisión estéril.
Vació la copa con precipitación y la dejó sobre el alféizar.
«No seguiré siendo una víctima, -pensó-. No dejaré que gane».
Fue a su dormitorio y revisó la ropa de su armario. Sacó un vestido de seda verde del placard y se lo puso. ¿Cuánto hacía que no se ponía ese vestido? No podía recordarlo.
Desde el cuarto de al lado le llegó el alegre anuncio de la computadora: «Tienes un correo electrónico». Ignoró el mensaje y fue al baño para maquillarse. «Camuflaje de guerra», pensó mientras se aplicaba rímel y se pasaba el lápiz labial. Una máscara de coraje que la ayudara a enfrentar al mundo. Cada pasada de rímel era una capa más de confianza. Vio en el espejo a una mujer apenas reconocible. Una mujer que no había visto en dos años.
– Bienvenida al mundo -murmuró con una sonrisa.
Apagó la luz del baño y volvió al living, adaptando sus pies a la tortura de los tacos altos. Peter estaba retrasado; ya eran las ocho y cuarto. Recordó el anuncio de «Tienes un correo electrónico» que había escuchado desde el dormitorio, y fue hacia la computadora para abrir el icono del correo.
Había un mensaje remitido por SawyDoc con el siguiente asunto: «Informe de laboratorio». Abrió el mensaje.
Doctora Cordell:
Envío adjuntas fotos de patología que le interesarán.
No llevaba firma.
Movió la flecha al cuadro de diálogo «bajar archivo», luego vaciló, con el dedo suspendido sobre el mouse. No reconocía al remitente, SawyDoc, y por lo general no descargaba archivos de extraños. Pero este mensaje estaba claramente relacionado con su trabajo, y había sido enviado a su nombre.