Apretó descargar archivo.

Una fotografía en color se materializó en la pantalla.

Sin respirar, saltó del asiento como si ésta le quemara, y la silla cayó al piso. Tropezó hacia atrás, las manos crispadas tapándose la boca.

Corrió hacia el teléfono.

Thomas Moore estaba de pie en la puerta, la mirada fija sobre su cara.

– ¿La foto todavía está en pantalla?

– No la he tocado.

Ella se hizo a un lado y él avanzó con su aire de trabajo, siempre en su papel de policía. Vio enseguida al hombre junto a la computadora.

– Éste es el doctor Peter Falco -dijo Catherine-. Mi socio en el trabajo.

– Doctor Falco -dijo Moore mientras ambos hombres se daban la mano.

– Catherine y yo planeábamos salir a comer afuera -dijo Peter-. Me demoré en el hospital. Llegué justo antes que usted y… -Hizo una pausa y miró a Catherine-. Supongo que se canceló la comida.

Ella asintió, muda y desmejorada.

Moore se sentó frente a la computadora. El protector de pantalla se había activado y unos llamativos peces tropicales nadaban atravesando el monitor. Movió el mouse.

Apareció la fotografía descargada.

Catherine se dio vuelta en el acto y se acercó a la ventana, donde permaneció abrazándose, tratando de bloquear la imagen que acababa de ver en el monitor. Podía escuchar a Moore escribiendo en el teclado tras ella. Lo oyó marcar un número en el teléfono y decir: «Acabo de reenviarte el archivo. ¿Lo tienes?».

La oscuridad bajo su ventana se había vuelto extrañamente silenciosa. «¿Ya es tan tarde?», se preguntó asombrada. Mirando la calle desierta allí abajo, apenas podía creer que sólo una hora atrás había estado preparada para disfrutar esa noche y volver al mundo.

Ahora sólo deseaba trabar las puertas y esconderse.

– ¿Quién carajo te enviaría una cosa así? -dijo Peter-. Es enfermo.

– Prefiero no hablar del tema -dijo.

– ¿Ya te habían mandado este tipo de material?

– No.

– ¿Entonces por qué está involucrada la policía?

– Por favor, basta, Peter. No tengo ganas de discutirlo.

Una pausa.

– Quieres decir que no tienes ganas de discutirlo conmigo.

– No ahora. No esta noche.

– ¿Pero hablarás de eso con la policía?

– Doctor Falco -dijo Moore-, en realidad sería mejor que se retirara ahora mismo.

– ¿Catherine? ¿Qué es lo que tú quieres?

Ella captó el tono herido en su voz, pero evitó mirarlo.

– Quisiera que te fueras. Por favor.

Él no contestó. Sólo cuando se cerró la puerta supo que Peter se había marchado.

Pasaron un largo rato en silencio.

– ¿No le contó nada sobre Savannah? -preguntó Moore.

– No. Nunca pude reunir el valor para contarle.

«La violación es un tema demasiado íntimo, demasiado vergonzoso para hablar. Incluso con alguien que se preocupa por ti».

– ¿Quién es la mujer de la fotografía? -preguntó.

– Esperaba que usted pudiera decírmelo.

Ella sacudió la cabeza.

– Tampoco sé quién lo envió.

La silla crujió cuando Moore se levantó. Ella sintió su mano sobre el hombro, su calor penetrando la seda verde. No se había cambiado de ropa, y todavía estaba vestida para salir, maquillada para la velada. La idea de salir a divertirse por la ciudad ahora le parecía lamentable. ¿En qué había estado pensando? ¿Que podría volver a ser como todo el mundo? ¿Que podría sentirse entera nuevamente?

– Catherine -dijo él-. Necesito que me hables acerca de esta foto.

Sus dedos se pusieron rígidos sobre el hombro, y ella pronto advirtió que la había llamado por su nombre de pila. Estaba muy cerca de ella, tan cerca que podía sentir cómo su aliento le calentaba el pelo, y sin embargo no se sintió amenazada. Si cualquier otro hombre la hubiera tocado se hubiera sentido invadida, pero Moore era genuinamente tranquilizador.

Ella asintió.

– Trataré.

Acercó otra silla y ambos se sentaron frente a la computadora. Ella se obligó a enfocar la vista en la fotografía. La mujer tenía pelo rizado, desplegado como tirabuzones sobre la almohada. Sus labios estaban sellados con una franja plateada de tela adhesiva, pero los ojos estaban abiertos y expectantes, las retinas coloradas por el flash de la cámara. La fotografía la mostraba de la cintura para arriba. Estaba atada a la cama, y desnuda.

– ¿La reconoces? -preguntó.

– No.

– ¿Hay algo en esta foto que te resulte familiar? ¿La habitación, los muebles?

– No, pero…

– ¿Qué?

– Él hizo lo mismo conmigo -susurró-. Andrew Capra me tomó fotos. Me ató a la cama… -Tragó saliva y sintió un baño de humillación, como si la intimidad de su propio cuerpo estuviera expuesta a la mirada severa de Moore. Se descubrió cruzándose de brazos para proteger sus pechos de cualquier futura violación.

– Este archivo fue enviado a las siete cincuenta y cinco de la tarde. Y el nombre del remitente, SawyDoc, ¿lo reconoces?

– No. -Se concentró nuevamente en la mujer, que miraba a la cámara con sus brillantes pupilas enrojecidas-. Está despierta. Sabe lo que él está a punto de hacerle. Él espera eso. Quiere que estemos despiertas, quiere sentir nuestro pánico. Tienes que estar despierta, o no lo disfrutará… -A pesar de que hablaba de Andrew Capra, de algún modo se había deslizado al tiempo presente, como si Capra siguiera con vida.

– ¿Cómo habrá descubierto tu dirección de correo electrónico?

– Ni siquiera sé quién es.

– Te envió esto a ti, Catherine. Sabe lo que te sucedió en Savannah. ¿Se te ocurre alguien que pueda haber hecho esto?

«Sólo una persona, -pensó-. Pero está muerto. Andrew Capra está muerto».

Sonó el celular de Moore. Ella casi saltó de la silla.

– Dios santo -dijo con el corazón agitado, mientras volvía a apoyarse contra el respaldo.

Moore abrió el celular.

– Sí, estoy con ella ahora… -Escuchó por un momento, y repentinamente miró a Catherine. La forma en que le clavaba los ojos la alarmó.

– ¿Qué sucede? -preguntó Catherine.

– Es la detective Rizzoli. Dice que rastreó el origen del correo electrónico.

– ¿Quién lo envió?

– Tú lo hiciste.

Podría haberle dado una cachetada en la cara. Sólo atinó a sacudir la cabeza, demasiado impactada para responder.

– El nombre SawyDoc fue creado esta tarde, utilizando tu cuenta de America Online -dijo.

– Pero yo tengo dos cuentas separadas. Una es para uso personal…

– ¿Y la otra?

– Para mis asuntos de trabajo, para utilizar cuando estoy… -Hizo una pausa- La oficina. Utilizó la computadora de mi oficina.

Moore levantó el celular hasta su oreja.

– ¿Escuchaste, Rizzoli? -Hubo un silencio y luego agregó-: Te encontraremos allí.

La detective Rizzoli los esperaba en la puerta del consultorio de Catherine. Un pequeño grupo se había reunido en el corredor: el guardia de seguridad del edificio, dos oficiales de policía y varios hombres de civil. «Detectives», asumió Catherine.

– Hemos registrado la oficina -dijo Rizzoli-. Se fue hace tiempo.

– ¿Entonces definitivamente estuvo aquí? -dijo Moore.

– Ambas computadoras están encendidas. El nombre SawyDoc todavía aparece en la pantalla de registro de America Online.

– ¿Cómo logró entrar?

– La puerta no presenta signos de haber sido forzada. Hay un servicio de limpieza contratado para estas oficinas, por lo que circulan varios juegos de llaves al mismo tiempo. Además están los empleados de este consultorio.

– Tenemos una empleada para dar los turnos, una recepcionista y dos asistentes -dijo Catherine.

– Más usted y el doctor Falco.

– Sí.

– Bien, eso suma seis llaves más que pudieron haberse perdido o prestado -fue la brusca reacción de Rizzoli. A Catherine no le agradaba esta mujer, y se preguntaba si el sentimiento sería mutuo.

Rizzoli apuntó en el consultorio.

– Está bien, vamos a recorrer los cuartos, doctora Cordell, para ver si falta algo. Asegúrese de no tocar nada, ¿puede ser? Ni la puerta, ni las computadoras. Estamos buscando huellas digitales.

Catherine miró a Moore, que pasó su reconfortante brazo por su hombro. Entraron en el consultorio.

Apenas paseó la vista por la sala de espera. Luego fue hacia el área de recepción, donde trabajaba el personal administrativo. La computadora destinada a los turnos estaba encendida. La disquetera estaba vacía; el intruso no había dejado disquetes tras él.

Con un bolígrafo, Moore movió el mouse de la computadora para desactivar el protector de pantalla, y apareció la pantalla de registro de AOL. «SawyDoc» todavía aparecía en la casilla «nombre seleccionado».

– ¿Hay algo en este cuarto que le parezca distinto? -preguntó Rizzoli.

Catherine movió la cabeza.

– Bien. Vamos a su oficina.

El corazón comenzó a acelerársele mientras caminaba por el pasillo y pasaba por las dos salas de consulta. Entró en su oficina. Instantáneamente su mirada apuntó al techo. Dio un paso atrás con la boca abierta, casi hasta chocar con Moore. Él la sostuvo en sus brazos para devolverle el equilibrio.

– Allí es donde lo encontramos -dijo Rizzoli apuntando al estetoscopio que colgaba justo sobre la luz del techo-. Colgado de allí. Me imagino que no es el lugar en donde lo dejó.

Catherine movió la cabeza. Con la voz casi extinguida por la conmoción, dijo:

– Ha estado antes aquí.

Rizzoli le lanzó una mirada aguda.

– ¿Cuándo?

– En los últimos días. Había cosas que faltaban. O que cambiaban de lugar.

– ¿Qué cosas?

– El estetoscopio. Mi uniforme

– Mira alrededor del cuarto -dijo Moore empujándola con suavidad-. ¿Hay algo más que haya cambiado?

Ella paseó la vista por los estantes de libros, por el escritorio y por el fichero. Era su espacio privado, y había dispuesto cada cosa que había allí. Sabía dónde debían estar, y dónde no.

– La computadora está encendida -dijo-. Siempre la apago cuando me voy.

Rizzoli movió el mouse, y la pantalla de AOL apareció con el apodo de Catherine, Ccord, en la casilla de registro.

– Así es como consiguió su dirección de correo electrónico -dijo Rizzoli-. Todo lo que tuvo que hacer fue encender la máquina.

Ella miró el teclado. «Has tocado estas teclas. Te has sentado en mi silla».

La voz de Moore la sobresaltó.

– ¿Falta algo? -preguntó-. Es posible que sea algo pequeño, algo muy personal.


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